Jung Chang - Cisnes Salvajes
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10 . «El sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas»
Mi padre fue a esperarnos a la estación. La atmósfera era de un aire estancado y opresivo, y mi madre y mi abuela estaban extenuadas por el traqueteo del coche la noche anterior y el agobiante calor que había inundado los vagones del tren durante todo el recorrido. Fuimos trasladadas a una casa de huéspedes propiedad del Gobierno provincial de Si-chuan que habría de constituir temporalmente nuestro alojamiento. El traslado de mi madre había sido tan súbito que aún no se le había asignado ningún puesto de trabajo ni había habido tiempo de organizar adecuadamente la cuestión de nuestra vivienda.
Chengdu era la capital de Sichuan, la provincia más populosa de China, con aproximadamente sesenta y cinco millones de habitantes. Era una ciudad grande en la que vivían más de medio millón de personas, y había sido fundada en el siglo V a.C. Marco Polo la había visitado en el siglo XIII y se había mostrado profundamente impresionado por su prosperidad. Su diseño era similar al de Pekín, con antiguos palacios y grandes puertas de entrada dispuestas según un eje Norte-Sur que dividía limpiamente la ciudad en dos partes, Este y Oeste. En 1953 había desbordado ya su diseño original y se encontraba dividida en tres distritos administrativos: oriental, occidental y suburbios.
Al cabo de pocas semanas de nuestra llegada, a mi madre le fue asignado un trabajo. Mi padre había sido consultado previamente al respecto pero -aún de acuerdo con las viejas tradiciones chinas- no así mi madre. Mi padre respondió que cualquier cosa serviría con tal de que no tuviera que trabajar directamente bajo sus órdenes, por lo que fue nombrada jefa del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito Oriental de la ciudad. Dado que la unidad de trabajo de cada uno era la responsable de su alojamiento, le fueron asignadas habitaciones en un patio tradicional perteneciente a su departamento. Allí nos trasladamos todos menos mi padre, quien permaneció en la suite con que contaba en su oficina.
Nuestra vivienda formaba parte del mismo complejo en el que estaba la administración del Distrito Oriental. La mayoría de las oficinas gubernamentales habían sido instaladas en grandes mansiones confiscadas a los funcionarios del Kuomintang y a los terratenientes más acaudalados. Todos los empleados del Gobierno -incluidos los funcionarios de alto rango- vivían en su oficina. No se les permitía cocinar en casa, y siempre comían en la cantina. Allí acudían también para aprovisionarse de agua hervida que transportaban en termos.
El sábado era el único día que las parejas casadas podían pasar en mutua compañía. Entre los funcionarios, «pasar el sábado» se había convertido en un eufemismo de hacer el amor. Gradualmente, aquella vida de estilo militar fue suavizándose un poco y las parejas casadas pudieron pasar más tiempo juntas. Casi todas, sin embargo, siguieron viviendo y pasando la mayor parte del tiempo en sus oficinas.
El departamento de mi madre se ocupaba de una amplia variedad de actividades, entre ellas la educación primaria, la salud, el ocio y los sondeos públicos de opinión. A sus veintidós años de edad, mi madre se hallaba a cargo de todas ellas en la medida en que afectaban a unas doscientas cincuenta mil personas. Estaba tan ocupada que casi nunca la veíamos. El Gobierno quería establecer un monopolio (conocido con el nombre de «transacciones y comercializaciones unificadas») sobre el comercio de las mercancías fundamentales, tales como el grano, el algodón, el aceite comestible y la carne. La idea consistía en conseguir que los campesinos vendieran exclusivamente al Gobierno, el cual se encargaría a su vez de racionarlos entre la población urbana y aquellas partes del país menos favorecidas.
