Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A pesar de aquellas tragedias personales, o acaso debido en parte a tan férreo control, la China de 1956 mostraba mayor estabilidad que en ningún otro momento de este siglo. La ocupación extranjera, la guerra civil, las muertes en masa a causa de la inanición, los bandidos, la inflación… todo parecía cosa del pasado. La estabilidad -el sueño de todos los chinos- alimentaba la fe de la gente como mi padre y les ayudaba a soportar sus sufrimientos.

Mi abuela regresó a Chengdu en el verano de 1956. Lo primero que hizo al llegar fue correr a los diferentes jardines de infancia y llevarnos a todos de vuelta a casa de mi madre. Mi abuela poseía una arraigada aversión hacia los jardines de infancia. Solía decir que los niños no podían ser cuidados adecuadamente si estaban en grupo. Mi hermana y yo no estábamos demasiado mal, pero tan pronto como la vimos rompimos a gritar y le pedimos que nos llevara a casa. Con los dos niños, la cosa no fue tan fácil: la maestra de Jin-ming se quejó de que el niño se mostraba terriblemente retraído y se negaba a permitir que ningún adulto le tocara. Tan sólo preguntaba, suave pero obstinadamente, por su antigua nodriza. Mi abuela estalló en lágrimas cuando vio a Xiao-hei. Parecía un muñeco de madera, y su rostro aparecía curvado en una sonrisa estúpida. Allí donde le situaran, ya fuera sentado o de pie, se limitaba a permanecer inmóvil en el sitio. No sabía pedir sus necesidades, y ni siquiera parecía capaz de llorar. Mi abuela lo tomó en sus brazos e inmediatamente hizo de él su favorito.

Ya de regreso en casa de mi madre, mi abuela dio rienda suelta a su cólera y perplejidad. Entre lágrimas, llamó a mi padre y a mi madre «progenitores sin corazón». Ignoraba que mi madre no había tenido elección.

Debido a que mi abuela no podía cuidar de los cuatro a la vez, las dos mayores -mi hermana y yo- tuvimos que volver al jardín de infancia durante la semana. Todos los lunes por la mañana, mi padre y su guardaespaldas nos cargaban sobre sus hombros y se nos llevaban entre aullidos, patadas y tirones de pelo.

La situación se mantuvo así durante algún tiempo. Luego, inconscientemente, fui desarrollando mis propias formas de protesta. Comencé a ponerme enferma en el jardín de infancia y a sufrir fiebres tan elevadas que los médicos se alarmaban. Tan pronto como regresaba a casa, mis males desaparecían milagrosamente. Por fin, se nos permitió a ambas quedarnos en casa.

Para mi abuela, una profunda amante de la naturaleza, las nubes y la lluvia eran seres vivos dotados de corazón y lágrimas y sentido de la moralidad. Estaríamos a salvo si seguíamos la antigua regla china para los niños, ting-hua, («prestar atención a las palabras», ser obedientes). En caso contrario, nos ocurrirían toda clase de cosas. Cuando comíamos naranjas, mi abuela nos prevenía de que no nos tragáramos las pepitas. «Si no me hacéis caso, un día no podréis entrar en la casa. Cada pepita es un naranjo chiquitín que, al igual que vosotras, quiere crecer. Se desarrollará silenciosamente dentro de vuestra barriga, creciendo más y más hasta que un día, ¡Ai- ya! ¡Os saldrá por la cabeza! Le crecerán hojas, tendrá más naranjas y sobrepasará la altura de la puerta…»

La idea de llevar un naranjo en la cabeza me fascinaba tanto que un día me tragué una pepita deliberadamente… una, tan sólo. Tampoco quería llevar un huerto en la cabeza: pesaría demasiado. Me pasé el resto del día palpándome el cráneo cada pocos minutos para comprobar si aún lo tenía de una pieza. Varias veces estuve a punto de preguntarle a mi abuela si se me permitiría comerme personalmente las naranjas que me crecieran en la cabeza, pero decidí no hacerlo para que no supiera que había sido desobediente. Decidí que cuando viera el árbol fingiría que había debido de ser un accidente. Aquella noche dormí muy mal. Sentía como si algo me apretara el cráneo por dentro.

