Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Jin-ming nunca le había oído hablar de la muerte. Atónito, intentó reconfortarle, pero mi padre prosiguió lentamente: «Me pregunto si temo la muerte. Creo que no. En estas condiciones, mi vida es aún peor, y no vislumbro posibilidades de que cambien. Algunas veces me encuentro débil: me siento junto al río de la Tranquilidad y pienso: “Tan sólo un salto y todo habría terminado”. A continuación me digo a mí mismo que no debo hacerlo. Si muero sin ser rehabilitado, ninguno de vosotros vería el fin de sus problemas… He pensado mucho últimamente. Pasé una infancia dura en una sociedad llena de injusticia. Me uní a los comunistas para fundar una sociedad más justa, y lo he intentado lo mejor que he sabido durante todos estos años. Sin embargo, ¿de qué le ha servido al pueblo? Y en cuanto a mí, ¿por qué he tenido que convertirme al final en la ruina de mi familia? Aquellos que creen en la recompensa y el castigo afirman que un mal final significa que se tiene un peso en la conciencia, y yo he estado pensando mucho acerca de las cosas que he hecho en mi vida. He ordenado ejecutar a algunas personas…»
Mi padre continuó relatándole a Jin-ming las sentencias de muerte que había firmado, los nombres e historias de los e-ba («déspotas feroces») durante la reforma agraria de Chaoyang y de los jefes de los bandidos de Yibin. «Aquella gente, sin embargo, había hecho tanto mal que el propio Dios les hubiera matado. ¿Qué es, pues, lo que he hecho mal para merecer todo esto?»
Tras una larga pausa, añadió: «Si llego a morir de este modo, no creáis más en el Partido Comunista.»
25. «La fragancia del dulce viento»
Los años 1969, 1970 y 1971 transcurrieron entre muertes, amor, tormento y alivio. En Miyi, las estaciones seca y húmeda se sucedían sin intervalos. En la Llanura del Guardián de los Búfalos, la luna crecía y menguaba, el viento soplaba y callaba y los lobos aullaban y guardaban silencio. En el jardín medicinal de Deyang, las hierbas florecían una vez, y otra… y otra. Yo viajaba sin descanso entre los campamentos de mis padres, el lecho de muerte de mi tía y mi poblado. Esparcía estiércol en los campos de arroz y escribía poemas a los nenúfares.
Mi madre estaba en nuestra casa de Chengdu cuando se enteró de la noticia de la caída de Lin Biao. Fue rehabilitada en noviembre de 1971 y se le dijo que no tendría que regresar al campamento. Sin embargo, aunque continuó recibiendo su salario completo, no se le devolvió su antiguo puesto de trabajo, el cual ya había sido ocupado por otra persona. Su departamento del Distrito Oriental tenía para entonces nada menos que siete directores, entre los que se contaban los miembros ya existentes de los Comités Revolucionarios y los funcionarios recién rehabilitados que acababan de regresar del campo. Su pobre estado de salud constituía una de las razones por las que mi madre no regresó al trabajo, pero el motivo más importante era que mi padre, a diferencia de la mayoría de los seguidores del capitalismo, no había sido rehabilitado.
La razón de que Mao hubiera autorizado aquella rehabilitación en masa no era que por fin hubiera recobrado el sentido, sino que la muerte de Lin Biao y la inevitable purga de sus hombres le había hecho perder el poder con que controlaba el Ejército. Dado que había destituido y apartado virtualmente de sus funciones a todos los demás mariscales, opuestos a la Revolución Cultural, se había visto obligado a depender casi exclusivamente de Lin. Había situado a su esposa y parientes, así como a las estrellas de la Revolución Cultural, en los puestos más importantes del Ejército, pero se trataba de personas sin antecedentes militares y, por ello, no contaban con la lealtad de las fuerzas armadas. Tras la desaparición de Lin, Mao hubo de recurrir a los líderes previamente purgados que aún inspiraban fidelidad a los militares, entre ellos Deng Xiaoping, quien no tardaría en reaparecer. La primera concesión que tuvo que hacer Mao fue devolver a sus puestos a la mayoría de los funcionarios denunciados.
