Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A comienzos de 1971, se corrió la noticia de que los Ting habían sido destituidos. Para mis progenitores -y en especial para mi padre- aquello trajo consigo alguna mejora en sus vidas. Comenzaron a tener los domingos libres y se les adjudicaron tareas más fáciles. El resto de los internos empezaron a dirigirle la palabra a mi padre, si bien aún se mostraban fríos con él. La prueba de que las cosas comenzaban realmente a cambiar llegó a principios de año: la señora Shau, antigua atormentadora de mi padre, había caído en desgracia al mismo tiempo que los Ting. Poco después, a mi madre se le permitió pasar dos semanas con mi padre. Era la primera ocasión que tenían de estar juntos después de varios años; de hecho, la primera vez que se habían visto desde aquella mañana de invierno, en las calles de Chengdu, poco antes de la partida de mi padre hacia el campamento. Desde entonces habían transcurrido más de dos años.

Las tribulaciones de mis padres, sin embargo, no habían terminado en modo alguno. La Revolución Cultural siguió su curso. Los Ting no habían sido purgados por todo el mal que habían hecho, sino porque Mao sospechaba que se hallaban en estrecha proximidad con Chen Boda, uno de los líderes de la Revolución Cultural, quien había caído en desgracia frente al líder. En aquella purga se habían generado aún más víctimas. El brazo derecho de los Ting, Chen Mo, quien en otro tiempo había ayudado a sacar a mi padre de la cárcel, se suicidó.

Un día del verano de 1971, mi madre sufrió una grave hemorragia uterina; perdió el conocimiento y hubo de ser trasladada al hospital. Mi padre no recibió autorización para visitarla, aunque por entonces ambos se encontraban en Xichang. Cuando su situación se estabilizó, se le permitió regresar a Chengdu para someterse a tratamiento, y allí lograron por fin detener la pérdida de sangre, si bien los médicos descubrieron al mismo tiempo que había desarrollado una enfermedad de la piel llamada escleroderma. Un retazo de piel situado detrás de su oreja derecha se había endurecido y había comenzado a contraerse. Su mandíbula derecha había adquirido un tamaño considerablemente menor que la izquierda, y estaba perdiendo la audición del oído derecho. Sentía el costado derecho del cuello entumecido, y tenía rígidos e insensibles el brazo y la mano derechos. Los dermatólogos le dijeron que el endurecimiento de la piel podía terminar por extenderse a los órganos internos, en cuyo caso comenzaría a encogerse y moriría en un plazo de tres a cuatro años. Dijeron que la medicina occidental no poseía ningún remedio para ello. Tan sólo podían sugerir un tratamiento de tabletas de cortisona y de inyecciones en el cuello.

Yo estaba en el campamento de mi padre cuando llegó la carta de mi madre anunciando aquellas noticias. Inmediatamente, mi padre solicitó autorización para regresar a casa y visitarla. Young se mostró sumamente comprensivo con él, pero las autoridades del campo se negaron. Mi padre estalló en lágrimas frente a todos los internos que había en el patio, lo que impresionó profundamente a los miembros de su departamento. Le tenían por un hombre de hierro. A primera hora de la mañana siguiente, acudió a la oficina de correos, esperó en su exterior durante horas hasta su apertura y envió a mi madre un telegrama de tres páginas. Comenzaba de este modo: «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una vida de retraso. La culpabilidad que siento frente a ti hace que agradezca todos los castigos que recibo. No he sido un buen esposo. Ponte buena, por favor. Dame otra oportunidad.»

El 25 de octubre de 1971, Lentes vino a visitarme a Deyang con una noticia bomba: Lin Biao había muerto. A Lentes le había sido comunicado oficialmente que Lin había intentado asesinar a Mao pero que, tras fracasar en su intento, había intentado huir a la Unión Soviética y había perecido al estrellarse su avión en Mongolia.

