– Escucha, corazoncito, a menos que te hayas vuelto asexuado, en tu vida está pasando algo.
Él le devolvió el cumplido. Ella no tenía tiempo, dijo Susan. Había acabado en los brazos de un hombre algunas noches comenzadas en un bar, pero sólo para encontrar en ellos un poco de consuelo. Él invocó el mismo estado de ánimo para justificar su celibato. Susan volvió a la carga, ahora de manera más suave, y formuló su pregunta de nuevo. Él evocó los episodios cómplices vividos con Mary Gautier Thomson, periodista de la revista Cosmopolitan , a la que acompañaba tres veces por semana hasta el portal de su casa sin que nada ocurriese.
– Se debe de estar preguntando si no tendrás algún problema.
– ¡Ella tampoco intenta nada!
– Ésa es la mejor. ¿Ahora somos nosotras las que tenemos que dar el primer paso?
– ¿Estás empujándome a sus brazos?
– Tengo la impresión de que no habrá que empujarte mucho para que caigas.
– ¿Acaso te gustaría?
– Tu pregunta es extraña.
– Es la duda lo que te corroe, Susan. Resulta tan fácil cuando alguien decide por ti…
– Pero ¿decidir qué?
– No dejarnos esperanzas.
– Ése es otro tema, Philip. Para una historia hacen faltan las personas adecuadas en el momento adecuado.
– Es tan cómodo decirse que no es el momento adecuado, que el destino nos obliga a tomar determinadas decisiones…
– ¿Quieres saber si te echo de menos? La respuesta es sí. ¿A menudo? Casi siempre. En fin, cuando tengo tiempo. Y, aunque te parezca absurdo, también sé que no soy un cura.
Ella le cogió la mano y se la llevó a su mejilla. Él se dejó hacer. Ella cerró los ojos y a él le pareció que se iba a quedar dormida en la serenidad de aquel instante. Le habría gustado que durase más tiempo, pero la voz del altavoz ya anunciaba su separación. Ella dejó pasar unos segundos, como si no hubiese oído el aviso. Cuando él hizo un gesto, ella asintió para indicar que ya lo había oído. Permaneció así unos minutos, con los ojos cerrados, la cabeza descansando sobre el antebrazo de Philip. Con movimiento súbito, Susan se incorporó y abrió los ojos. Ambos se levantaron y él le pasó el brazo por el hombro, llevando la bolsa en su mano libre. En el pasillo que les conducía hacia el avión ella le besó en la mejilla.
– ¡Deberías ir a visitar a tu amiga, la gran reportera de moda femenina! En fin, si se lo merece. En cualquier caso, tú no mereces quedarte solo.
– Pero ¡si estoy muy bien solo!
– ¡Para! Te conozco demasiado bien. Tu horror a la soledad es proverbial, Philip. La idea de que me esperas resulta tranquilizadora, pero demasiado egoísta para que yo la asuma. En realidad no estoy segura de que algún día quiera vivir con alguien y, aunque no tuviese ninguna duda de que ese alguien fueras tú, esta apuesta sobre el futuro sería injusta. Terminarás detestándome.
– ¿Has acabado? ¡Se te va a escapar el avión!
Ambos echaron a correr hacia aquella puerta que estaba demasiado cerca.
– Y, al fin y al cabo, un pequeño ligue no puede hacerte daño.
– ¿Y quién te dice que sólo será un ligue?
Ella agitó su dedo meñique y adoptó una postura maliciosa, mirándose la uña: «¡Él!». Entonces le saltó al cuello, le besó en la nuca y se precipitó hacia la pasarela mientras se daba la vuelta una última vez para enviarle un beso. Cuando desapareció, él murmuró: «Tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene».
Al volver a casa se negó a dejarse arrastrar por la tristeza que le embargaba durante los días siguientes a su marcha. Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista de la revista que le pusiese con Mary Gautier Thomson.
Se encontraron al anochecer al pie del rascacielos. Las luces relumbrantes conferían extrañas tonalidades a los transeúntes en Times Square. En la sala de cine, sumida en la penumbra de Una mujer bajo influencia , él acarició su brazo. Dos horas más tarde subían a pie por la calle Cuarenta y dos. Al cruzar la Quinta Avenida, él tomó su mano y la arrastró antes de que el semáforo liberase la marea de coches. Un taxi amarillo les condujo al Soho. En Fanelli's compartieron una ensalada y una conversación sobre la película de Cassavetes. Al llegar a la puerta de su casa, él se le acercó y el roce de sus mejillas se deslizó hasta los labios y los latidos del corazón.
