Marc Levy - La Mirada De Una Mujer

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La Mirada De Una Mujer: краткое содержание, описание и аннотация

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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relación es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una drástica decisión: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se reúne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos años después.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relación se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el día del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos años atrás, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volverá el año siguiente, pero tampoco será para quedarse. Y así, año tras año…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiará para siempre el curso de los acontecimientos.

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– Si toda la gente a la que tú has salvado tuviese que darte las gracias, desde hace varios meses no se oiría otra palabra en el valle.

– Creo que la lluvia está parando.

– Entonces habrá que rogar a Dios para que la cosa siga así.

– Vale más que lo hagas tú, creo que tengo algunas cuentas pendientes con él.

– Aún queda mucha noche por delante. Descansa.

Las horas silenciosas pasaron lentamente, animadas tan sólo por los caprichos de la tormenta, que todavía se negaba a retirarse. Hacia las cuatro de la mañana Juan se adormeció, soltó a su presa y Susan resbaló y dio un grito. Sobresaltado, el muchacho la apretó entre sus brazos y la izó de nuevo hacia él.

– ¡Perdóname, me he quedado dormido!

– Juan, tienes que guardar tus fuerzas para ti. No puedes ocuparte de los dos. Si me dejas, podrás salvarte.

– ¡Si es para decir tonterías, más vale que te calles!

– Estás verdaderamente obsesionado con eso de que cierre el pico.

Ella se contuvo algunos minutos y luego rompió el silencio impuesto por Juan para hablarle del miedo que había pasado. Él también pensó que su último momento había llegado. De nuevo se hizo el silencio, y ella le preguntó en qué pensaba. El muchacho había rezado a sus padres. Ella se calló. Se produjo otro instante de calma, en el que ella se puso a reír nerviosamente.

– ¿De qué te ríes?

– ¡Philip debe de estar delante de la tele!

– ¿Piensas en él?

– Olvida lo que te acabo de decir. ¿Qué te parece si pasamos de él y lo enterramos?

– ¿Es importante para ti?

– No lo sé -dudó unos instantes-, puede ser -reflexionó de nuevo-. No, definitivamente no lo creo. A falta de una buena boda, creo que me gustaría contar con un bonito entierro.

Aún tenían que subir unos cuantos metros. A pesar de que el diluvio había cesado, la tierra que los sostenía podía deshacerse en cualquier momento y arrastrarlos hacia el barranco. Él le suplicó que hiciese un último esfuerzo, y comenzó una peligrosa ascensión. Ella tuvo que gritar para que se detuviese, pues tenía la pierna atrapada. Juan, al mismo tiempo que la sostenía, se colocó a su lado y le liberó con cuidado el pie, que se había enganchado en algo que la penumbra no le dejaba identificar. Al término de una escalada agotadora llegaron a un saliente situado en la parte superior de la carretera. Lo atravesaron y ambos se pegaron contra la pared. La tormenta, imprevisible y majestuosa, cambió un poco más tarde de rumbo y se fue a morir a las alturas de monte Ignacio, que se hallaba a cien kilómetros de allí. El cortejo de lluvias torrenciales le seguía.

– Lo siento -dijo Juan.

– ¿Por qué?

– Porque te voy a privar de tu bonito entierro. ¡Nos hemos salvado!

– ¡Oh!, no es grave, no te inquietes. Tengo dos o tres amigas que cuando tengan treinta años aún no estarán casadas. De modo que nadie me considerará una solterona. Aún puedo esperar unos años a que me hagan los funerales.

Juan no apreciaba particularmente el humor de Susan y se incorporó para poner fin a la conversación. El día aún no había comenzado y habría que esperar para continuar la ascensión y alcanzar la carretera que conducía al pueblo.

En la oscuridad cada paso era muy peligroso. Ambos estaban empapados y ella se puso a tiritar, no sólo de frío, sino porque el hecho de haber escapado a la propia muerte le producía temblores legítimos. Él la friccionó con energía.

Sus miradas se cruzaron. Los dientes de Susan castañeteaban y su voz temblaba. Juan se acercó, pero ella apartó su rostro.

