Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Cheng-yi trabajaba corno obrero en una fábrica de construcción de aviones, y había conocido a mi hermana a comienzos de 1968. Al igual que la mayor parte de los trabajadores de la fábrica, estaba considerado miembro no activo del principal de sus grupos Rebeldes, afiliado al 26 de Agosto. En aquellos días no existían formas de entretenimiento, por lo que la mayoría de los grupos Rebeldes habían organizado sus pro-pios conjuntos de música y danza para interpretar las escasas canciones oficialmente aprobadas, basadas todas ellas en citas y elogios de Mao. Cheng-yi, quien siempre había sido un buen músico, formaba parte de uno de tales conjuntos. Mi hermana, aunque no pertenecía a la fábrica, era una gran aficionada al baile, por lo que se unió al grupo junto con Llenita y Ching-ching. Ella y Cheng-yi no tardaron en enamorarse. La relación, sin embargo, no tardó en sufrir presiones procedentes de todos los sectores: de su hermana y sus compañeros, inquietos por la posibilidad de que su relación con una familia de seguidores del capitalismo pusiera en peligro su futuro; de nuestro propio círculo de hijos de altos funcionarios, quienes le despreciaban por no ser «uno de los nuestros»; incluso de mí, que irrazonablemente contemplaba el deseo de mi hermana de vivir su propia vida como una traición a nuestros padres. Sin embargo, su amor sobrevivió, y ayudó a mi hermana a superar los difíciles años que vendrían a continuación. Al igual que el resto de mi familia, no tardé en cobrar un afecto y respeto considerables por Cheng-yi. Como llevaba gafas, terminamos por aplicarle el apodo de Lentes.

Había otro músico en el conjunto, amigo de Lentes, que trabajaba como carpintero y era hijo de un conductor de camiones. Era un joven alegre, dotado de una nariz particularmente voluminosa que le proporcionaba un aspecto poco chino. En aquella época, las únicas imágenes de extranjeros que llegaban hasta nosotros eran de albanos, ya que la diminuta y lejana Albania era por entonces la única aliada de China (incluso a los norcoreanos se les consideraba un pueblo demasiado decadente). Sus amigos le habían puesto el mote de Al, como abreviatura de Albano.

Al acudió con un carro para ayudarnos a efectuar el traslado a la calle del Meteorito. No queríamos abusar de él, por lo que sugerimos dejar algunas cosas atrás. Él, sin embargo, insistió en que nos lleváramos todo. Con una sonrisa despreocupada, apretó los puños y flexionó orgullosamente sus gruesos músculos. Mis hermanos, con gran admiración, se acercaron para tocar aquellos sólidos bultos.

A Al le gustaba mucho Llenita. El día siguiente al traslado, nos invitó a ella, a Ching-ching y a mí a almorzar en su domicilio. Vivía en una de las típicas casas de Chengdu, una construcción desprovista de ventanas y con un suelo de tierra que se abría directamente a la calle. Era la primera vez que yo visitaba una de aquellas casas. Cuando llegamos a la calle donde vivía Al pude ver a un grupo de jóvenes que holgazaneaban en una esquina. Sus componentes nos siguieron con la vista mientras saludaban a Al con tono significativo. Éste, henchido de orgullo, se acercó a hablar con ellos y regresó con el rostro distendido por una alegre sonrisa. Con tono despreocupado, dijo: «Les he comentado que erais hijas de altos funcionarios y que me había hecho amigo de vosotras para tener acceso a bienes privilegiados cuando concluya la Revolución Cultural.» Al oír aquello, me quedé de piedra. En primer lugar, sus palabras sugerían que la gente creía que los hijos de funcionarios tenían acceso a bienes de consumo, lo que no era ni mucho menos el caso. En segundo lugar, me sentía asombrada del evidente placer que le producía su relación con nosotras y del prestigio que, evidentemente, le proporcionaba ésta frente a sus amigos. En un momento en el que mis padres se encontraban detenidos y nosotros acabábamos de ser expulsados del complejo -en el que acababa de establecerse el Comité Revolucionario de Sichuan con la consiguiente persecución de seguidores del capitalismo y en el que la Revolución Cultural parecía llevar las de ganar-, Al y sus amigos parecían dar por hecho que los funcionarios como mi padre terminarían por regresar.

