Naturalmente, soy consciente de que tales temas no me incumbían en modo alguno, y debo señalar que en ningún momento se me habría ocurrido entrometerme en aquellos asuntos de no haber tenido, como recordarán ustedes, importantes razones profesionales para hacerlo. Me refiero a los problemas de personal que padecemos actualmente en Darlington Hall. En cualquier caso, a miss Kenton no parecía molestarle en absoluto confiarme sus cuitas, y yo lo tomé como un verdadero testimonio de los estrechos vínculos profesionales que nos unieron en otros tiempos.
Recuerdo que, seguidamente, pasó a relatarme, en términos generales, cosas de su marido, que debería jubilarse con cierta antelación por motivos de salud, y de su hija, que ya es una mujer casada y en otoño espera un hijo. Además, miss Kenton me dio la dirección de su hija en Dorset y debo decir que me sentí halagado por la insistencia con que me pidió que le hiciera una visita durante mi viaje de vuelta. Y a pesar de explicarle que era bastante improbable que pasase por esa parte de Dorset, miss Kenton me animaba diciéndome:
– Catherine me ha oído hablar de usted tantas veces, mister Stevens. Le aseguro que estará encantada de conocerle.
Por mi parte, intenté describirle del mejor modo posible el Darlington Hall de ahora. Me esforcé por darle una idea de lo buen patrón que era mister Farraday, y le expliqué los cambios que había habido en la casa, las modificaciones, las habitaciones que habíamos cerrado y la nueva ordenación del personal. Creo que miss Kenton se mostró especialmente interesada cuando empecé a hablarle de la casa y, acto seguido, rememoramos juntos historias pasadas, riéndonos a ratos de algunas de ellas.
Recuerdo que a lord Darlington sólo le mencionamos una vez. Acabábamos de comentar divertidos una anécdota sobre mister Cardinal hijo, y no tuve más remedio por tanto que hacerle partícipe de que éste había muerto en Bélgica, durante la guerra.
– El señor le tenía en gran estima y, naturalmente, la noticia fue un golpe muy duro -le dije.
Dado que no quería malograr nuestra agradable reunión con historias tristes, cambié de tema casi inmediatamente. Sin embargo, como me temía, miss Kenton había seguido por la prensa el fracaso con que había culminado el proceso por libelo difamatorio, y aprovechó el momento para sondearme un poco al respecto. Según recuerdo, intenté resistirme a entrar en este terreno, pero finalmente le dije:
– Verá, mistress Benn, durante la guerra se dijeron cosas muy duras sobre mi señor, sobre todo en las columnas de ese periódico en concreto, y mientras el país estuvo en peligro, él encajó todo aquello. Pero una vez que terminó la guerra, como vio que las insinuaciones no cesaban, mi señor consideró que no debía seguir sufriendo en silencio. Es verdad que ahora nos parece evidente lo peligroso que era entonces llevar ante los tribunales un asunto semejante, sobre todo teniendo en cuenta el ambiente de la época. Pero ya ve, mi señor pensó sinceramente que le harían justicia. Como era de prever, lo único que consiguió es que la tirada del periódico aumentara, y el buen nombre de mi señor quedó manchado para siempre. Mistress Benn, le aseguro que después de aquello, el señor siguió viviendo, prácticamente, como un enfermo. La casa enmudeció. Le llevaba el té al salón y… De verdad, era horrible.
– Lo lamento, mister Stevens, pero no sabía nada de eso.
– Sí, mistress Benn. Pero será mejor dejarlo. Sé que el Darlington Hall que usted recuerda es el de la época en que tenían lugar grandes acontecimientos, y la casa siempre estaba llena de personajes importantes. Y así es como debemos recordar al señor.
Como he dicho, ése fue el único momento en que mencionamos a lord Darlington. En general, rememoramos anécdotas divertidas, y las dos horas que pasamos juntos en el salón de té fueron verdaderamente muy gratas. Me parece recordar que durante el transcurso de nuestra conversación llegaron otros clientes, que se instalaban y después se iban al cabo de un rato, pero no nos distrajeron en absoluto. De hecho, cuando miss Kenton miró el reloj de péndulo que había en la repisa de la chimenea y me anunció que ya era hora de marcharse, costaba creer que ya habían transcurrido dos horas. Al decirme que aún tenía que andar bajo la lluvia un buen trecho, hasta la parada de autobús situada a la salida del pueblo, me ofrecí a llevarla en el coche, y, después de pedir un paraguas en la recepción, salimos juntos del hotel.
