– ¡Porque eres imbécil!
Ella le interrumpió en el momento en que él se disponía a responder. Puso la boca sobre la de él y metió su lengua entre sus labios. Él dejó las rosas sobre el rellano para abrazarla y fue arrastrado al interior del pequeño apartamento.
Esa noche, mucho más tarde, la mano de Mary se escurrió por la puerta entreabierta y cogió el ramo de flores que descansaba sobre el felpudo.
Cada día dedicaba más horas a la escuela. Ahora su clase tenía una media diaria de sesenta y tres alumnos. Todo dependía de la voluntad del encargado de llevar a los escolares y de la asistencia más o menos regular de los niños. Tenían entre seis y trece años, y ella debía impartir un programa de lo más variado para que se animasen a volver al día siguiente.
A primera hora de la tarde comía una tortilla de maíz en compañía de Sandra, una colaboradora que había llegado hacía unos días. Había ido a buscarla a San Pedro, rogando que no descendiese de un avión de alas rojas y blancas. Inmersa en la duda, había esperado a la nueva recluta en el interior de una barraca que hacía las veces de terminal: el temido comandante sólo apagaba una de sus hélices y jamás abandonaba la cabina.
Sandra era joven y hermosa. Como no tenía dónde alojarse, se instaló en casa de Susan, sólo por unos días, una o dos semanas quizá… Una mañana, mientras compartían el primer café de la mañana, Susan la observó de arriba abajo con cierta insistencia.
– Por tu propio bien te recomiendo que guardes ciertas normas de higiene personal. Con el calor y la humedad pronto tendrás la piel cubierta de granos.
– ¡Pero si yo no sudo!
– ¡Oh, sí, querida! Sudas como todo el mundo, puedes fiarte de mí. A propósito, tienes que ayudarme a cargar el 4 x 4. Esta tarde tenemos que distribuir quince sacos de harina.
Sandra se secó las manos en el pantalón y se dirigió hacia el almacén. Susan la siguió. Cuando vio que las grandes puertas estaban abiertas, aceleró el paso y se adelantó corriendo. Entró en el edificio y contempló las estanterías llena de ira.
– ¡Mierda, mierda y mierda!
– ¿Qué ocurre? -preguntó Sandra.
– Nos han robado los sacos.
– ¿Muchos?
– No lo sé, veinte, treinta. Habrá que contarlos.
– ¿Para qué? Eso no hará que vuelvan.
– Servirá porque lo digo yo y porque la responsable de este lugar también soy yo. Deberé hacer un informe. ¡Sólo me faltaba esto!
– Cálmate, de nada servirá que te alteres.
– ¡Cállate, Sandra! Soy yo quien manda aquí. Hasta nueva orden, guárdate tus comentarios.
Sandra la cogió por el brazo y acercó su rostro al de ella. Una vena azulada le sobresalía en la frente.
– No me gusta la manera en que me estás hablando. No me gusta cómo eres. Pensaba que esto era una organización humanitaria y no un campamento militar. Si crees que soy un soldadito, cuenta los sacos tú sólita.
Se dio la vuelta y Susan le ordenó a gritos que volviese al instante, sin éxito.
A unos cuantos lugareños que se habían acercado les indicó con las manos que se alejasen. Los hombres se dispersaron encogiéndose de hombros y las mujeres le lanzaron miradas de disgusto. Ella cogió los dos sacos que habían quedado tirados sobre el suelo y los colocó en una estantería. Luego estuvo ocupada hasta que llegó la noche, controlando su ira y sus lágrimas. Cuando estuvo más tranquila se sentó en el exterior del edificio. Con la espalda apoyada contra la pared, sintió cómo el calor que la pared había recogido durante el día se dispersaba por sus venas. La sensación fue agradable. Con la punta del pie trazó letras en el suelo, una gran «P» que contempló antes de borrarla con la suela, luego una gran «J» y murmuró: «¿Por qué te fuiste, Juan?». Al regresar a casa encontró que Sandra ya se había marchado.
