Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A diferencia del apartamento que habíamos ocupado en el complejo, el cual formaba parte de un bloque de cemento carente de rasgos distintivos, nuestro nuevo hogar era una espléndida mansión de ladrillo y madera con doble fachada, dotada de ventanas exquisitamente enmarcadas por tonos de marrón rojizo y abiertas bajo aleros grácilmente curvados. El jardín trasero aparecía densamente poblado de moreras, y el delantero poseía un espeso emparrado, un bosquecillo de adelfas, una morera del papel y un enorme árbol de nombre desconocido cuyos frutos, similares a pimientos, crecían formando pequeños grupos en el interior de los pliegues de sus hojas, marrones, crujientes y con forma de embarcación. Me gustaban especialmente los elegantes bananos y el amplio arco que formaban sus hojas, ya que constituían un espectáculo poco común en un clima no tropical.

En aquellos días, la belleza se despreciaba hasta el punto de que mi familia fue enviada a aquella casa espléndida a modo de castigo. La sala principal era amplia y rectangular, con suelo de parquet. Tres de sus costados estaban formados por ventanales, lo que la convertía en una estancia especialmente luminosa y nos proporcionaba en los días claros una vista panorámica de la distante cordillera nevada del oeste de Sichuan. El balcón no estaba construido de cemento, como era habitual, sino de madera pintada de un color castaño rojizo, y estaba bordeado por barandillas con dibujos de cenefas. Otra de las habitaciones, también abierta al balcón, poseía un techo desacostumbradamente elevado y puntiagudo cuyas vigas, de un color rojo desvaído, eran visibles a unos seis metros de altura. Me enamoré de inmediato de nuestra nueva vivienda. Posteriormente me di cuenta de que en invierno la sala rectangular se convertía en un campo de batalla en el que coincidían helados vientos que, procedentes de todas direcciones, traspasaban fácilmente los delgados cristales. Asimismo, cada vez que soplaba el viento los elevados techos dejaban caer una fina lluvia de polvo. A pesar de todo, me sentía embargada de gozo durante las noches tranquilas, tendida en mi cama con la luz de la luna filtrándose a través de las ventanas y la sombra de la inmensa morera oscilando sobre la pared. Era tal el alivio que me proporcionaba haber abandonado el complejo y su mezquina atmósfera que confiaba en que mi familia nunca tuviera que regresar a él. También me encantaba nuestra nueva calle. Había sido bautizada con el nombre de calle del Meteorito debido a que cientos de años atrás había caído un meteorito sobre ella. Estaba pavimentada con adoquines triturados, lo que se me antojaba mucho más atractivo que el asfalto de la calle que bordeaba el complejo.

Lo único que aún me recordaba al complejo eran nuestros vecinos, todos ellos miembros del departamento de mi padre y del grupo de Rebeldes de la señora Shau. Cuando nos miraban, era con expresión rígida y acerada, y en las raras ocasiones en que teníamos que comunicarnos se dirigían a nosotros con ásperos exabruptos. Uno de ellos había sido en tiempos el editor de la ya desaparecida revista, y su esposa había trabajado como maestra. Tenían un hijo llamado Jo-jo que a la sazón contaba seis años de edad, igual que mi hermano Xiao-fang. Acudió a vivir con ellos un funcionario de menor rango que tenía una hija de cinco años, y los tres niños solían jugar juntos a menudo en el jardín. A mi abuela le inquietaba que Xiao-fang jugara con ellos pero no se atrevía a prohibírselo, ya que nuestros vecinos podrían haberlo interpretado como una muestra de hostilidad hacia los Rebeldes del presidente Mao.

