Jung Chang - Cisnes Salvajes
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El expediente de mi madre contenía informes detallados en relación a cada etapa de su vida: de su época de estudiante, cuando trabajaba para la clandestinidad, de su pertenencia a la Federación de Mujeres de Jinzhou y de los trabajos que había desempeñado en Yibin. Dichos informes habían sido redactados en su día por sus jefes. La primera cuestión que salió a relucir fue su excarcelación por el Kuomintang en 1948. ¿Cómo había logrado su familia sacarla de la cárcel teniendo en cuenta la gravedad del delito cometido? ¡Ni siquiera la habían torturado! ¿Acaso su detención no podría haberse tratado simplemente de una farsa destinada a establecer sus credenciales frente a los comunistas con objeto de alcanzar una posición de confianza desde la que pudiera trabajar como agente del Kuomintang?
Luego, estaba su amistad con Hui-ge. Era evidente que sus jefas de la Federación de Mujeres de Jinzhou habían incluido comentarios negativos sobre aquella cuestión. Del mismo modo que Hui-ge había intentado buscarse un seguro de vida por medio de ella -decían-, ¿no era igualmente posible que ella hubiera pretendido hacer lo propio a través de él en caso de que ganara el Kuomintang?
La misma pregunta le fue formulada en relación con sus pretendientes del Kuomintang. ¿Acaso no los había animado a pedir su mano como forma de asegurar su futuro? Y, de nuevo, la misma y grave sospecha: ¿Ninguno de ellos le había pedido que se infiltrara en el Partido Comunista y trabajara para el Kuomintang?
Mi madre se vio en la odiosa situación de tener que probar su inocencia. Todas las personas acerca de las que le preguntaban o bien habían sido ejecutadas o bien se encontraban en Taiwan o quién sabía dónde. En cualquier caso, se había tratado de miembros del Kuomintang, y no cabía fiarse de su palabra. ¿Cómo convencerlos?, pensaba a veces con exasperación mientras volvía sobre el mismo incidente una y otra vez. También le preguntaron acerca de las conexiones de sus tíos con el Kuomintang, así como respecto a su relación con una de sus compañeras, quien, siendo aún una adolescente, se había unido a la Liga Juvenil del Kuomintang en la época anterior a la conquista de Jinzhou por los comunistas. Según las directrices de la campaña, toda persona que hubiera sido nombrada jefe de grupo de la Liga Juvenil del Kuomintang tras la rendición de los japoneses había de ser considerada contrarrevolucionaria. Mi madre intentó argumentar que el caso de Manchuria era especial: allí, tras la ocupación japonesa, se había contemplado al Kuomintang como el representante de China, la madre patria. El propio Mao había sido en su día funcionario de alto rango del Kuomintang, aunque ella prefirió no mencionar este detalle. Por otra parte, sus amigas se habían unido a los comunistas antes de que transcurrieran dos años. Se le dijo, no obstante, que aquellas antiguas amigas suyas habían sido todas acusadas de ser contrarrevolucionarias. Mi madre no pertenecía a ninguna categoría maldita, pero se le hizo una pregunta imposible de contestar: ¿Por qué tenías tantas conexiones con gente del Kuomintang?
Permaneció detenida durante seis meses. Durante aquel período, hubo de asistir a numerosas asambleas multitudinarias en las que los «agentes enemigos» eran obligados a desfilar ante la muchedumbre para luego ser denunciados públicamente, sentenciados, maniatados y conducidos a prisión entre los puños alzados de miles de personas y un atronador coro de consignas. Había también «contrarrevolucionarios» que habían confesado y a los que, por ello, se les había aplicado un castigo indulgente, lo que significaba que no eran enviados a la cárcel. Entre ellos había una amiga de mi madre. Tras ser denunciada públicamente se suicidó, debido a que, desesperada, había realizado una confesión falsa durante el interrogatorio. Siete años después, el Partido admitió que había sido inocente desde el principio. Mi madre fue obligada a asistir a aquellas reuniones multitudinarias para recibir una lección. Sin embargo, su fortaleza de carácter evitó que se derrumbara por el miedo como tantos otros o que terminara por verse confundida por la lógica falaz y los argumentos esgrimidos durante los interrogatorios. Consiguió mantener la mente clara y escribió una crónica sincera de lo que había sido su vida.