El líder sabía también que su poder dependía del funcionamiento de la economía. Sus Comités Revolucionarios eran irremediablemente incompetentes y se encontraban divididos, por lo que no contaba con modo alguno de poner el país en marcha. No tuvo otra elección que recurrir de nuevo a los antiguos funcionarios que había hecho caer en desgracia.
Mi padre continuaba en Miyi, pero la parte de salario que se le había estado reteniendo desde junio de 1968 le fue devuelta, y de repente nos encontramos con lo que se nos antojaba una suma astronómica en el banco. Todas las pertenencias personales que nos habían sido confiscadas por los Rebeldes en los asaltos domiciliarios nos fueron devueltas con la única excepción de dos botellas de mao-tai, el licor más cotizado en China. Había otros síntomas igualmente optimistas. Zhou Enlai, quien para entonces había visto incrementado su poder, emprendió la tarea de poner en marcha la economía. La antigua administración fue restaurada en gran parte, y se hizo hincapié en mantener el orden y la producción. Volvieron a introducirse los sistemas de incentivos. A los campesinos se les permitió disponer de algún dinero en metálico. Se reiniciaron las investigaciones científicas. En las escuelas volvieron a impartirse clases propiamente dichas tras un intervalo que había durado seis años, y mi hermano pequeño, Xiao-fang, comenzó sus estudios con retraso a los diez años de edad.
Con el resurgir de la economía, las fábricas comenzaron a reclutar nuevos trabajadores. Como parte del sistema de incentivos se les permitió dar preferencia a aquellos hijos de sus empleados que habían sido enviados a trabajar al campo. Aunque mis padres no eran obreros fabriles, mi madre habló con los directores de una fábrica de maquinaria que había pertenecido en otro tiempo al Distrito Oriental y ahora se hallaba bajo el control del Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu. Se mostraron dispuestos a aceptarme de buen grado por lo que, pocos meses antes de cumplir los veinte años, abandoné Deyang para siempre. Mi hermana tuvo que quedarse debido a que los jóvenes de las ciudades que habían contraído matrimonio en el campo tenían prohibido regresar incluso en aquellos casos en que la esposa contaba con un registro urbano.
Mi única opción estribaba en convertirme en obrera. La mayor parte de las universidades continuaban cerradas, y no había otras carreras disponibles. Trabajar en una fábrica equivalía a trabajar tan sólo ocho horas al día en lugar de soportar la jornada de sol a sol de los campesinos. No tendría que transportar pesadas cargas, y podría vivir con mi familia. Sin embargo, lo más importante era que podría recuperar mi registro urbano, lo que significaba tener la comida y otros productos de primera necesidad garantizados por el Estado.
La fábrica estaba en los suburbios orientales de Chengdu, a unos cuarenta y cinco minutos en bicicleta desde mi casa. Recorría la mayor parte del trayecto junto a las orillas del río de la Seda, y luego enfilaba embarrados caminos rurales a través de campos de colza y de trigo. Por fin, se llegaba a un recinto de aspecto destartalado en el que se esparcían pilas de ladrillos y enmohecidos rollos de acero laminado. Aquélla era mi fábrica. Poseía unas instalaciones bastante primitivas, y algunas de sus máquinas se remontaban a comienzos de siglo. Los directores e ingenieros acababan de ser devueltos a sus puestos tras cinco años de asambleas de denuncia, consignas murales y enfrentamientos físicos entre las facciones existentes en la fábrica, y ésta había recomenzado su producción de herramientas para maquinaria. Los obreros me obsequiaron con una bienvenida especial debida, en gran parte, a mis padres: la destrucción ocasionada por la Revolución Cultural había despertado en ellos una profunda añoranza por la antigua administración, bajo la cual habían reinado el orden y la estabilidad.
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