– ¡No está mal! ¿Puedo al menos ir contigo a Wash- ngton?
– En el sitio al que voy no te dejarían entrar. No me da- rán ni la vigésima parte de lo que necesitamos.
– Ya empleas el «nosotros» cuando hablas de allí.
– No me había dado cuenta.
– ¿Cuándo volverás?
– No tengo la menor idea. Probablemente dentro de un año.
– ¿Te quedarás la próxima vez?
– Philip, no hagas un drama. Si uno de nosotros hubiese ido a una universidad del otro extremo del país, sería lo mismo, ¿no?
– No. Las vacaciones no durarían sólo dos horas. Bien, estoy hundido, estoy triste y no logro ocultártelo. Susan, ¿vas a encontrar todas las excusas imaginables del mundo para que jamás llegue el momento?
– ¿Para que no llegue el momento de qué?
– De arriesgarte a perderte a ti misma uniéndote a otra persona. ¡Deja ya de mirar el reloj!
– Hay que cambiar de tema, Philip.
– Te vas a detener, ¿cuándo?
Ella retiró su mano, sus ojos se fruncieron.
– ¿Y tú? -retomó ella.
– ¿Qué quieres que yo detenga?
– Tu gran carrera, tus dibujos mediocres, tu pequeña vida.
– ¡Eres muy dura!
– No, simplemente soy más directa que tú. Es una mera cuestión de vocabulario.
– Me haces falta, Susan, eso es todo. Tengo la debilidad de decírtelo. No tienes idea de cómo me enfado a veces.
– Quizá soy yo la que debería salir de la cafetería y volver a entrar. Lo siento de verdad, te juro que no pensaba lo que decía.
– Pero lo pensabas, quizá de otra manera. Eso viene a ser lo mismo.
– No quiero dejarlo, no ahora, Philip. Lo que yo vivo es duro, a veces muy duro, pero tengo la impresión de que ahora sirvo para algo.
– Es eso lo que me hace sentir celoso. Es eso lo que encuentro tan absurdo.
– ¿Celoso de qué?
– De que yo no logro provocar en ti ese mismo sentimiento. De decirme que sólo la miseria te atrae, la de los demás. Como si todo ello te ayudase a huir de tu propia desolación en lugar de enfrentarte a ella.
– ¡Me estás incomodando, Philip!
De repente, él levantó el tono. Ella se sorprendió y, cosa rara, no fue capaz de interrumpirle a pesar de que lo que le decía le disgustaba profundamente. Él rechazaba su discurso humanitario. En su opinión, Susan se ocultaba en una vida que ya no era la suya desde aquel triste verano de sus catorce años. Intentaba salvar la vida de sus padres a través de las vidas de la gente a la que socorría, porque se sentía culpable de no haber tenido aquel día una gripe de campeonato que habría impedido que sus padres la dejasen sola en casa.
– No intentes cortarme -prosiguió él con voz autoritaria-. Conozco todos tus estados de ánimo y cada una de tus exhibiciones, y puedo descifrar cada una de tus expresiones. La verdad es que tienes miedo a vivir. Y es para superar ese miedo por lo que te has marchado a ayudar a los demás. Pero no te enfrentas con nada, Susan. No es tu vida la que defiendes, sino la de ellos. ¡Qué extraño destino hacer caso omiso de los que te aman y entregar tu amor a gentes a las que jamás conocerás! ¡Sé que eso te hace sentirte bien, pero esa no es la solución!
– A veces me olvido de que me amas tanto, y me siento culpable de no saber amarte de la misma manera.
Las agujas del reloj avanzaban a una velocidad anormal, Philip se resignó, tenía tantas cosas que decirle… Se las escribiría. Había estado esperándola dos años y ahora sólo disponían de unos breves momentos. Susan acusaba un cierto cansancio. Encontraba que el rostro de Philip había cambiado, parecía más hombre, más «tío». Él tomó esta reflexión como un cumplido. Por su parte, él la encontraba aún más hermosa. Ambos sabían que este corto instante no sería suficiente. Cuando la voz metálica del altavoz anuncio el embarque de su vuelo, él prefirió quedarse sentado a la mesa. Ella lo observó.