Alrededor del coche se habían formado grandes charcos en el suelo, de modo que tuve que ayudar a miss Kenton a instalarse en su asiento. Enseguida llegamos a la calle mayor del pueblo, después se acabaron los comercios y de pronto nos encontramos en pleno campo. Miss Kenton, que hasta entonces se había limitado a contemplar el paisaje en silencio, se volvió hacia mí y me dijo:
– ¿Me puede explicar de qué se ríe?
– ¡Oh, discúlpeme! Es que recordaba algunas cosas que decía usted en su carta. Me sentí un poco preocupado al leerlas, pero ahora veo que, en realidad, no había motivo.
– ¿Y qué cosas eran ésas, mister Stevens?
– Nada en particular.
– Vamos, mister Stevens, debe usted decírmelas.
– Por ejemplo -dije riéndome-, hay un párrafo en su carta en que dice usted…, a ver si me acuerdo, «sólo veo el resto de mis días como un gran vacío que se extiende ante mí», o algo por el estilo.
– ¿De verdad? -me dijo también riéndose-. Me parece imposible haber escrito algo semejante.
– No le miento, mistress Benn. Me acuerdo muy bien.
– En fin, es posible que algunos días me sienta así, pero se me pasa pronto. Le aseguro que no veo el resto de mis días como un gran vacío. Para empezar, le diré que voy a ser abuela. Y quizá sólo sea el primer nieto.
– Pues sí. Será fantástico para ustedes.
Durante unos instantes guardamos silencio y, al cabo de un rato, dijo miss Kenton:
– ¿Y qué me dice de usted, mister Stevens? ¿Qué le deparará el futuro cuando vuelva a Darlington Hall?
– No sé qué me deparará, pero en cualquier caso, no serán días vacíos. Ojalá. No, no, me espera mucho, muchísimo trabajo.
Al decir esto, los dos soltamos una fuerte carcajada y, acto seguido, miss Kenton señaló una marquesina que se veía un poco más a lo lejos, en la carretera, y, mientras nos acercábamos, dijo:
– ¿Quiere usted esperar conmigo? El autobús no tardará.
Cuando bajamos del coche para dirigirnos a la marquesina, seguía lloviendo de forma persistente. La marquesina, de piedra y con un techo de tejas, tenía una apariencia muy sólida, y debía de serlo, situada como estaba en pleno campo, en medio de una gran llanura. El interior estaba muy limpio. Sólo había algunos desconchados en la pintura. Miss Kenton se sentó en el banco, y yo seguí de pie para poder ver el autobús cuando llegara. En el arcén de enfrente no había más que campos atravesados por una larga hilera de postes telegráficos, al final de los cuales la vista se perdía.
Después de unos minutos de silencio, me decidí por fin a decir:
– Discúlpeme, mistress Benn, pero quizá pase mucho tiempo hasta que volvamos a vernos y me gustaría preguntarle algo bastante personal, si no le importa. Es algo que me ha tenido muy preocupado últimamente.
– Por supuesto, mister Stevens. Después de todo, somos buenos amigos, ¿no?
– Sí, claro, como usted dice, somos buenos amigos. Sólo quería preguntarle…, pero no me conteste si no quiere. El caso es que… las cartas que me ha enviado usted durante todos estos años, y especialmente la última, daban a entender más o menos que se encontraba usted…, no sé cómo decirlo, que se sentía usted desgraciada. Y me preguntaba si…, no sé, de algún modo, no recibía usted un buen trato, en general me refiero. Discúlpeme, pero, como le he dicho, es algo que me ha tenido preocupado. Me sentiría verdaderamente como un idiota si, después de haber hecho tantos kilómetros y habernos visto, me despidiera de usted sin, al menos, habérselo preguntado.
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