La muerte de Lin Biao fue arropada con un manto de misterio. Se relacionaba con la caída de Chen Boda un año antes. Mao había comenzado a alimentar sospechas en torno a ambos cuando vio que exageraban su deificación, creyendo que con ello intentaban desplazarle a alguna forma de gloria abstracta y despojarle de sus poderes terrenales. Posteriormente, había terminado por convencerse de que había gato encerrado en el caso de Lin Biao, a quien había elegido como su sucesor y de quien se decía que «nunca permitía que el Pequeño Libro Rojo abandonara sus manos ni la frase “Larga vida a Mao” desapareciera de sus labios», como expresaran ciertos versos tardíos. Mao decidió que Lin, en tanto que próximo candidato al trono, no planeaba nada bueno. En consecuencia, bien Mao o Lin -o acaso ambos- habían tomado las medidas necesarias para salvar sus respectivas vidas a la vez que su poder.

Algún tiempo después, la comuna comunicó a los habitantes de mi poblado la versión oficial de los acontecimientos. Aquellas noticias carecían de significado alguno para los campesinos, ya que apenas conocían el nombre de Lin Biao, pero yo las recibí con inmensa alegría. Incapaz de oponerme ni aun mentalmente a Mao, siempre había culpado a Lin de la Revolución Cultural. La evidente ruptura entre él y Mao, pensé, significaba que Mao había repudiado la Revolución Cultural y que no tardaría en poner fin a tanta miseria y destrucción. En cierto modo, pues, la muerte de Lin sirvió para reforzar mi fe en el líder. Mi optimismo era compartido por numerosas personas, ya que se advertían signos de que la Revolución Cultural podía verse invertida. Casi inmediatamente, algunos seguidores del capitalismo comenzaron a verse rehabilitados y se les permitió abandonar los campos.

Mi padre supo las noticias acerca de Lin a mediados de noviembre. Inmediatamente, los adustos rostros de los Rebeldes comenzaron a distenderse ocasionalmente con una sonrisa. En las asambleas le pedían que se sentara -lo que no había sucedido hasta entonces- y «desenmascarara a Yeh Chun», esto es, a la señora de Lin Biao, quien había sido colega suya en Yan'an a comienzos de los cuarenta. Mi padre no dijo nada.

Sin embargo, y pese al hecho de que sus colegas estaban siendo rehabilitados y abandonaban el campo por docenas, el comandante del mismo dijo a mi padre: «No pienses que ahora te vas a librar como si tal cosa.» Sus delitos contra Mao se consideraban demasiado graves.

Su salud había ido deteriorándose por la combinación de una presión mental y física intolerable y varios años de brutales palizas a los que habían seguido severos trabajos forzados en condiciones atroces. Durante casi cinco años había estado tomando grandes dosis de tranquilizantes para conservar el control. En ocasiones había llegado a consumir dosis veinte veces superiores a las normales, y ello había terminado por deteriorar su organismo. Experimentaba continuamente dolores insoportables en distintas partes de su cuerpo; comenzó a escupir sangre, y a menudo le faltaba el aliento y sufría graves mareos. A los cincuenta años de edad parecía un anciano de setenta. Los médicos del campo siempre le recibían con rostro severo y le despachaban apresuradamente recetándole más tranquilizantes; siempre se negaron a someterle a una revisión, e incluso a escuchar lo que tenía que decirles. Cada visita a la clínica se veía seguida por una violenta amonestación de alguno de los Rebeldes: «¡No creas que te vas a salir con la tuya haciéndote el enfermo!»

A finales de 1971, Jin-ming estaba en el campo. Se sentía tan preocupado por el estado de mi padre que permaneció junto a él hasta la primavera de 1972. Entonces recibió una carta de su equipo de producción ordenándole que regresara inmediatamente o no se le asignarían raciones alimenticias cuando llegara la época de la cosecha. El día de su partida mi padre le acompañó hasta el tren. Acababa de inaugurarse una línea de ferrocarril hasta Miyi debido a que diversas industrias estratégicas habían sido trasladadas a Xichang. Durante la larga caminata, ambos permanecieron en silencio. De repente, mi padre sufrió un súbito ataque de asma y Jin-ming hubo de ayudarle a sentarse en el borde del camino. Durante largo rato, mi padre luchó por recuperar el aliento hasta que, por fin, Jin-ming le oyó suspirar profundamente y decir: «Tengo la impresión de que probablemente no viviré mucho. La vida parece un sueño.»

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