Kazuo Ishiguro - Nunca Me Abandones

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A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creativi-dad. Es un mundo hermйtico, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras mбs interesantes de los adolescentes, quizб para una galerнa de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y tambiйn fueron un triбngulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cуmo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. El lector de esta esplйndida novela, utopнa gуtica, irб descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentaciуn donde los jуvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son mбs que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.

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Estábamos sentados en el césped después de un partido de rounders, y la señorita Lucy nos había estado dando la típica charla sobre el tabaco cuando de pronto Marge le preguntó si ella había fumado alguna vez un cigarrillo. La señorita Lucy se quedó callada unos instantes, y luego dijo:

– Me gustaría poder decir que no. Pero si he de ser sincera, fumé durante una temporada. Unos dos años. Cuando era más joven.

Fue toda una conmoción. Antes de que la señorita Lucy hubiera tenido tiempo para responder, todos miramos furibundamente a Marge, indignados por la rudeza de la pregunta (para nosotros era como si le hubiera preguntado si alguna vez había atacado a alguien con un hacha). Y recuerdo que durante cierto tiempo le hicimos la vida imposible a Marge; de hecho, lo que he contado antes -la noche en que la obligamos a pegar la cara a la ventana y mirar el bosque-no fue sino una parte de lo que tendría que soportar los días siguientes. Pero en el momento del incidente, cuando la señorita Lucy dijo lo que dijo, estábamos demasiado confusos para pensar en Marge. Creo que lo que hicimos fue quedarnos mirando fijamente a la señorita Lucy, horrorizados, a la espera de lo que diría a continuación.

Cuando por fin habló, pareció sopesar con sumo cuidado cada palabra.

– En mi caso, no estuvo bien. Fumar no era bueno para mí, así que lo dejé. Pero lo que debéis entender es que para vosotros, para todos vosotros, fumar es mucho, mucho peor de lo que pueda serlo para mí.

Hizo una pausa y se quedó callada. Alguien dijo después que se había sumido en una ensoñación, pero yo estaba segura, al igual que Ruth, de que estaba midiendo cuidadosamente cómo continuar. Y al final dijo:

– Se os ha advertido de ello. Sois estudiantes. Sois… especiales. De modo que el manteneros bien, el hecho de mantener en óptimo estado el interior de vuestro cuerpo, es mucho más importante para cada uno de vosotros de lo que pueda serlo para mí.

Volvió a guardar silencio y nos miró de un modo extraño. Luego, cuando hablamos de ello, algunos de nosotros estábamos seguros de que la señorita Lucy había deseado vivamente que alguien le preguntara por qué. Por qué era mucho peor para nosotros. Pero nadie lo había hecho. A menudo he pensado en aquel día, y hoy, a la luz de lo que pasó después, estoy convencida de que si se lo hubiéramos preguntado la señorita Lucy nos lo habría contado todo. Sólo habría hecho falta una pregunta más sobre el hábito de fumar.

¿Por qué habíamos guardado silencio aquel día, entonces? Supongo que porque incluso a aquella edad -teníamos nueve o diez años- sabíamos lo bastante como para mostrarnos cautelosos en aquel terreno. Hoy resulta difícil precisar cuánto sabíamos entonces. Ciertamente, sabíamos -aunque no en un sentido profundo- que éramos diferentes de nuestros custodios, y también de la gente normal del exterior; tal vez sabíamos incluso que en un futuro lejano nos esperaban las donaciones. Pero no sabíamos realmente lo que ello significaba. Si evitábamos cuidadosamente ciertos temas, muy probablemente lo hacíamos porque nos producían embarazo. Detestábamos el modo en que nuestros custodios -normalmente muy por encima de todo- se mostraban incómodos siempre que nos aproximábamos a este terreno. Nos sentíamos turbados al advertir ese cambio en ellos. Creo que ésa es la razón por la que no preguntamos más, y por la que castigamos tan cruelmente a Marge K. por haber sacado a colación aquel tema después del partido de rounders.

Y ésa era la razón, en fin, por la que yo me mostraba tan sigilosa con la cinta. Hasta le di la vuelta a la portada, de forma que sólo podías ver a Judy con el cigarrillo si abrías la caja de plástico. Pero el motivo por el que aquella cinta significaba tanto para mí no tenía nada que ver con el cigarrillo, o con la forma de cantar de Judy Bridgewater, que es una de esas cantantes de la época, del tipo bar musical, nada del gusto de los alumnos de Hailsham. Lo que hacía tan especial aquella cinta era una canción concreta: el tema número tres: Nunca me abandones.

