Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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La agricultura se vio asimismo descuidada debido a la prioridad concedida al acero. Muchos de los campesinos estaban extenuados por las largas horas dedicadas a recoger combustible, chatarra y mineral de hierro para mantener los hornos encendidos. Los campos se abandonaron a las mujeres y niños, quienes se veían obligados a realizar todas las labores manualmente dado que los animales estaban ocupados contribuyendo a la producción de acero. Cuando llegó la época de la cosecha, en otoño de 1958, había muy pocas personas en los campos.

Aunque las estadísticas oficiales mostraban un incremento de la producción agrícola que multiplicaba el número de dígitos de la cifra final, el fracaso de la cosecha de 1958 representó la advertencia de que se avecinaban tiempos de escasez. Se anunció oficialmente que en 1958 la producción de trigo de China había superado a la de los Estados Unidos. El periódico del Partido, el Diario del Pueblo, inició una discusión en torno al siguiente tema: «¿Cómo enfrentarnos al problema de una superproducción alimentaria?»

El departamento de mi padre se encontraba a cargo de la prensa de Sichuan, en la que no cesaban de aparecer extravagantes afirmaciones comunes a las de cualquier otra publicación del país. La prensa era la voz del Partido, y cuando se trataba de las políticas del Partido, ni mi padre ni nadie más del medio periodístico tenía voz ni voto. Formaban todos parte de una gigantesca cinta transportadora. Mi padre contemplaba alarmado el curso de los acontecimientos. Su única opción consistía en dirigirse a los jefes superiores.

A finales de 1958, escribió una carta al Comité Central de Pekín en la que declaraba que aquella forma de producir acero carecía de sentido y representaba un derroche de recursos. Los campesinos estaban agotados, su trabajo se malgastaba y había escasez de alimentos. Solicitaba que se adoptaran medidas urgentes. Entregó la carta al gobernador para que éste la enviara. El gobernador, Lee Da-zhang, era la autoridad número dos de la provincia. Él había sido quien había proporcionado a mi padre el primer empleo que tuvo al llegar a Chengdu procedente de Yibin, y lo trataba como a un verdadero amigo.

El gobernador Lee dijo a mi padre que no pensaba enviar la carta. Nada de lo que en ella se expresaba era nuevo, dijo. «El Partido lo sabe todo. Ten confianza en él.» Mao había dicho que la moral de la gente no debía sufrir bajo ningún concepto. El Gran Salto Adelante había modificado la actitud psicológica de los chinos convirtiendo su antigua pasividad en un espíritu osado y entusiasta que no debía verse descorazonado.

El gobernador Lee reveló también a mi padre que le habían aplicado el peligroso apodo de Oposición entre los líderes provinciales, ante los que en alguna ocasión había expresado su desacuerdo. Si mi padre continuaba sin tener problemas se debía tan sólo a las demás cualidades que poseía, a su absoluta lealtad hacia el Partido y a su severo sentido de la disciplina. «Te salva -dijo el gobernador- que sólo has expresado tus dudas ante el Partido, y no en público.» Advirtió a mi padre que podría meterse en serias dificultades si insistía en sacar a relucir aquellas inquietudes, y lo mismo podía sucederle a su familia y a «otros» (esto último constituía una clara referencia a sí mismo como amigo de mi padre). Mi padre no insistió. Se hallaba casi convencido por los argumentos esgrimidos, y el riesgo era demasiado alto. Para entonces, había alcanzado una etapa en la que era capaz de transigir con ciertas cosas.

Sin embargo, tanto a él como a la gente que trabajaba en los departamentos de Asuntos Públicos llegaban gran número de quejas. Parte de su trabajo consistía en recogerlas y transmitirlas a Pekín. Tanto entre los funcionarios como entre la gente corriente reinaba un descontento general. De hecho, el Gran Salto Adelante desencadenó la más grave división entre los líderes desde que los comunistas tomaran el poder diez años antes. Mao tuvo que ceder el menos importante de sus dos puestos -el de presidente del Estado- en favor de Liu Shaoqi. Liu se convirtió en el número dos del país, pero su prestigio apenas alcanzaba una pequeña fracción del de Mao, quien conservaba su cargo clave de presidente del Partido.