Cuando el Partido Comunista Chino lanzaba una nueva política, solía acompañarla con una campaña propagandística destinada a explicar la misma a la población. Parte de la labor de mi madre consistía en intentar convencer a la gente de que todo cambio era a mejor. En esta ocasión, el núcleo del mensaje era que China poseía una enorme población y que el problema de su alimentación y vestido nunca había llegado a resolverse definitivamente; ahora, el Gobierno quería asegurarse de que las necesidades básicas eran distribuidas de modo ecuánime y que nadie se veía obligado a morirse de hambre mientras otros se permitían el lujo de almacenar grano y otros productos de primera necesidad. Mi madre puso manos a la obra con gran entusiasmo. Incluso en los últimos meses de embarazo de su cuarto hijo, iba de un lado a otro en su bicicleta e intervenía todos los días en asambleas interminables. Le gustaba su trabajo, y creía en lo que hacía.
No acudió al hospital hasta el último momento. Su cuarto hijo, un niño, nació el 15 de septiembre de 1954. Una vez más, se trató de un parto difícil. El médico se preparaba ya para regresar a su casa cuando mi madre le detuvo. Estaba sangrando de un modo anormal, y sabía que algo no iba bien. Insistió en que el médico se quedara y la sometiera a una revisión. Faltaba un fragmento de placenta. Su búsqueda y hallazgo se consideraba una operación de envergadura, por lo que el médico le administró anestesia general y revisó de nuevo su útero. Al fin, hallaron el fragmento, lo que probablemente salvó su vida.
A la sazón, mi padre estaba en el campo intentando obtener apoyo para el programa de monopolios del Estado. Acababa de ser ascendido a nivel 10 y nombrado director adjunto del Departamento de Asuntos Públicos de toda la provincia de Sichuan. Una de sus principales obligaciones consistía en realizar un constante sondeo de la opinión pública: ¿qué pensaba la gente acerca de cada política en particular? ¿Qué quejas tenían? Dado que los campesinos constituían la inmensa mayoría de la población, tenía que viajar al campo a menudo para averiguar sus posturas y sus opiniones. Al igual que mi madre, creía apasionadamente en su trabajo, al que consideraba un medio de mantener al Partido y al Gobierno en contacto con el pueblo.
Siete días después del parto, uno de los colegas de mi padre envió un automóvil al hospital para trasladarla a casa. Se consideraba comúnmente aceptado que si el esposo estaba fuera era la organización del Partido la encargada de cuidar de su esposa. Mi madre acepto agradecida, ya que su «casa» estaba a media hora de camino a pie. Cuando mi padre regresó pocos días más tarde administró a su colega una severa reprimenda. Las normas estipulaban que mi madre sólo podría viajar en un coche oficial si era en compañía de mi padre. La utilización del mismo en su ausencia habría de contemplarse como un acto de nepotismo, dijo. El colega de mi padre dijo que había autorizado el uso del automóvil debido a que mi madre acababa de ser sometida a una seria intervención que la había dejado en un estado de debilidad extrema. Las normas son las normas, repuso mi padre. Una vez más, a mi madre le costó trabajo aceptar aquella rigidez puritana. Era la segunda vez que mi padre la atacaba inmediatamente después de sufrir un parto difícil. ¿Por qué no había estado él ahí para llevarla a casa? -preguntó-. De ese modo no habría habido que violar las normas. Él respondió que había estado ocupado con su trabajo, que era sumamente importante. Mi madre comprendía su entrega -ella misma la compartía- pero no por eso dejó de sentirse amargamente mortificada.
Dos días después de nacer, mi hermano Xiao-hei contrajo un eczema. Mi madre pensó que se debía a que el verano anterior no había podido comer aceitunas verdes hervidas debido a lo ocupada que la había mantenido su trabajo. Los chinos creen que las aceitunas dan salida a un exceso de calor corporal que, de otro modo, aparece en forma de erupciones térmicas. Durante varios meses, hubo que atar las manos de Xiao-hei a los barrotes de la cuna para evitar que se rascara. Cuando ya tenía seis meses de edad, fue enviado a un hospital de dermatología. Al mismo tiempo, mi abuela hubo de partir hacia Jinzhou a toda prisa, pues su madre estaba enferma.
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