Habría de topar con actitudes similares una y otra vez. Cada vez que traspasaba las enormes verjas que daban acceso a nuestro jardín era consciente de las miradas que me dirigía la gente que en aquel momento pasaba por la calle del Meteorito, miradas en las que podía distinguirse una mezcla de curiosidad y respeto. Se me antojaba algo evidente el hecho de que era a los Comités Revolucionarios -y no tanto a los seguidores del capitalismo- a quienes el público en general consideraba un elemento transitorio.

Durante el otoño de 1968 llegaron una nueva clase de grupos a hacerse cargo de mi escuela: se denominaban Grupos de propaganda para el pensamiento de Mao Zedong. Se hallaban integrados por soldados y obreros que no habían intervenido en las luchas entre facciones, y su misión consistía en restaurar el orden. En mi escuela, al igual que en el resto, el equipo reunió a todos los alumnos que ya estaban en ella dos años antes -al comenzar la Revolución Cultural – con objeto de mantenerlos controlados. Los pocos que se encontraban ausentes de la ciudad fueron localizados y convocados por medio de telegramas. Pocos osaron desatender la llamada.

Ya de regreso en el colegio, los pocos maestros que habían evitado verse convertidos en víctimas habían dejado de impartir clases. No se atrevían. Todos los viejos libros de texto habían sido condenados y calificados de veneno burgués, y nadie había tenido valor suficiente para escribir otros nuevos. Así pues, nos limitábamos a permanecer sentados en clase recitando artículos de Mao y leyendo los editoriales del Diario del Pueblo. Cantábamos canciones compuestas por citas de Mao o nos reuníamos para bailar «danzas de lealtad» en las que girábamos blandiendo nuestro Pequeño Libro Rojo.

La obligatoriedad de las «danzas de lealtad» había sido una de las principales imposiciones ordenadas por los Comités Revolucionarios de toda China. La realización de aquellas contorsiones absurdas era obligatoria en todos sitios: en escuelas, fábricas, calles, tiendas, andenes de ferrocarril e incluso en los hospitales para aquellos pacientes aún capaces de moverse.

En conjunto, el equipo de propaganda enviado a mi escuela se mostró relativamente benévolo. No así otros. El que ocupó la Universidad de Chengdu había sido personalmente escogido por los Ting debido a que allí había estado instalado el cuartel general de sus enemigos, el Chengdu Rojo. Yan y Yong fueron de los que peor lo pasaron. Los Ting ordenaron al equipo de propaganda que presionara a ambos para denunciar a mi padre, pero ellos se negaron. Posteriormente, revelaron a mi madre que admiraban tanto el valor de mi padre que habían decidido plantar cara.

A finales de 1968, todos los estudiantes de las universidades chinas habían sido sumariamente «graduados» en masa sin examen alguno; a todos se les habían asignado trabajos y posteriormente habían sido dispersados por todos los confines del país. Yan y Yong fueron advertidos de que su futuro se vendría abajo si no denunciaban a mi padre. Ellos, sin embargo, siguieron en sus trece. Yan fue enviada a una pequeña mina de carbón situada en las montañas del este de Sichuan. Difícilmente podría haber hallado peor suerte, ya que las condiciones de trabajo eran notablemente primitivas y apenas existían normas de seguridad. Las mujeres, al igual que los hombres, se veían obligadas a arrastrarse a gatas pozo abajo para extraer los cestos de carbón. El destino de Yan se debió en parte a la retorcida retórica imperante en la época: la señora Mao había insistido en que las mujeres realizaran el mismo trabajo que los hombres, y una de las consignas del momento era un dicho de Mao según el cual «Las mujeres son capaces de sostener medio firmamento». Ellas, sin embargo, sabían que con aquellos privilegios de igualdad no habría quien las librara de realizar los más duros trabajos físicos.

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