Las voces de disidencia se hicieron tan fuertes que el Partido se vio obligado a convocar una conferencia especial cuya celebración tuvo lugar a finales de junio de 1959 en Lushan, estación de montaña de China central. En la conferencia, el ministro de Defensa, mariscal Peng De-huai, escribió una carta a Mao criticando lo sucedido en el Gran Salto Adelante y recomendando que se enfocara la economía desde una perspectiva realista. De hecho, se trataba de una carta notablemente reprimida, y concluía con una obligada nota de optimismo (en este caso, preveía ponerse a la altura de Gran Bretaña en el plazo de cuatro años). Sin embargo, aunque Peng era uno de los más antiguos camaradas de Mao a la vez que una de las personas más cercanas a él, el presidente no podía aceptar ni siquiera aquellas débiles críticas, especialmente en un momento en que, consciente de sus propias equivocaciones, se hallaba a la defensiva. Utilizando el tono dolido que tanto le gustaba, Mao calificó la carta de «bombardeo destinado a arrasar Lushan». Afianzándose en su postura, alargó la conferencia durante más de un mes, atacando ferozmente al mariscal Peng. Tanto éste como los pocos que aún le defendían abiertamente fueron tildados de «oportunistas de derecha». Peng fue obligado a cesar como ministro de Defensa, sometido a arresto domiciliario y posteriormente forzado a un retiro prematuro en Sichuan, donde se le relegó a un cargo de menor importancia.

Mao había tenido que organizar cuidadosas confabulaciones para salvaguardar su poder. Su lectura favorita, que siempre recomendaba al resto de los líderes del Partido, era una colección clásica de intrigas cortesanas y complots desde el poder que comprendía varios tomos. De hecho, a lo que más se asemejaba la estructura de poder de Mao era a una corte medieval en la que el líder ejercía un poder hipnotizador sobre sus subditos y cortesanos. Era asimismo un maestro del «divide y vencerás» y de la manipulación de las inclinaciones humanas para forzar a quienes le rodeaban a arrojarse mutuamente a los lobos. Al final, y pese a sentirse íntimamente desencantados con las políticas de Mao, hubo pocas autoridades superiores que apoyaran al mariscal Peng. El único que evitó tener que participar en la votación fue el secretario general del Partido, Deng Xiaoping, convaleciente de una pierna rota. La madrastra de Deng no había cesado de gruñir desde su casa: «¡He sido una campesina toda mi vida y jamás había oído hablar de semejante modo de cultivar la tierra!» Cuando Mao supo cómo Deng se había roto la pierna (jugando al billar), comentó: «Desde luego, qué oportuno…»

Tras asistir a la conferencia, el comisario Li, primer secretario de Sichuan, regresó a Chengdu con un documento que contenía las observaciones realizadas por Peng en Lushan. Dicho documento se distribuyó entre los funcionarios de nivel 17 y superior, a los que se ordenó que manifestaran formalmente hasta qué punto estaban de acuerdo con su contenido.

Mi padre había oído algo referente a la disputa de Lushan de labios del gobernador de Sichuan. En su reunión de «examen», aventuró algunos comentarios vagos acerca de la carta de Peng y, a continuación, hizo algo que jamás había hecho antes: advirtió a mi madre de que se trataba de una trampa. Ella se sintió profundamente agradecida. Era la primera vez que anteponía sus intereses a las normas del Partido.

Le sorprendió comprobar que muchas otras personas parecían haber sido igualmente avisadas. En su «examen» colectivo, la mitad de sus colegas mostraron una ardiente indignación ante la carta de Peng, al tiempo que aseguraban que las críticas que contenía eran «totalmente falsas». Otros parecían haber perdido la capacidad de hablar, y se limitaron a murmurar frases evasivas. Uno de ellos se las arregló para no comprometerse con nadie diciendo: «No me encuentro en situación de mostrarme de acuerdo ni en desacuerdo debido a que ignoro si los argumentos del mariscal Peng se encuentran o no basados en la realidad. De ser así, yo le defendería, pero no, por supuesto, en caso contrario.»

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