Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Mi escuela y la de mi hermana estaban repletas de hijos de seguidores del capitalismo, por lo que fueron trasladadas a lugares dejados de la mano de Dios a los que no se envió a ningún hijo de miembros de los Comités Revolucionarios. Éstos ingresaron en el Ejército, única alternativa frente a la del campo y mucho más cómoda que ésta. En aquella época, uno de los símbolos más claros de poder consistía en tener a los hijos en el Ejército.
En total, fueron enviados al campo unos quince millones de jóvenes a lo largo de lo que fue uno de los mayores desplazamientos de población de la historia. Una de las pruebas del orden existente bajo aquel caos fue la rapidez y la magnífica organización con que se llevó a cabo. Todos recibimos un subsidio destinado a adquirir ropa adicional, edredones, sábanas, maletas, mosquiteras y plásticos en los que envolver las colchonetas. Se prestó una atención minuciosa a detalles tales como proporcionarnos zapatillas, cantimploras y linternas. En su mayor parte, todas aquellas cosas habían de ser especialmente fabricadas, ya que no se encontraban disponibles en las desabastecidas tiendas. Los miembros de familias pobres tenían derecho a solicitar una ayuda económica adicional. Durante el primer año, el Estado nos suministraría dinero de bolsillo y raciones alimenticias, incluyendo arroz, aceite y carne que nos serían entregados en el pueblo que se nos asignara.
Desde el Gran Salto Adelante, el campo había sido organizado en comunas, cada una de las cuales agrupaba a cierto número de pueblos y podía incluir desde dos mil a veinte mil hogares. Cada comuna gobernaba sus propias brigadas de producción, las cuales se componían a su vez de diversos equipos de producción. Cada equipo de producción equivalía aproximadamente a un pueblo, y constituía la unidad básica de la vida rural. En mi escuela había hasta ocho alumnos asignados a cada equipo de producción, y se nos permitía escoger a aquellos compañeros con los que queríamos formar grupo. Yo escogí a los míos entre los que integraban el curso de Llenita. Mi hermana prefirió venirse conmigo en lugar de con su escuela, ya que se nos autorizaba a optar por un lugar en el que tuviéramos parientes. Mi hermano Jin-ming pertenecía a la misma escuela que yo, pero se quedó en Chengdu debido a que aún no había cumplido los dieciséis años fijados como edad de ruptura. Llenita tampoco fue, ya que era hija única.
Yo esperaba con ansiedad el traslado a Ningnan. Nunca había experimentado el esfuerzo del trabajo físico, y apenas me hacía idea de su significado. Imaginaba un entorno idílico desprovisto de consignas políticas. Un funcionario de Ningnan que había venido a hablar con nosotros nos había descrito el clima subtropical, con su elevado firmamento azul, sus grandes flores rojas de hibisco, sus enormes plátanos de treinta centímetros de longitud y el río de las Arenas Doradas -el tramo superior del Yangtzé- con su superficie reluciente bajo el sol y agitada por la suave brisa.
Para mí, que entonces vivía en un mundo invadido de grises neblinas y negras consignas murales, aquel sol y aquella vegetación tropicales se me antojaban como un sueño. Al escuchar las palabras del funcionario me imaginaba a mí misma en una montaña de flores bordeada por un río de aguas doradas. Cierto es que también había mencionado aquel misterioso «aire maligno» que yo ya conocía de la literatura clásica, pero incluso aquello parecía añadir un toque de antiguo exotismo. Para mí los únicos peligros residían en las campañas políticas. Otro motivo por el que deseaba ir era porque pensaba que me sería fácil visitar a mi padre. Sin embargo, no advertí entonces que entre nosotros se extendía una cadena de montañas de tres mil metros de altura desprovistas de sendero alguno. Nunca se me ha dado bien leer mapas.
