Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Nadie sabía que el que llamaba no era mi padre, sino otro funcionario de alto rango que había abandonado el Kuomintang para pasarse a los comunistas durante la guerra contra Japón. Como antiguo oficial del Kuomintang, había sido considerado sospechoso y encarcelado en 1947, aunque terminó por ser rehabilitado. Solía citar su propia experiencia para dar ánimos a mi madre y, de hecho, entre ambos se estableció una amistad que duraría toda la vida. Mi padre no telefoneó ni una sola vez a lo largo de aquellos seis meses. Después de tantos años de militancia, sabía que el Partido prefería que las personas investigadas no mantuvieran contacto alguno con el mundo exterior, ni siquiera con sus cónyuges. Tal y como él lo veía, reconfortar a mi madre hubiera implicado la existencia por su parte de cierto grado de desconfianza hacia el Partido. Mi madre nunca pudo perdonarle que la hubiera abandonado en un momento en que necesitaba cariño y apoyo más que ninguna otra cosa. Una vez más, le había demostrado que siempre antepondría el Partido a ella.

Una mañana de enero, mientras contemplaba los ateridos macizos de hierba azotados por la mustia lluvia bajo los jazmines del emparrado, con sus masas de verdes brotes entrelazados, fue llamada a ver al señor Kuang, el jefe del equipo de investigación. Éste le dijo que se le permitía regresar a su trabajo… que podía salir. No obstante, tendría que presentarse allí todas las noches. El Partido no había llegado aún a una conclusión final acerca de ella.

Mi madre se dio cuenta de que lo que ocurría era que la investigación se había atascado. La mayor parte de las acusaciones no podían probarse ni desmentirse, y aunque ello no le resultaba del todo satisfactorio, intentó olvidarlo ante la excitación que le producía pensar que iba a ver a sus hijos por primera vez después de seis meses.

Nosotros, recluidos en nuestros respectivos jardines de infancia, apenas habíamos visto tampoco a nuestro padre. Siempre estaba de viaje por el campo. En las raras ocasiones en que regresaba a Chengdu, solía enviar a su guardaespaldas para que nos recogiera a mi hermana y a mí y nos llevara a pasar el sábado en casa. Nunca envió a recoger a los dos niños porque eran demasiado pequeños y no se consideraba capaz de ocuparse de ellos. Su hogar era su oficina. Cuando íbamos a verle siempre tenía que acudir a alguna reunión, y entonces su guardaespaldas nos encerraba en su despacho, lugar en el que nada podíamos hacer aparte de concursos de pompas de jabón. En cierta ocasión, me sentía tan aburrida que me dediqué a beber agua jabonosa. Pasé varios días enferma.

Cuando mi madre obtuvo permiso para salir, lo primero que hizo fue saltar a lomos de su bicicleta y salir disparada hacia los distintos jardines de infancia. Estaba especialmente inquieta por Jin-ming, que entonces contaba dos años de edad y a quien apenas había tenido tiempo de conocer a fondo. Sin embargo, descubrió que los neumáticos de su bicicleta se habían deshinchado tras seis meses de inactividad por lo que, apenas había traspasado el umbral, se vio obligada a detenerse para hincharlos. Nunca se había sentido tan impaciente en toda su vida como cuando paseaba de un lado a otro esperando a que el hombre repusiera el aire de sus neumáticos a un ritmo que se le antojó insoportablemente lento.

Acudió a ver a Jin-ming en primer lugar. Cuando llegó, la maestra le dirigió una mirada gélida. Jin-ming, dijo, era uno de los pocos niños a los que nadie había ido a buscar los fines de semana. Mi padre apenas había acudido a verle, y nunca le había recogido para llevarle a casa. Alprincipio, Jin-ming había preguntado por «mamá Chen». «Ésa no es usted, ¿verdad?», preguntó. Mi madre confesó que «mamá Chen» había sido su nodriza. Más tarde, Jin-ming comenzó a ocultarse en una esquina de la habitación cada vez que llegaba el momento en que los otros padres venían a recoger a sus hijos. «Usted debe de ser su madrastra», dijo la maestra en tono acusador. Mi madre se sintió incapaz de explicarle la situación.

