Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Los jefes del departamento de grano y de la oficina de correos de Chengdu eran veteranos del Ejército Rojo que habían luchado a las órdenes del mariscal Peng. Ambos se manifestaron de acuerdo con lo que había dicho su antiguo y admirado comandante, y habían añadido un relato de sus propias experiencias en el campo para apoyar las observaciones de éste. Mi madre se preguntó si aquellos viejos soldados serían conscientes de la trampa que se les había tendido. De ser así, su sinceridad resultaba heroica. Deseó tener el valor que ellos mostraban, pero pensó en sus hijos: ¿qué sería de ellos? Ya no poseía la libertad de espíritu de la que había gozado cuando era una estudiante. Cuando llegó su turno, dijo: «Las opiniones que refleja la carta no están en la línea de la política desarrollada por el Partido durante los dos últimos años.»
Su jefe, el señor Guo, le dijo más tarde que sus observaciones se habían considerado profundamente insatisfactorias, ya que no había manifestado claramente su postura. Durante días, vivió en un estado de aguda ansiedad. Los veteranos del Ejército Rojo que habían apoyado a Peng fueron denunciados como oportunistas de derecha, obligados a cesar y enviados a trabajos forzados. Mi madre fue convocada a participar en una reunión en la que se criticaron sus tendencias derechistas. El señor Guo aprovechó la misma para describir algunos otros de sus graves errores. En 1959, había surgido en Chengdu una especie de mercado negro dedicado a la venta de gallinas y huevos. Dado que las comunas, que se habían apropiado de las aves de corral de los campesinos, se mostraban incapaces de criarlas adecuadamente, tanto las gallinas como los huevos habían desaparecido de los comercios, entonces propiedad del Estado. De un modo u otro, unos pocos campesinos se las habían arreglado para conservar un par de gallinas ocultas bajo las camas, y ahora procedían a venderlas junto con los huevos que habían puesto a algo así como veinte veces su precio anterior. Todos los días salían destacamentos de funcionarios a la caza de aquellos campesinos. En cierta ocasión en que el señor Guo había pedido a mi madre que se incorporara a uno de ellos, ella había respondido: «¿Qué hay de malo en suministrar los bienes que la gente necesita? Si existe una demanda debería existir asimismo una oferta.» Aquella observación le valió una advertencia acerca de sus tendencias derechistas.
Aquella purga de «oportunistas de derecha» sometió al Partido a una nueva sacudida, ya que numerosos altos funcionarios se mostraron de acuerdo con Peng. La lección resultante fue que no cabía desafiar la autoridad de Mao aunque éste estuviera claramente equivocado. Los funcionarios comprobaron que, independientemente de lo elevado de su categoría (Peng, después de todo, había hablado siendo ministro de Defensa) y de su situación personal (Peng estaba considerado como el favorito de Mao) cualquiera que ofendiera al líder se hallaba destinado a caer en desgracia. Supieron asimismo que no cabía decir lo que se pensaba y dimitir a continuación, ni siquiera de un modo discreto: la dimisión se entendía como una forma inaceptable de protesta. No había posibilidad de retirada. Las bocas del Partido habían sido tan firmemente selladas como las de la propia población. Después de aquello, el Gran Salto Adelante acometió excesos todavía mayores, y las autoridades superiores impusieron objetivos económicos aún más descabellados. Se movilizó a un número mayor de campesinos para la fabricación de acero, y el campo se vio inundado de órdenes aún más arbitrarias que terminaron por imponer el caos.
A finales de 1958, en pleno auge del Gran Salto Adelante, se inició un masivo proyecto de construcción consistente en diez grandes edificios que habrían de ser completados en la capital, Pekín, en el curso de diez meses para conmemorar el día 1 de octubre de 1959, décimo aniversario de la fundación de la República Popular.
Uno de ellos era el Gran Palacio del Pueblo, un edificio de columnas al estilo soviético situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. Su frontispicio de mármol había de extenderse a lo largo de cuatrocientos metros, y su salón principal de banquetes -adornado con múltiples candelabros- daría cabida a varios miles de personas. Allí se celebrarían las reuniones más importantes, y allí recibirían las autoridades a los dignatarios extranjeros. Las estancias, diseñadas todas ellas a gran escala, serían bautizadas con los nombres de las provincias chinas. Mi padre fue encargado de la decoración del Salón Sichuan, y una vez completada la labor invitó para su inspección a diversos líderes del Partido relacionados con dicha provincia. Acudió Deng Xiaoping, oriundo de la misma, al igual que el mariscal Ho Lung, un célebre personaje al estilo Robin Hood, íntimo amigo de Deng a la vez que uno de los fundadores del Ejército Rojo.
En un momento determinado, llamaron aparte a mi padre, dejando a ambos en plena charla con otro viejo colega que, dicho sea de paso, era hermano de Deng. Cuando regresó a la estancia oyó al mariscal Ho quien, señalando a Deng, decía, dirigiéndose a su hermano: «Realmente, es él quien debería estar en el poder.» En ese instante, advirtieron la presencia de mi padre e interrumpieron inmediatamente la conversación.
A partir de entonces, mi padre se vio inmerso en un permanente estado de aprensión. Era consciente de haber escuchado inadvertidamente críticas surgidas en las altas esferas del régimen. Cualquier iniciativa que tomara o dejara de tomar podía arrastrarle a un peligro mortal. Lo cierto es que no le ocurrió nada, pero cuando me relató el incidente varios años después, me confesó que desde aquel momento había vivido bajo el temor de un desastre inminente. «El hecho -decía-de haber escuchado palabras equivalentes a un delito de traición…», y añadía una frase que significaba que se trataba de «un crimen penalizado con la decapitación».
Lo que había oído no reflejaba sino cierto desencanto con la figura de Mao, sentimiento que compartían numerosos líderes entre los que destacaba el nuevo presidente, Liu Shaoqi.
En otoño de 1959, Liu acudió a Chengdu para inspeccionar una comuna llamada Esplendor Rojo. El año anterior, Mao se había mostrado altamente entusiasta acerca del astronómico aumento de la producción de arroz de la comuna. Antes de la llegada de Liu, los funcionarios locales reunieron a todos aquellos que podrían haberles desenmascarado y los encerraron en un templo. Pero Liu tenía un «topo», y cuando pasó junto al templo se detuvo y solicitó ver su interior. Los funcionarios adujeron diversas excusas, llegando al punto de asegurar que el templo corría peligro de desplomarse en cualquier momento, pero Liu no estaba dispuesto a dejarse convencer por sus negativas. Por fin, no hubo más remedio que descorrer el enorme y oxidado cerrojo, y unos cuantos campesinos andrajosos salieron dando tumbos a la luz del día. Los azorados funcionarios locales intentaron explicar a Liu que se trataba de alborotadores que habían sido encerrados para que no pudieran molestar al distinguido visitante. Los campesinos, por su parte, se limitaban a guardar silencio. Los funcionarios de comuna no poseían control alguno sobre las políticas del Partido, pero ejercían un temible poder sobre la vida de las personas. Si querían castigar a alguien, podían adjudicarle los peores trabajos y las raciones más escasas, así como inventar cualquier excusa para hacer que fuera importunado, denunciado e, incluso, arrestado.
El presidente Liu formuló algunas preguntas, pero los campesinos se limitaron a sonreír y a balbucir cosas sin sentido. Desde su punto de vista, resultaba preferible ofender al presidente que a los jefes locales. El primero partiría a Pekín en pocos minutos, pero los jefes comunales habían de permanecer junto a ellos durante el resto de sus vidas.
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