– Sólo te acompañaré hasta la puerta cuando te quedes más de cuatro horas. Ya lo sabes para la próxima vez. -Se esforzó en dibujar una sonrisa.
– ¡Tus labios, Philip! ¡Parecen los de Charlie Brown!
– Me encanta. ¡Es mi cómic preferido!
– Me hago la mala, pero tú sabes que…
Ella se había levantado. Él le cogió la mano y la apretó entre las suyas.
– ¡Lo sé! ¡Cuídate!
Besó la palma de su mano y ella se inclinó para darle un beso en la comisura de los labios. Al retroceder, ella le acarició la mejilla.
– Veo que has envejecido, ¡picas!
– Al cabo de diez horas de haberme afeitado, siempre pico. ¡Vete ya, que vas a perder el avión!
Ella giró sobre sus talones y apretó el paso. Cuando estuvo casi al final del pasillo, él le gritó que se cuidase. Susan no se volvió, levantó el brazo en el aire y sacudió la mano. La puerta de madera oscura se volvió a cerrar lentamente, engullendo su silueta. Philip permaneció sentado a la mesa durante una hora, hasta mucho después de que el avión de Susan hubiese desaparecido en el cielo. Cogió un autobús para regresar a Manhattan. Ya era de noche y prefirió caminar por las calles del Soho.
Al llegar ante el escaparate de Fanelli's dudó entre si entrar o no. Los grandes globos que colgaban del techo difundían una luz amarilla sobre los muros recubiertos de una pátina. Las imágenes de Joe Frazier, Luis Rodríguez, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano y Muhammad Alí, en marcos de madera, dominaban la sala, donde había hombres que reían y engullían hamburguesas, y mujeres que picaban patatas fritas con la punta de los dedos. Se arrepintió de haber entrado, no tenía hambre, y se dirigió a su casa.
En Washington, Susan entraba en la habitación del hotel. En ese mismo momento, en la suya, Philip contemplaba la cama. Rozó con la mano la almohada de la derecha y regresó a la desierta sala de estar. No quitó la mesa, que miró largo rato en silencio. Después se echó a dormir en el sofá. A la mañana siguiente entregaría el paquete.
10 de octubre de 1976
Susan:
Debería haberte escrito mucho antes, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas. Además, tengo la impresión de que he consumido la cuota de tonterías que puedo decirte este año. Así que he preferido esperar. Eso es todo. ¿El huracán que ha asolado México os ha afectado? La prensa dice que ha habido cerca de dos mil quinientos muertos y catorce mil heridos. México no está tan lejos de Honduras, y cualquier mala noticia de los países que están por allí me asusta. En verdad quisiera que olvidases la discusión que tuvimos. No tenía ningún derecho a decirte lo que te dije. No quería juzgarte, lo siento mucho. Sé que a veces te provoco. Es mi testarudez. Soy imbécil y pierdo el control. ¡Como si mis palabras pudiesen hacer que volvieses! ¡Como si lo que yo pensase o sintiese pudiese cambiar el curso de tu vida! Pero parece que algunas grandes historias de amor comienzan por un desencuentro. Escríbeme pronto. Dame noticias tuyas.
Cariños.
Philip
11 de noviembre
Philip:
He recibido tu carta, y… sí tenías derecho. Estabas equivocado, pero aun así tenías derecho. Sin embargo, aunque no fuese tu intención, tus palabras adquirieron la forma de un juicio. No las he olvidado. Al contrario, he reflexionado a menudo sobre ellas. De otro modo ¿de qué habría servido pronunciarlas? Lisa, el nombre del huracán que te inquietaba, no nos ha tocado. Las cosas ya son bastante difíciles sin necesidad de huracanes. Si hubiese llegado aquí, creo que ya habría abandonado. Sabes, este país es tan especial. La sangre de los muertos ya se ha secado. Sobre estos coágulos de miseria, los supervivientes han reconstruido sus casas, rehecho lo que quedaba de sus familias y de sus vidas. Vine aquí convencida de todas mis certezas, que me hacían creer que yo era la más inteligente, la más educada, la más segura en todo. Cada día que paso junto a ellos los veo más fuertes que yo, y a mí más débil que ellos.
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