– Juan, eres un buen muchacho, pero eres un poco joven para tocarme las tetas.Tal vez tú no lo consideres así, lo puedo comprender. Pero desde mi punto de vista, aún tendrás que esperar unos cuantos años.

Él no soportó el tono del comentario. Ella se dio cuenta enseguida por la manera en que sus ojos se fruncieron. Si no hubiese conocido la legendaria serenidad de su compañero de ruta, habría tenido miedo de que le diese una bofetada. Juan no hizo nada y se limitó a alejarse de ella. Su silueta desapareció súbitamente y ella lo llamó en aquella noche que tocaba su fin.

– ¡Juan, no he querido ofenderte!

Algunos grillos, para secar sus cuerpos, habían reanudado su chirrido monótono.

El amanecer no tardaría en llegar. Susan se apoyó contra el tronco de un árbol, a la espera de la luz del día.

Estaba medio dormida. Cuando el hombre la sacudió por el hombro, en un primer momento creyó que era Juan. Sin embargo, el campesino que estaba agachado delante de ella no se parecía en nada al muchacho. El hombre sonrió. Su piel estaba surcada de arrugas; las lluvias habían marcado su vida. Atónita, Susan contempló el paisaje desolado. Hacia abajo pudo identificar, emergiendo de tierra, el tocón que la había sostenido y, un poco más allá, el borde del terraplén en el que se habían refugiado. En el fondo del precipicio descansaba semihundido el radiador del Dodge.

– ¿Ha visto a Juan? -preguntó con una voz débil.

– Todavía no hemos encontrado al muchacho, pero sólo somos dos los que hemos salido a buscarles.

Habían oído el camión. Rolando estaba seguro de haber visto cómo los faros se precipitaban en el barranco, pero la locura de la tormenta había impedido cualquier tentativa de ayuda. No había podido convencer a nadie para que le acompañase. En cuanto despejó, envió a dos campesinos a buscarlos con el carro que arrastraba el asno del pueblo, convencido de que en el mejor de los casos los traerían heridos. El más viejo le dijo a Doña Blanca que si había sobrevivido a semejante tempestad era porque contaba con la protección del ángel de la guarda.

– ¡Hay que buscar a Juan!

– ¡No hay nada que buscar, basta con abrir los ojos! La montaña está completamente pelada, no hay un alma con vida hasta el valle. Mire a la derecha, es la carrocería de su camión lo que sobresale del suelo. Si no ha subido por sus propios medios al pueblo, seguramente estará sepultado bajo el barro en alguna parte. Haremos una cruz y la colocaremos allí donde se salieron de la carretera.

– Es la carretera la que se salió, no nosotros. El más joven de los hombres hizo restallar una correa de cuero y el animal se puso en marcha. Mientras el asno trazaba dificultosamente las curvas del camino, Susan se inquietaba por la suerte que hubiera corrido su protegido, convertido, pensaba ella, en su protector.

Llegaron a la entrada de la aldea una hora más tarde. Susan saltó del carro y gritó el nombre de Juan. No obtuvo ninguna respuesta. Fue entonces cuando advirtió el extraño silencio que reinaba en la única calle del poblado.

No había nadie recostado en las fachadas de las casas fumando un cigarrillo. Tampoco ninguna mujer recorría el camino que llevaba a la fuente. Al instante pensó en los incidentes que a veces degeneraban en combates armados entre los habitantes de la montaña y los guerrilleros que huían de El Salvador. Sin embargo la frontera estaba lejos y todavía no se había informado de incursiones en aquella región del país. El pánico empezaba a apoderarse de ella. Gritó una vez más el nombre de su amigo, pero la única respuesta fue el eco de su propia voz.

Juan apareció bajo el porche de la última casa, en lo alto de la calle. Su rostro estaba manchado de barro seco y sus rasgos cansados traslucían tristeza. Se acercó a ella a paso lento. Susan estaba furiosa.

– Fue estúpido que me dejaras sola. He estado angustiada por ti. No lo vuelvas a hacer. ¡Que yo sepa, no tienes diez años!

Él la cogió por el brazo y la condujo por al camino.

– Sigúeme y calla.

Negándose a avanzar, ella lo miró con fijeza a los ojos.

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