– ¡Deja ya de decir que me calle!
– Te lo ruego, no hagas ruido. No tenemos tiempo que perder.
Él la condujo hacia la casa de la que había salido, y ambos penetraron en la única estancia de la construcción. Telas de color tapaban las ventanas para impedir que el sol entrase. Hicieron falta unos segundos para que los ojos de Susan se acostumbrasen a la penumbra. Reconoció entonces la espalda de Rolando Álvarez. El hombre estaba de rodillas, se levantó y se dio la vuelta hacia ella, con los ojos enrojecidos.
– Es un milagro que haya usted venido, Doña Blanca. No ha dejado de pronunciar su nombre.
– ¿Qué está pasando? ¿Por qué está desierto el pueblo?
El hombre la empujó hacia el fondo de la sala y apartó una cortina que ocultaba una cama pegada a la pared.
Susan descubrió a la niña por la que había emprendido el imprudente viaje. La pequeña estaba sobre la cama, inconsciente. Su cara pálida y empapada de sudor revelaba el origen de la fiebre que la consumía. Susan levantó bruscamente la sábana: el resto de pierna que le quedaba estaba amoratado, tumefacto a causa de la gangrena. Levantó la camisa de la niña y constató que había llegado a la ingle. La infección se había extendido por todo el cuerpo. A sus espaldas, la voz temblorosa de Rolando explicó que a causa de la tempestad que descargaba desde hacía tres días no había podido bajar a la niña. Tras rezar para que apareciese un camión, al llegar la noche creyó que su ruego había sido escuchado. Luego había visto cómo los faros iluminaban el abismo. Había que dar las gracias a Dios de que la Doña se hubiese salvado. Sin embargo, para su hija era demasiado tarde. Lo presentía desde hacía dos días. La niña ya no tenía fuerzas. Las mujeres del pueblo se habían turnado a la cabecera de la cama, pero desde la víspera la pequeña no había vuelto a abrir los ojos y ya no podía alimentarse. Él quería salvarla una vez más. Habría dado su propia pierna por ella, si hubiese sido posible. Susan se agachó junto al pequeño cuerpo inerte, cogió el trapo que había en una palangana de agua, lo escurrió y lo pasó suavemente por la frente perlada de sudor. Luego le dio un beso en los labios y le susurró al oído:
– Soy yo, he venido para curarte, todo irá bien ahora. Yo estaba abajo, en el valle, y tenía ganas de verte, y aquí estoy. Cuando estés mejor te contaré todo lo que nos ha pasado al venir aquí. -Se recostó junto a la niña, pasó los dedos por sus largos cabellos negros para desenredarlos y besó la mejilla ardiente-. Quería decirte que te quiero y que me haces falta. Mucho. Allá abajo pensaba en ti todo el tiempo. Me hubiera gustado venir antes, pero no pude a causa de la lluvia. Juan está aquí, también él tenía ganas de verte. He venido a buscarte para que pases unos días conmigo en el valle. Tengo muchas cosas que enseñarte. Te llevaré a la playa y aprenderás a nadar y saltaremos juntas las olas. Nunca las has visto. ¡Es tan bonito! Cuando el sol está sobre el agua, el océano es como un espejo. Y luego iremos a la selva que se extiende a los lejos. Allí hay animales maravillosos.
La apretó contra su pecho y fue así como sintió los últimos latidos del corazón de la niña, que se extinguían contra el suyo. Tomó la pesada cabeza de la pequeña, la colocó junto a su seno y se puso a tararear. La estuvo meciendo hasta que oscureció. Al llegar la noche, Juan se acercó y se arrodilló a su lado.
– Ahora hay que dejarla y recubrir su rostro para que pueda subir al cielo.
Susan ya no hablaba. Con los ojos vacíos, miraba con fijeza el techo. Juan tuvo que levantarla y sostenerla por los hombros. La llevó afuera. Al llegar a la puerta, ella se dio la vuelta: una mujer ya había tapado el cuerpo de la niña. Susan se dejó resbalar contra la pared. Juan se sentó a su lado, encendió un cigarrillo y lo colocó en los labios de Susan, que empezó a toser al dar la primera bocanada. Permanecieron así, mirando las estrellas del cielo.