12 de febrero de 1978
Susan:
Es el comienzo de una batalla como jamás habrás visto: una batalla de bolas de nieve. Sé que te burlas de nuestras tempestades, pero la que cayó sobre nuestras cabezas hace tres días fue increíble, y ahora estoy bloqueado en mi casa. Toda la ciudad está paralizada bajo una gruesa capa blanca que llega al techo de los coches. Esta mañana, con los primeros rayos del sol, los pequeños, los mayores y los ancianos han invadido la acera. Ése es el motivo de mi primera frase. Creo que voy a arriesgarme y bajaré a comprar comida. Hace un frío que pela. ¡La ciudad está bellísima, toda nevada! Echo de menos tus cartas. ¿Cuándo vendrás? Quizás esta vez puedas quedarte dos o tres días. El año se anuncia más bien bueno y lleno de promesas.
Los jefes están contentos con mi trabajo. No me reconocerías: salgo casi todas las noches cuando no trabajo hasta la madrugada, lo cual sucede a menudo. Me suena raro hablarte de mi trabajo, como si de golpe hubiésemos ingresado en el mundo de los adultos sin siquiera darnos cuenta de ello. Un día hablaremos de nuestros hijos y de repente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en adultos. Cuando digo «nuestros hijos» es tan sólo una expresión, no me refiero a los tuyos o los míos; es sólo una imagen, también podría haber escrito «nuestros nietos». Pero tú inmediatamente habrías pensado que no llegarás a vieja y a abuela. ¡Tú y tus certidumbres pesimistas! Sea como fuere, aquí el tiempo corre a una velocidad vertiginosa y ya veo la primavera que anunciará, con mucho optimismo esta vez, que no está lejos tu llegada. Te lo prometo, este año no habrá polémica. No haré más que escuchar lo que tengas que decirme y compartiremos de verdad ese momento precioso que espero siempre como una Navidad en pleno verano. A la espera de ese momento, te envío una lluvia de besos.
Philip
El día de San Valentín Philip llevó a Mary a la estación de autobuses. Tomaron el autobús 33, que hacía el trayecto entre Manhattan y Montclair en una hora. Se bajaron en el cruce de Grove Street y Alexander Avenue y atravesaron la ciudad a pie; él le iba descubriendo los lugares de su adolescencia. Cuando pasaron delante de su antigua casa ella le preguntó si echaba de menos a sus padres, que ahora vivían en California. Philip no respondió. Sobre la fachada vecina, advirtió que en la ventana que en otros tiempos fuera la de Susan había una luz encendida.
Quizás ahora otra muchacha estaría revisando sus apuntes escolares.
– ¿Era su casa? -pregunto Mary.
– Sí, ¿cómo lo has adivinado?
– Bastaba con seguir tu mirada. Estabas muy lejos de aquí.
– Sucedió hace mucho tiempo.
– Tal vez no tanto, Philip.
– Estamos en el presente…
– Vuestro pasado es tan denso que a veces me resulta difícil concebir un futuro para nosotros dos. No sueño con un amor perfecto, pero no me gustaría vivir en el condicional, y menos aún en el imperfecto.
Para poner fin a la conversación, él le preguntó si le gustaría vivir allí un día. Ella le respondió con una gran risotada, añadiendo que a cambio de dos niños como mínimo aceptaría vivir en cualquier parte. Desde lo alto de las colinas, replicó Philip, se veía Manhattan, que sólo estaba a media hora en coche. Para Mary ver la ciudad y vivir en ella eran dos cosas muy diferentes. No había estudiado periodismo para instalarse en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, por muy cerca que estuviese de la Gran Manzana. De todos modos, ninguno de los dos había llegado a la edad de la jubilación.
– Pero aquí, por el mismo alquiler, uno puede vivir en una casa con jardín. Se respira aire puro y se puede trabajar en Nueva York. Se tienen todas las ventajas.
– ¿De qué me hablas exactamente, Philip? ¿Ahora haces proyectos, tú, el que sólo piensa en el día de hoy?
– Deja de burlarte de mí.
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