Cuando trajeron a Jin-ming, éste se alejó hasta un extremo de la habitación y rehusó acercarse a mi madre. Se limitó a quedarse allí, en silencio, negándose a mirar a mi madre con una expresión de rencor en el rostro. Mi madre sacó unos melocotones y, mientras comenzaba a pelarlos, le dijo que viniera a comérselos, pero Jin-ming no se movió. No tuvo más remedio que depositarlos sobre el pañuelo e impulsarlos hacia él por encima de la mesa. El niño esperó a que retirara la mano, y a continuación cogió uno de los melocotones y comenzó a devorarlo. Luego cogió el otro. En pocos segundos, los tres melocotones habían desaparecido. Por primera vez desde que la detuvieran, mi madre dejó correr las lágrimas.

Recuerdo la tarde en que vino a verme. Yo casi había cumplido ya los cuatro años de edad, y estaba en mi cuna de madera, rodeada de barrotes como si fuera una jaula. Bajaron uno de los costados para que mi madre pudiera sentarse y cogerme de la mano mientras me dormía. Yo, sin embargo, quería contarle todas mis aventuras y travesuras. Me preocupaba pensar que si me dormía volvería a desaparecer para siempre. Cada vez que pensaba que ya me había dormido e intentaba retirar la mano, yo la aferraba con más fuerza y comenzaba a llorar. Se quedó hasta casi la medianoche. Cuando se levantó, empecé a gritar, pero ella se marchó de todos modos. Yo entonces ignoraba que su «libertad bajo palabra» tocaba a su fin.

11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la boca»

China, obligada a enmudecer (1956-1958)

Debido a que ahora no teníamos nodrizas y a que mi madre tenía que presentarse todas las tardes por su situación de libertad vigilada nos vimos obligados a continuar en nuestros jardines de infancia. Después de todo, ella no hubiera podido ocuparse de nosotros. Estaba demasiado ocupada en su «carrera hacia el socialismo» -como rezaba una canción propagandística- con el resto de la sociedad china.

Durante su detención, Mao había acelerado su intento por transformar el rostro del país. En julio de 1955 ordenó un aceleramiento de la agricultura colectiva, y en noviembre anunció inesperadamente que la totalidad de la industria y el comercio -hasta entonces en manos privadas- sería nacionalizada.

Mi madre se vio inmersa de lleno en aquel movimiento. En teoría, el Estado había de actuar como copropietario de las empresas junto con sus antiguos dueños, quienes podrían embolsarse el cinco por ciento del valor de sus negocios durante veinte años. Dado que oficialmente no existía inflación, se suponía que con ello recuperaban el valor total de los mismos. Los antiguos dueños debían permanecer en sus puestos en calidad de directores y obtendrían una remuneración relativamente elevada, pero todos estarían sometidos a un jefe del Partido.

Mi madre fue puesta a cargo de un equipo de trabajo encargado de supervisar la nacionalización de más de un centenar de restaurantes y empresas alimentarias y panaderas de su distrito. Aún se hallaba en libertad vigilada; por ello, estaba obligada a presentarse todas las noches y ni siquiera se le permitía dormir en su propia cama. Sin embargo, no por ello dejaron de encomendarle tan importante tarea.

El Partido le había aplicado la estigmatizadora calificación de kong-zhi shi-yong, que significaba «empleada pero aún bajo control y vigilancia». Tal etiqueta no había sido hecha pública, pero ella y las personas encargadas de su caso la conocían. Los miembros de su equipo de trabajo sabían que había permanecido detenida durante seis meses, pero ignoraban que aún se hallara bajo vigilancia.

Cuando la detuvieron, mi madre había escrito a mi abuela pidiéndole que por el momento se quedara en Manchuria. Para ello había inventado una excusa, ya que no quería que su madre supiera que la habían detenido, pues ello la habría angustiado horriblemente.

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