La lluvia caía sin cesar desde hacía varios días. Cada tarde el viento anunciaba las tormentas que estallarían en el valle al llegar la noche. Las calles de tierra se llenaban de riachuelos, el agua alcanzaba las entradas de las casas, laminando sus precarias bases. Persistentes, los chaparrones se colaban por los tejados e inundaban las buhardillas. Los gritos y las risas de los niños que llamaban «maestra» a Susan acompañaban sus mañanas, que transcurrían en la granja que hacía las veces de escuela. Por la tarde casi siempre cogía el Jeep Wagoneer, más dócil y manejable que su viejo Dodge, al que sin embargo añoraba, y se dirigía al valle cargada de medicinas, alimentos y, en ocasiones, documentos administrativos que ayudaba a rellenar. Tras las jornadas agotadoras venían los días de fiesta. Entonces se dirigía a los bares donde los hombres acudían a beber cerveza y la bebida local favorita, el guajo. Para hacer frente a la soledad del invierno hondureño, que llegaba antes de lo previsto, trayendo consigo su cortejo de tristeza y lucha contra una naturaleza rebelde, a veces Susan pasaba las noches en brazos de un hombre, no siempre el mismo.
10 de noviembre de 1977
Susan:
Eres la persona con la que quiero compartir esta noticia: mi primera gran campaña publicitaria acaba de ser aceptada. En unas pocas semanas uno de mis proyectos se convertirá en un inmenso cartel que se distribuirá por toda la ciudad. Se trataba de promover el Museo de Arte Moderno. Cuando estén impresos, te enviaré uno. Así pensarás en mí de vez en cuando. También te haré llegar el artículo que aparecerá en una revista profesional. Acabo de salir de la entrevista. Echo de menos tus cartas. Sé que tienes mucho trabajo, pero también sé que ésa no es la única razón de tu silencio. Te echo de menos, en serio. Probablemente no debería decírtelo, pero no voy a jugar contigo al estúpido juego del disimulo.
Pensaba en ir a visitarte en la primavera. Me siento culpable por no habértelo propuesto antes. Como todo el mundo, soy egoísta. Quiero ir a descubrir ese mundo tuyo y comprender qué es lo que te retiene tan lejos de nuestra vida y de todas las confidencias de nuestra infancia. Paradoja de la omnipresencia de tu ausencia, salgo a menudo con esa amiga de la que ya te he hablado. Siento que cada vez que te hablo de ella, de algún modo huyo. ¿Por qué te cuento esto? Porque todavía tengo la sensación absurda de traicionar una esperanza no confesada. Tengo que desembarazarme de este sentimiento. Quizás escribirte sea una manera de despertarme.
Tal vez regreses algún día, y entonces ¡cómo desearé no haberte esperado, no escuchar todas las palabras que me dirás o simplemente hacer caso omiso de ellas como contrapartida a tu ausencia!
No iré a verte en primavera, era una mala idea, a pesar de que me muero de ganas de hacerlo. Creo que tengo que tomar cierta distancia con respecto a ti, y por lo poco que me escribes, adivino que tú piensas lo mismo.
Te abrazo.
Philip
P. D.: Siete de la mañana. Tomando el desayuno vuelvo a leer lo que te escribí ayer. Esta vez te dejaré leer lo que habitualmente tiro a la papelera.
Al igual que tantas cosas a su alrededor, Susan también cambiaba. La aldea abrigaba doscientas familias y los ritmos de todas esas existencias apenas cicatrizadas poco a poco se confundían con los de un pueblo. Aquel invierno las cartas de Philip se hicieron más esporádicas, las repuestas más difíciles de escribir. Susan festejó la Nochevieja con su equipo al completo en un restaurante de Puerto Cortés. Hacía un tiempo extraordinario y la noche acabó en el malecón, frente al mar. Al amanecer del nuevo año todo el país parecía haber recuperado la actividad. El puerto había recobrado la agitación y desde hacía varias semanas el baile de las grúas que giraban sobre los portacontenedores era incesante. Desde la madrugada hasta la puesta del sol el cielo era recorrido por los aviones que garantizaban las comunicaciones entre los diferentes aeropuertos. No se habían reconstruido todos los puentes, pero las huellas del huracán eran casi inapreciables, ¿o acaso es que la gente se había acostumbrado a ellos?
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