Es una canción lenta, y es noche avanzada, y es Norteamérica, y hay un trozo que vuelve y vuelve, en el que Judy canta: «Nunca me abandones… Oh, baby, baby… Nunca me abandones…». Tenía once años entonces, y no había escuchado mucha música, pero esa canción…, esa canción me llegó de verdad. Siempre procuraba tener la cinta rebobinada en ese punto, y en cuanto podía la ponía.

Pero la verdad es que no se me presentaban demasiadas ocasiones de oírla (era unos años antes de que empezaran a aparecer los walkmans en los Saldos). En la sala de billar había un gran aparato de música, pero yo apenas la ponía allí porque la sala siempre estaba llena de gente. En el Aula de Arte también había un radiocasete, pero el ruido solía ser el mismo que en la sala de billar. El único sitio donde podía escucharla con tranquilidad era en nuestro dormitorio.

En aquella época nos habían cambiado ya a los pequeños dormitorios de seis camas situados en los barracones separados, y en el nuestro teníamos un casete portátil en la estantería de encima del radiador. Así que allí es donde solía ir -durante el día, cuando a nadie más se le ocurría rondar por los dormitorios- a poner una y otra vez mi canción preferida.

¿Qué es lo que tenía de especial esa canción? Bueno, lo cierto es que no solía escuchar con atención toda la letra; esperaba a que sonara el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», y me imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener niños, y que los había deseado con toda el alma toda la vida. Entonces se produce una especie de milagro y tiene un bebé, y lo estrecha con fuerza contra su pecho y va de un lado para otro cantando: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…», en parte porque se siente tan feliz y en parte porque tiene miedo de que suceda algo, de que el bebé se ponga enfermo o de que se lo lleven de su lado. Incluso en aquella época me daba cuenta de que no podía ser así, de que tal interpretación no casaba con el resto de la letra. Pero a mí no me importaba. La canción trataba de lo que yo decía, y la escuchaba una y otra vez, a solas, siempre que podía.

Por aquella época tuvo lugar un extraño incidente que quiero reseñar aquí. Me causó una gran desazón, y aunque no habría de entender su significado real hasta muchos años después, creo que, incluso entonces, llegué a vislumbrar su profunda trascendencia.

Era una tarde soleada y había ido al dormitorio a buscar algo. Recuerdo lo luminoso que estaba todo porque las cortinas no habían sido descorridas por completo, y el sol entraba a raudales y podías ver el polvo en el aire. No tenía intención de escuchar la cinta, pero al verme allí a solas sentí un impulso y cogí la casete del arcón de mis cosas y la puse en la pletina.

Puede que el volumen lo hubiera dejado alto la última en utilizar el aparato, no lo sé; pero estaba mucho más alto que de costumbre, y probablemente por eso no la oí llegar. O quizá me dejé ganar por la pura complacencia. El caso es que empecé a bambolearme lentamente al compás de la canción, abrazando contra mi pecho a un bebé imaginario. De hecho, para hacerlo todo más embarazoso, fue una de esas veces en las que abrazaba una almohada haciendo como que era mi bebé, y danzaba despacio, con los ojos cerrados, cantando suavemente con Judy cada vez que sonaba el estribillo: «Oh, baby, baby… Nunca me abandones…».

La canción casi había terminado cuando algo me hizo percibir que no estaba sola. Abrí los ojos y me encontré mirando a Madame, que me observaba a través de la puerta entreabierta.

Me quedé petrificada. Al cabo de uno o dos segundos, empecé a sentir un tipo nuevo de alarma, porque intuí que en la situación había además algo muy extraño. La puerta, como digo, estaba entreabierta -había una norma que estipulaba que las puertas de los dormitorios no podían cerrarse del todo más que cuando nos íbamos a dormir-, pero Madame ni siquiera había llegado a ocupar el umbral. Estaba afuera, en el pasillo, muy quieta, con la cabeza ladeada para poder ver lo que sucedía dentro. Y lo extraño del caso era que estaba llorando. Tal vez había sido uno de sus sollozos lo que había irrumpido en la canción y me había sacado bruscamente de mi ensueño.

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