Por lo general, sin embargo, las historias de mi abuela me proporcionaban sueños felices. Conocía docenas de ellas, procedentes de la ópera china clásica. También teníamos montones de libros de animales y pájaros y mitos y cuentos de hadas. Ni siquiera nos faltaban libros de cuentos extranjeros, entre ellos los de Hans Christian Andersen y las fábulas de Esopo. Caperucita roja, Blancanieves y los siete enanitos y Cenicienta se contaron entre mis compañeros favoritos de niñez.

Además de los cuentos, me encantaban los poemas infantiles, los cuales constituyeron mi primer encuentro con la poesía. Dado que la lengua china se basa en tonos, su poesía posee una calidad especial. Solía quedarme fascinada cada vez que mi abuela cantaba los poemas clásicos, cuyo significado yo entonces no entendía. Las leía al estilo tradicional, entonando un soniquete de acentos alargados que ascendían y descendían cadenciosamente. Un día, mi madre la oyó mientras nos recitaba algunos poemas escritos en torno al año 500 a.C. Pensó que eranr demasiado difíciles para nosotras e intentó detenerla, pero mi abuela insistió, diciendo que no teníamos que comprender su significado, y que bastaba con que captáramos el sentido de musicalidad de los sonidos. A menudo decía que sentía haber perdido su cítara cuando abandonó Yixian veinte años antes.

A mis dos hermanos no les interesaba tanto que les leyeran, ni tampoco que les relataran historias nocturnas. A mi hermana, sin embargo, con quien yo compartía el dormitorio, le gustaban tanto como a mí. Tenía, además, una memoria extraordinaria. Había logrado ya impresionar a todo el mundo recitando sin una sola equivocación la larga balada de Pushkin titulada El pescador y los peces de colores cuando tan sólo contaba tres años de edad.

Mi vida familiar era tranquila y afectuosa. Independientemente del resentimiento que mi madre pudiera sentir entonces hacia mi padre, rara vez se peleaban, al menos no en presencia de los niños. Ahora que habíamos crecido, mi padre rara vez demostraba su cariño hacia nosotras a través del contacto físico. No era habitual que un padre alzara en brazos a sus hijos, ni que les demostrara su afecto por medio de besos y abrazos. A menudo permitía que los niños cabalgaran sobre él, y a veces les daba cariñosos golpecitos en los hombros o les acariciaba el cabello, cosa que rara vez hacía con nosotras. Cuando ambas superamos los tres años, se limitó a alzarnos cuidadosamente por las axilas, fiel a la tradición china, según la cual los hombres debían evitar cualquier intimidad con las hijas. Ni siquiera entraba en nuestro dormitorio sin que antes le hubiéramos dado permiso.

Mi madre no tenía con nosotros tanto contacto físico como hubiera deseado. El motivo era que a ella le afectaban otras normas, relacionadas en su caso con el puritanismo del estilo de vida comunista. A comienzos de los cincuenta se suponía que un comunista debía entregarse tan profundamente a la revolución y al pueblo que cualquier demostración de afecto hacia sus hijos era mal vista, ya que indicaba la presencia de lealtades divididas. Cada hora que no se pasara comiendo o durmiendo pertenecía a la revolución, y debía emplearse para trabajar. Cualquier actividad que no tuviera que ver con la revolución, tal como llevar a tus hijos en brazos, debía ser despachada con la mayor celeridad posible.

Al principio, a mi madre le costó trabajo acostumbrarse a eso. «Anteponer la familia» era una crítica de la que constantemente le hacían objeto sus colegas del Partido. Por fin, terminó por adquirir la costumbre de trabajar sin descanso. Para cuando llegaba a casa por las noches, hacía ya rato que estábamos durmiendo. En tales ocasiones, solía sentarse junto a nuestra cama observando nuestros rostros dormidos y escuchando nuestra apacible respiración. Aquéllos eran sus momentos más felices del día.

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