Jung Chang - Cisnes Salvajes
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La Campaña Antiderechista no afectó a la sociedad ampliamente. La vida de campesinos y obreros continuó como si tal cosa. Al cabo de un año, cuando finalizó la campaña, al menos 550.000 personas habían sido tachadas de derechistas: entre ellas estudiantes, profesores, escritores, artistas, científicos y otros profesionales. En su mayor parte, fueron despedidos de sus empleos y hubieron de contentarse con realizar labores manuales en fábricas o granjas. Algunos fueron condenados a trabajos forzados en los gulags. Tanto ellos como sus familias se convirtieron en ciudadanos de segunda clase. La lección fue tan severa como inconfundible: no habían de tolerarse críticas de ningún tipo. A partir de entonces, la gente dejó de protestar, y hasta de hablar. Un dicho popular resumía la atmósfera reinante: «Tras los Tres Anti, nadie quería estar a cargo de dinero alguno; tras la Campaña Antiderechista, nadie osa abrir la boca.»
Sin embargo, la tragedia de 1957 no se limitó a reducir a la población al silencio. La posibilidad de verse precipitado en el abismo se había convertido en algo impredecible. El sistema de cuotas combinado con las venganzas personales significaba que cualquiera podía ser perseguido por nada.
La lengua vernácula captó claramente el ambiente reinante. Entre las categorías de derechistas había multitud de «derechistas de rifa» (chou-qian you-pai), es decir, personas a quienes habían tildado como tales por medio de un sorteo; había «derechistas de lavabo» {ce-suo you-pai), esto es, gente que había sido acusada por no haber podido aguantar las ganas de acudir al retrete tras largas e interminables reuniones; había también derechistas de los que se decía que «tenían veneno pero no lo soltaban» (you-du bu-fang): se trataba de personas calificadas de derechistas aunque nunca hubieran dicho nada en contra de nadie. Cuando a un jefe no le gustaba alguien, podía decir: «No da buena impresión» o «Su padre fue ejecutado por los comunistas, ¿cómo no va a sentir rencor por ello? Sencillamente, no quiere confesarlo abiertamente». A veces, surgían jefes de unidad bondadosos que hacían exactamente lo contrario: «¿A quién voy a cargarle el muerto? No puedo hacerle eso a nadie. Decid que soy yo.» Estos últimos eran denominados popularmente «derechistas autorreconocidos» (zi-ren you-pai).
Para muchas personas, 1957 constituyó un año decisivo. Mi madre aún conservaba su devoción a la causa comunista, pero comenzaron a asaltarle vacilaciones acerca de su puesta en práctica. Comentó aquellas dudas con su amigo, el señor Hau -el antiguo director del instituto de investigación- pero nunca se las mencionó a mi padre, y no porque éste no las tuviera también, sino porque se habría negado a discutirlas con ella.
Al igual que las órdenes militares, las normas del Partido prohibían a sus miembros comentar entre ellos la política del mismo. El catecismo del Partido estipulaba que todo miembro debía obedecer incondicionalmente a su organización, y qué un funcionario de rango inferior debía obedecer a otro de rango superior, ya que éste representaba para él una encarnación de la organización del Partido. Tan severa disciplina -en la que los comunistas habían insistido desde antes de la época de Yan'an- resultaba fundamental para su éxito. Constituía un instrumento de poder formidable e imprescindible en una sociedad en la que las relaciones personales se anteponían tradicionalmente a cualquier otra norma. Mi padre se mostraba totalmente partidario de la misma. Opinaba que la revolución no podía defenderse y mantenerse si se permitía que fuera desafiada abiertamente. En una revolución, uno tenía que luchar por su bando incluso si éste no era perfecto… siempre y cuando uno creyera que era mejor que el opuesto. La unidad constituía una necesidad imperativa y categórica.
Mi madre no tenía dificultad en advertir que en lo que se refería a la relación de mi padre con el Partido ella no era sino una extraña más. Un día en que se le ocurrió realizar ciertos comentarios críticos acerca de la situación sin obtener respuesta por parte de él, le dijo en tono de amargura: «¡Eres un buen comunista, pero no podías ser peor esposo!» Mi padre asintió, confirmando que ya lo sabía.