El 27 de enero de 1969, mi escuela partió hacia Ningnan. Cada alumno estaba autorizado a llevar consigo una maleta y una colchoneta. Nos cargaron en camiones, en grupos de aproximadamente tres docenas de estudiantes por camión. Había pocos asientos, por lo que la mayoría nos sentamos en el suelo sobre las colchonetas. Durante tres días, el convoy de vehículos recorrió caminos rurales repletos de baches hasta llegar a la frontera de Xichang. Para ello atravesamos la llanura de Chengdu y las montañas que bordean el este del Himalaya, donde los camiones hubieron de recurrir a las cadenas. Yo intenté situarme cerca de la parte trasera para poder contemplar las espectaculares tormentas de nieve y granizo que blanqueaban el paisaje y que luego desaparecían casi instantáneamente para dejar paso a un cielo de color azul turquesa iluminado por un sol resplandeciente. Yo contemplaba aquel derroche de belleza con la boca abierta. Al Oeste, se alzaba en la distancia un pico de casi ocho mil metros de altura tras el que se extendían los antiguos territorios salvajes de los que procedía gran parte de la flora del planeta. Años más tarde, cuando llegué a Occidente, descubrí que especies vegetales tan cotidianas como rododendros, crisantemos y otras muchas clases de flores, entre ellas la mayor parte de las rosas, procedían de allí. Por entonces, la región aún estaba habitada por pandas.
La segunda tarde del viaje llegamos a un lugar llamado el Condado de Asbestos, bautizado con el nombre de su principal producción. El convoy se detuvo en un aislado lugar de la montaña para que pudiéramos utilizar los retretes, consistentes en dos casetas de barro equipadas con redondas letrinas comunales cubiertas de gusanos. No obstante, si repugnante era el espectáculo en el interior, el panorama exterior era escalofriante. Los obreros mostraban un rostro ceniciento y plomizo desprovisto de cualquier asomo de alegría. Aterrorizada, pregunté a uno de los miembros del equipo de propaganda, un amable individuo llamado Dong-an a quien habían encargado trasladarnos hasta nuestro destino, quiénes eran aquellas personas con aspecto de zombis. Convictos procedentes de un campo de lao-gai («reforma por el trabajo»), repuso él. Dado que la extracción de asbestos era una actividad altamente tóxica, normalmente corría a cargo de condenados a trabajos forzados que operaban sin apenas medidas de higiene y seguridad. Aquél fue mi primer y único encuentro con los gulags chinos.
El quinto día, el camión nos descargó en un granero situado en la cumbre de una montaña. La propaganda publicitaria me había hecho prever una recepción de personas con tambores que, acompañadas de una gran fanfarria, habrían adornado a los recién llegados con flores de papel encarnado. Por el contrario, fuimos recibidos por un único funcionario comunal que acudió al granero para darnos la bienvenida con un discurso pronunciado en el pomposo estilo de los periódicos y unas dos docenas de campesinos encargados de ayudarnos a transportar las maletas y las colchonetas. Sus rostros eran tan inexpresivos como inescrutables, y su lenguaje me resultó imposible de entender.
Mi hermana y yo nos dirigimos a nuestra nueva vivienda acompañadas de las dos muchachas y los cuatro jóvenes que completaban nuestro grupo. Los cuatro campesinos que transportaban parte de nuestro equipaje caminaban en absoluto silencio, y no parecían entender las preguntas que les hacíamos, por lo que también nosotros optamos por enmudecer. Durante horas, caminamos por el monte en fila india adentrándonos más y más en el vasto universo de aquellas verdosas y oscuras montañas. Yo, sin embargo, me encontraba demasiado fatigada para apreciar su belleza. Hubo un momento en que, tras apoyarme en una roca para recuperar el aliento, paseé la mirada sobre el horizonte que nos rodeaba. Nuestro grupo se me antojó insignificante entre la inmensidad de aquellas montañas eternas en las que no se distinguían caminos, casas ni seres humanos, tan sólo el susurro del viento entre los árboles y el rumor de riachuelos ocultos. Sentí que desaparecía en el interior de una región muda, extraña y salvaje.
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