Durante largas noches permanecía despierta, incapaz de superar la amargura que le producía la injusticia del trato recibido. Primero mientras escuchaba el zumbido de los mosquitos que revoloteaban sobre la red que cubría su lecho, bajo el calor opresivo del verano; luego, con el repiqueteo de fondo de la lluvia del otoño y, por fin, en el húmedo silencio del invierno, reflexionó una y otra vez acerca de las injustas sospechas que se cernían sobre ella, y especialmente sobre las dudas que había despertado su detención por el Kuomintang. Se sentía orgullosa de su comportamiento de entonces, y jamás había soñado que aquel episodio pudiera convertirse en un motivo que la excluyera de la revolución.
Por fin, comenzó a intentar convencerse a sí misma de que no podía culpar al Partido por intentar conservar su pureza. En China, uno acababa por acostumbrarse a cierto grado de injusticia. Esta vez, por lo menos, obedecía a una causa noble. Igualmente, se repetía una y otra vez las palabras del Partido cuando exigía sacrificios a sus miembros: «Se os está poniendo a prueba, y el sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas.»
Consideró la posibilidad de ser considerada contrarrevolucionaria. Si eso ocurría, sus descendientes sufrirían también el estigma, y su vida se vería destrozada. El único modo en que podría evitarlo sería divorciándose de mi padre y repudiándose a sí misma como madre de sus hijos. Por las noches, mientras cavilaba acerca de tan negras perspectivas, aprendió a contener las lágrimas. Ni siquiera podía agitarse ni dar vueltas en la cama, ya que su acompañante la compartía con ella y estaba obligada a informar de cualquier forma de comportamiento que mostrara, por nimia que pareciera. Las lágrimas serían interpretadas como signo de que se sentía herida por el Partido o de que estaba perdiendo confianza en él. Ambas cosas resultaban inaceptables, y podían ejercer un efecto negativo sobre el veredicto final.
Así pues, mi madre apretaba los dientes y se decía a sí misma que debía confiar en el Partido. Aun así, le resultaba muy duro verse completamente aislada de su familia, y echaba terriblemente de menos a sus hijos. Mi padre no la escribió ni la visitó ni una sola vez: tanto las cartas como las visitas estaban prohibidas. Lo que necesitaba más que nada en este mundo era un hombro sobre el que apoyar la cabeza o, al menos, una palabra afectuosa.
Sin embargo, sí recibía llamadas telefónicas. Del otro extremo de la línea le llegaban bromas y muestras de confianza que le proporcionaban un considerable aliento. El único teléfono de todo el departamento estaba instalado en la mesa de la mujer encargada de los documentos secretos. Cuando había una llamada para mi madre, sus acompañantes se quedaban en la habitación mientras hablaba. Sin embargo, como la apreciaban y querían proporcionarle cierto bienestar, hacían como si no escucharan sus palabras. La mujer a cargo de los documentos secretos no formaba parte del equipo que investigaba a mi madre, por lo que no tenía derecho a escuchar sus conversaciones y tampoco a presentar informes de ella. Las acompañantes de mi madre procuraban asegurarse de que no tuviera problemas a causa de aquellas llamadas. Se limitaban a informar: «La directora Chang habló por teléfono. La conversación giró en torno a cuestiones familiares.» Comenzó a correrse la voz de cuan considerado era mi padre por preocuparse tanto de su esposa y mostrarse tan cariñoso con ella. Una de las jóvenes acompañantes de mi madre le dijo en cierta ocasión que confiaba en encontrar un marido tan bondadoso como mi padre.
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