Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Los obreros y campesinos no le inquietaban, ya que confiaba en su gratitud hacia los comunistas por haberles llenado el estómago y haberles proporcionado una existencia estable. Asimismo, mostraba un desprecio básico por ellos: no creía que tuvieran la suficiente capacidad mental como para desafiar su mandato. Sin embargo, Mao siempre había desconfiado de los intelectuales. Los intelectuales habían desempeñado un papel fundamental en Hungría, y se mostraban más aficionados que el resto de las personas a pensar por sí mismos.

Inconscientes de las maniobras secretas del líder, tanto funcionarios como intelectuales se dedicaron a solicitar y a ofrecer críticas. Según Mao, debían «decir todo aquello que quisieran, sin ocultar nada». Mi madre repitió aquello con entusiasmo en las escuelas, los hospitales y los grupos de entretenimiento que tenía a su cargo. En los seminarios y los carteles callejeros se aireaban toda suerte de opiniones. Numerosos personajes célebres aportaron su ejemplo publicando críticas en la prensa.

Como casi todo el mundo, mi madre también recibió ciertas críticas. La principal de ellas, procedente de los colegios, fue que mostraba favoritismo hacia los colegios «clave» (zhong-dian). En China existía cierto número de escuelas y universidades oficialmente designadas en las que el Estado concentraba sus limitados recursos. En ellas se contaba con mejores maestros e instalaciones, y de ellas se seleccionaban los alumnos más brillantes, lo que garantizaba un elevado nivel de acceso de éstos a instituciones de enseñanza superior, y especialmente a universidades «clave». Algunos maestros de las escuelas ordinarias protestaron. afirmando que mi madre había estado prestando demasiada atención a los colegios «clave» a sus expensas.

Los maestros también estaban clasificados en niveles. A los mejores se les concedían niveles honorarios que les daban derecho a salarios muy superiores, raciones alimenticias especiales en tiempos de escasez, mejores viviendas y entradas gratuitas para los teatros. En la jurisdicción de mi madre, la mayor parte de los maestros de alto nivel parecían contar con antecedentes familiares «indeseables», y algunos de los maestros desprovistos de nivel protestaron diciendo que mi madre daba demasiada importancia a los méritos profesionales y muy poca a los antecedentes de clase. Mi madre realizó autocríticas acerca de su falta de ecuanimidad en lo que se refería a las escuelas «clave», pero insistió en que no creía estar equivocada al basarse en los méritos profesionales como criterio para determinar la oportunidad de los ascensos.

Hubo una crítica a la que mi madre, asqueada, hizo oídos sordos. La directora de una de las escuelas de primaria se había unido a los comunistas en 1945 -antes que mi madre- y se sentía molesta por tener que obedecer sus órdenes. En consecuencia, aquella mujer se dedicó a atacar a mi madre afirmando que si había obtenido aquel puesto había sido únicamente gracias a la influencia de mi padre.

Hubo otras quejas: los directores de las escuelas querían disfrutar del derecho a escoger a sus propios maestros en lugar de verse obligados a aceptar a aquellos que les eran asignados por las autoridades. Los directores de hospital querían que se les permitiera comprar hierbas y otras medicinas personalmente, ya que el suministro que recibían del Estado no bastaba para sus necesidades. Los cirujanos querían gozar de mayores raciones alimenticias: consideraban su labor tan ardua como la de los actores de kung-fu de la ópera tradicional china, y sin embargo sus raciones eran una cuarta parte más reducidas que las de aquéllos. Un funcionario de menor rango se lamentaba de que de los mercados de Chengdu hubieran desaparecido algunos célebres artículos tradicionales tales como las «tijeras Wong» o los «cepillos Hu» para verse reemplazados por sustitutos de inferior calidad fabricados al por mayor. Mi madre se mostraba de acuerdo con muchas de aquellas opiniones, pero nada había que pudiera hacer al respecto, ya que se trataba de políticas de Estado. Todo lo que podía hacer era informar de ello a las autoridades superiores.

Aquel estallido de críticas -que a menudo no eran otra cosa que quejas personales o sugerencias prácticas y apolíticas de posibles mejoras- floreció durante aproximadamente un mes del verano de 1957. A comienzos de junio, el discurso pronunciado por Mao acerca de «sacar a las serpientes de sus guaridas» llegó verbalmente a oídos de los funcionarios del nivel de mi madre.

En aquella arenga, Mao había dicho que los derechistas habían desencadenado un ataque sin cuartel del Partido Comunista y del sistema socialista de China. Afirmó que dichos derechistas suponían entre el uno y el diez por ciento de los intelectuales del país… y que debían ser aplastados. Para simplificar las cosas, se había escogido la cifra del cinco por ciento -a medio camino entre ambos extremos propuestos por Mao- como proporción establecida de derechistas que debían ser capturados. Para alcanzar dicha cifra, mi madre debía desenmascarar a más de cien derechistas en las organizaciones a su cargo.

Estaba un poco disgustada por algunas de las críticas que ella misma había recibido, pero pocas de ellas podían considerarse ni remotamente anticomunistas o antisocialistas. A juzgar por lo que había leído en los periódicos, parecía que se habían producido algunos ataques al monopolio comunista del poder y al sistema socialista, pero en sus escuelas y hospitales nadie se había mostrado tan osado. ¿Dónde demonios iba a localizar a tantos derechistas? Además, pensó, era injusto castigar a gente a la que previamente se había invitado -incluso exhortado- a hablar. Por si fuera poco, Mao había garantizado explícitamente que no se tomarían represalias contra los que hablaran. Ella misma, con gran entusiasmo, había animado a la gente a hacerlo.

Se encontraba en un dilema típico al que en ese momento se enfrentaban millones de funcionarios de toda China. En Chengdu, la Campaña Antiderechista tuvo un inicio lento y difícil. Las autoridades provinciales decidieron dar ejemplo con un hombre, un tal señor Hau, que era secretario del Partido en un instituto de investigación en el que trabajaban científicos de renombre procedentes de toda la región de Sichuan. Se esperaba de él que capturara a un número considerable de derechistas, pero había informado que en su instituto no había ni uno. «¿Cómo es posible?», había preguntado su jefe. Algunos de los científicos habían estudiado en el extranjero, en Occidente. «Tienen que haberse contaminado por la sociedad occidental. ¿Cómo pretende usted esperar que sean felices con el comunismo? ¿Cómo es posible que entre ellos no haya ningún derechista?» El señor Hau dijo que el hecho de que hubieran elegido regresar a China demostraba que no eran anticomunistas, y llegó al extremo de avalarles personalmente. Se le advirtió en numerosas ocasiones que rectificara su actitud. Por fin, fue calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de su empleo. Su nivel de funcionariado se vio drásticamente reducido y se le obligó a trabajar barriendo los suelos en los laboratorios del mismo instituto que antes había dirigido.

Mi madre conocía al señor Hau, y experimentó una profunda admiración hacia él y hacia el modo en que había defendido sus opiniones. Entre ambos surgió una gran amistad que aún hoy perdura. Pasaba muchas tardes con él, contándole sus preocupaciones. Sin embargo, reconocía en su destino el que a ella misma le esperaba si no cumplía con su cuota.

Todos los días, tras las interminables asambleas habituales, mi madre tenía que informar a las autoridades municipales del Partido sobre la marcha de la campaña. La persona a cargo de la misma en Chengdu era un hombre llamado Ying; se trataba de un individuo alto, esbelto y bastante arrogante. Mi madre tenía que darle cifras que mostraran el número de derechistas que habían sido desenmascarados. Los nombres eran lo de menos. Lo que importaba eran los números.

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