Al pie de la escalera espiral de color rojo oscuro que conducía a nuestras habitaciones había una enorme mesa en forma de media luna. En los viejos tiempos, su superficie se habría adornado con un gran jarrón de porcelana lleno de jazmines de invierno o de flores de melocotonero. Entonces aparecía desnuda, y los tres niños solían encaramarse a ella durante sus juegos. Un día, decidieron jugar a los médicos: Jo-jo hacía de médico; Xiao-fang, de enfermero; y la niña de cinco años, de paciente. Tras tumbarse boca abajo sobre la mesa, la niña se subió la falda para que le pusieran una inyección. Xiao-fang sostenía la aguja, representada por un trozo de madera procedente de una silla rota. La madre de la niña escogió aquel instante para ascender por los escalones de arenisca hasta el rellano. Profiriendo un grito, cogió a su hija y la obligó a descender de la mesa.

Descubrió unos cuantos arañazos en la cara interior del muslo de la niña pero, en lugar de llevarla al hospital, acudió a unos Rebeldes pertenecientes al departamento de mi padre, situado a un par de manzanas de distancia. Al poco rato, el jardín delantero se vio invadido por una multitud. Mi madre, quien casualmente había sido autorizada a pasar unos días en casa, fue detenida inmediatamente mientras Xiao-fang era sujetado y reprendido a gritos por un grupo de adultos. Le dijeron que le matarían a palos si se negaba a confesar quién le había enseñado a violar a la niña. Intentaron forzarle a decir que habían sido sus hermanos mayores, pero Xiao-fang se mostraba incapaz de pronunciar palabra. Ni siquiera podía llorar. Jo-jo estaba terriblemente asustado. Echándose a llorar, dijo que había sido él quien había pedido a Xiao-fang que le pusiera la inyección a la niña. La pequeña se echó a llorar también, diciendo que no habían llegado a ponerle la inyección. Los adultos, sin embargo, les ordenaron a gritos que se callaran y continuaron atosigando a Xiao-fang. Por fin, y a instancias de mi madre, la muchedumbre la trasladó a empujones al Hospital Popular de Sichuan arrastrando tras de sí a Xiao-fang.

Tan pronto como penetraron en el pabellón de pacientes externos, la enfurecida madre de la niña y la enardecida multitud comenzaron a pronunciar acusaciones ante los médicos, las enfermeras y el resto de los pacientes: «¡El hijo de un seguidor del capitalismo ha violado a la hija de un Rebelde!» Mientras la niña era examinada en la consulta de una doctora, un joven desconocido que aguardaba en el pasillo, gritó: «¿Por qué no cogéis a esos padres seguidores del capitalismo y los matáis a palos?»

Cuando la doctora concluyó su examen de la pequeña, salió y anunció que no existía la más mínima señal de que la niña hubiera sido violada. Los arañazos de sus piernas ni siquiera eran recientes, y no podían haber sido causados por el trozo de madera de Xiao-fang, el cual, como señaló ante la multitud, estaba pintado y tenía los contornos suaves. Probablemente, las heridas eran el resultado de haber estado trepando a los árboles. A regañadientes, la muchedumbre se dispersó.

Xiao-fang se pasó el resto de la tarde sumido en un delirio. Su rostro aparecía oscuro y enrojecido, y gritaba frases sin sentido. Al día siguiente, mi madre le llevó al hospital, donde un médico le administró una fuerte dosis de tranquilizantes. Al cabo de unos días volvía a encontrarse bien, pero dejó de jugar con otros niños. Aquel incidente tuvo como consecuencia que se despidiera prácticamente de su infancia a los seis años de edad.

Nuestro traslado a la calle del Meteorito había quedado encomendado a los recursos de mi abuela y de los cinco niños. Para entonces, sin embargo, contábamos con la ayuda de Cheng-yi, el novio de mi hermana Xiao-hong.

El padre de Cheng-yi había sido funcionario de menor rango bajo el Kuomintang, y desde 1949 no había podido obtener un empleo decente, en parte debido a su pasado indeseable y en parte debido a que padecía de tuberculosis y de úlcera gástrica. Así, se había dedicado a labores de poca importancia tales como limpiar las calles y cobrar los recibos del suministro de los manantiales comunales. Tanto él como su esposa habían muerto en Chongqing durante la época de la escasez como resultado del agravamiento de sus enfermedades por falta de alimento.

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