Catorce años después, mi padre nos reveló casi todo lo que le había ocurrido en 1957. Desde sus primeros días en Yan'an, cuando aún era un jovencito de veinte años, había sido buen amigo de una conocida escritora llamada Ding Ling. En marzo de 1957, cuando estaba en Pekín encabezando la delegación de Sichuan en una conferencia de Asuntos Públicos, recibió un mensaje de ella invitándole a visitarla en Tianjin, cerca de Pekín. A mi padre le apetecía ir, pero decidió no hacerlo debido a que tenía prisa por regresar a casa. Varios meses después, Ding Ling fue etiquetada como la derechista número uno de China. «Si hubiera ido a verla -dijo mi padre- yo mismo hubiera caído con ella.»
12. «Una mujer capaz puede hacer la comida aunque no cuente con alimentos»
En otoño de 1958, cuando yo contaba seis años de edad, comencé a asistir a la escuela primaria, situada a unos veinte minutos de distancia de mi casa tras un recorrido formado en gran parte por senderos empedrados y llenos de lodo. Todos los días, mientras iba y volvía, permanecía con la vista fija en el suelo escrutando cada centímetro de terreno en busca de clavos rotos, tuercas oxidadas y cualquier otro objeto de metal que hubiera podido incrustarse en el barro o entre los adoquines. Aquellas piezas eran necesarias para alimentar los hornos de fundición de acero, y su búsqueda constituía mi ocupación principal. Sí, con sólo seis años ya contribuía a la producción de acero, y había de competir con mis compañeros de colegio para ver quién suministraba la mayor cantidad de chatarra. A mi alrededor, los altavoces derramaban música por doquier, y había estandartes, carteles y grandes consignas pintadas por las paredes que proclamaban «¡Viva el Gran Salto Adelante!» y «¡Contribuyamos todos a la producción de acero!». Aunque yo aún no comprendía del todo los motivos, sí sabía que el presidente Mao había ordenado a la nación que fabricara grandes cantidades de acero. En mi escuela, algunos de los woks que se utilizaban en el gigantesco hogar de la cocina habían sido sustituidos por cubas en forma de crisol. A ellos iba a parar toda nuestra chatarra de hierro, incluidos los viejos woks previamente fragmentados. Los hornos permanecían constantemente encendidos hasta que éstos se derretían, y nuestros maestros se turnaban para alimentarlos de leña las veinticuatro horas del día y remover la chatarra de los crisoles con un enorme cucharón. No recibíamos muchas clases, ya que tanto los profesores como los muchachos en edad adolescente estaban demasiado ocupados controlando los crisoles. El resto de los niños nos habíamos organizado para limpiar los apartamentos de los profesores y cuidar de sus hijos pequeños.
Recuerdo una vez en que algunos niños y yo fuimos al hospital para visitar a una de nuestras maestras que sufría en ambos brazos graves quemaduras producidas por salpicaduras de hierro derretido. Alrededor de ella se afanaban frenéticamente médicos y enfermeras ataviadas con batas blancas. En las dependencias del hospital se había instalado igualmente un horno que debía ser constantemente alimentado con troncos día y noche, incluso durante el curso de las operaciones quirúrgicas.
Poco antes de que empezara a ir al colegio, mi familia se había trasladado de la antigua vicaría a un complejo especial que entonces constituía la sede del Gobierno provincial. Comprendía varias calles, y se hallaba formado por bloques de oficinas y apartamentos y cierto número de casas individuales. Un elevado muro lo mantenía aislado del mundo exterior. Una vez traspasada la verja principal, se llegaba a lo que había sido el Club de Militares de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Ernest Hemingway había pasado la noche allí en 1941. El edificio del club estaba construido al estilo chino tradicional, con tejados amarillos de bordes respingones y pesados pilares de color rojo oscuro, y entonces era la sede del secretariado del Gobierno de Sichuan.
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