– ¿Crees que ya estará arriba?
– Sí.
– Debería haber venido antes.
– ¿Crees que habría servido de algo? No comprendes la voluntad de Dios. En dos ocasiones él la llamó a su lado y por dos veces el ser humano desafió su voluntad: Alvarez la sacó del torrente de lodo y después tú la llevaste para que la operasen. Pero su mano siempre es más fuerte. Él la quería a su lado.
Grandes lágrimas corrían por las mejillas de Susan. La cólera y el dolor le oprimían el estómago. Rolando Alvarez salió de la casa, se dirigió hacia ellos y se sentó junto a Susan. Ella ocultó su rostro entre las rodillas y dio rienda suelta a su ira:
– ¿En qué iglesia habrá que rezar para que termine el sufrimiento de los niños? ¿Acaso no son ellos los únicos inocentes en este planeta de locos?
Álvarez se incorporó de un salto y miró de arriba abajo a aquella mujer. Con una voz feroz y despiadada le dijo que Dios no podía estar en todas partes, que no podía salvar a todo el mundo. A Susan le parecía que desde hacía tiempo ese Dios había dejado de preocuparse de Honduras.
– Levántese y deje de apiadarse de sí misma -añadió el hombre-. Hay centenares de cuerpos de niños enterrados en estos valles. No era más que una huérfana que había perdido la pierna. Está mejor con sus padres que aquí. Esta pena no es la suya y nuestras tierras están demasiado inundadas como para que usted añada sus lágrimas. ¡Si no puede soportarlo, vuélvase a su país!
El hombre, de estatura imponente, se dio media vuelta y desapareció en una esquina de la calle. Juan dejó a Susan con su silencio. Tomó el mismo camino que Álvarez y encontró al hombre junto a una pared de tierra. Estaba llorando.
Fue una primavera de luto, que transcurrió al ritmo de las cartas que se cruzaban en alguna parte del cielo de Centroamérica.
En marzo, Philip participó a Susan su inquietud. Los diarios neoyorquinos relataban en sus columnas las causas y las consecuencias del estado de sitio instaurado en Nicaragua, una frontera que para su gusto se encontraba demasiado cerca de ella. Susan le respondió que el valle de Sula estaba lejos de todo. Cada carta de Philip terminaba con una frase o una palabra que evocaba su ausencia y el dolor que la misma le causaba. Cada respuesta de Susan eludía el tema. Philip trabajaba para una agencia de publicidad que tenía su sede en Madison Avenue.
Cada mañana, tras cruzar el Soho a pie subía al autobús para, media hora más tarde, sentarse en su oficina. Todo su equipo se hallaba en un estado febril puesto que concursaba para hacerse con la campaña de prensa de Ralph Lauren. Si ganaban, la carrera de Philip arrancaría al instante. Era su primer ensayo en calidad de creativo y ya soñaba, sentado a su mesa de trabajo, con el día en que dirigiría el departamento. Como de costumbre, estaba agobiado por el trabajo y debía entregar sus dibujos casi antes de que hubiesen sido encargados.
Después de haber huido de su casa al alba del primer día del año, Mary le había llamado. Desde entonces se encontraban dos veces por semana en la esquina de Prince y Mercer Street para luego ir a cenar a Fanelli's, donde el menú era asequible. Con el pretexto de contarle un buen tema para un artículo, él a menudo le hablaba de Susan, exagerando las historias que ésta le relataba en sus cartas. La velada continuaba en la atmósfera ruidosa y llena de humo del lugar. Cuando en medio de una frase él veía que los párpados de ella comenzaban a cerrarse, pedía la cuenta y la acompañaba a pie hasta su casa.
Desde finales del mes de marzo, cuando llegaba el momento de despedirse ambos se sentían molestos. Sus caras se acercaban, pero en el instante confuso de la promesa de un beso Mary retrocedía sutilmente para desaparecer al instante, protegida por la entrada lúgubre de su edificio. Entonces Philip hundía sus manos en los bolsillos de su abrigo y regresaba a casa, interrogándose sobre la relación que se estaba creando entre la periodista becada y el creativo publicitario.
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