Patrick Süskind - El Perfume – Historia De Un Asesino

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Quizá los olores evoquen el privilegio de la invisibilidad. Antes del tacto, sucede el olor, como mensajero de una esencia que sabe desaparecer en el aire y ser agente de un gran poder. La seducción que despliega el olor es implacable: se instala en nosotros y sella su poderío en los tejidos de la memoria. Jean-Baptiste Grenouille tiene su marca de nacimiento: no despide ningún olor y por ello hace temer la presencia de algún demonio. Al mismo tiempo posee un don excepcional: un olfato prodigioso que le permite percibir todos los olores del mundo. Desde la miseria en que nace, abandonado al cuidado de unos monjes, Jean-Baptiste Grenouille lucha contra su condición y escala posiciones sociales convirtiéndose en un afamado perfumista. Crea perfumes capaces de hacerle pasar inadvertido o inspirar simpatía, amor, compasión… Para obtener estas fórmulas magistrales debe asesinar a jóvenes muchachas vírgenes, obtener sus fluidos corporales y licuar sus olores íntimos. Su arte se convierte en una suprema e inquietante prestidigitacion. Patrick Süskind, convertido en maestro del naturalismo irónico, nos transmite una visión ácida y desengañada del hombre en un libro repleto de sabiduría olfativa, imaginación y enorme amenidad. Su persuasión iguala la de su personaje y nos propone una inmersión literaria en el arco iris natural de los olores y en los turbadores abismos del espíritu humano.

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Pronto la sopa se espesaba demasiado y entonces debían verterla a toda prisa en un gran cedazo para eliminar los cadáveres exprimidos y añadir más flores frescas. Entonces volvían a remover y colar, durante todo el día y sin descanso, pues el negocio no permitía dilaciones y al atardecer toda la partida de flores tenía que haberse cocido en la caldera de grasa. Los restos -para que no se perdiera nada- se hervían en agua y pasaban por una prensa de tornillo para extraerles las últimas gotas, que todavía daban un aceite ligeramente perfumado. El grueso del perfume, sin embargo, el alma de un océano de flores, permanecía en la caldera, encerrado y conservado en una repulsiva grasa de tono blanco grisáceo que se solidificaba poco a poco.

Al día siguiente se continuaba la maceración, como se llamaba este proceso; calentar de nuevo la caldera, colar la grasa, cocer más flores y así día tras día, de sol a sol. El trabajo era agotador. Grenouille tenía los brazos pesados como el plomo, callos en las manos y dolores en la espalda cuando se tambaleaba hasta la cabaña. Druot, que era tres veces más fuerte que él, no le ayudaba nunca a remover la sopa y se contentaba con echar las ingrávidas flores, cuidar del fuego y de vez en cuando, con la excusa del calor, irse a tomar un trago.

Pero Grenouille no se rebeló. Sin la menor queja, removía los capullos en la grasa de la mañana a la noche y apenas se daba cuenta de su fatiga durante el trabajo porque nunca dejaba de fascinarle el proceso que se desarrollaba ante su vista y bajo su nariz; el rápido marchitamiento de las flores y la absorción de su fragancia.

Al cabo de un tiempo decidió Druot que la grasa ya estaba saturada y no podía absorber más aroma. Apagaron el fuego, filtraron por última vez la espesa crema y la vertieron en recipientes de loza, donde no tardó en endurecerse, convertida en una pomada de maravilloso perfume.

Esta era la hora de madame Arnulfi, que se acercaba a probar el valioso producto, etiquetarlo y apuntar en sus libros con la mayor exactitud todos los datos sobre calidad y cantidad. Después de cerrar personalmente los tarros, sellarlos y llevarlos a las frescas profundidades de su sótano, se ponía el traje negro, cogía el crespón de viuda y hacía la ronda de los comerciantes y vendedores de perfumes de la ciudad. Con palabras conmovedoras describía a los caballeros su situación de mujer sola, escuchaba ofertas, comparaba precios, suspiraba y por último vendía… o no vendía. La pomada fragante se conserva mucho tiempo en un lugar fresco y si ahora los precios eran demasiado bajos, quién sabe, tal vez subirían en invierno o en la primavera próxima. También merecía la pena considerar sino le saldría más a cuenta, en vez de vender a estos explotadores, unirse con otros pequeños fabricantes y enviar por barco un cargamento de pomada a Génova o tomar parte en la feria de otoño de Beaucaire, arriesgadas empresas, sin duda, pero muy provechosas en caso de tener éxito.

Madame Arnulfi sopesaba cuidadosamente estas diferentes posibilidades y muchas veces se asociaba y vendía una parte de sus tesoros o las rechazaba y cerraba el trato con un comerciante por su cuenta y riesgo. Si durante sus visitas sacaba, sin embargo, la conclusión de que el mercado de las pomadas estaba saturado y no daría un giro favorable para ella en un futuro próximo, volvía al taller a paso rápido, haciendo ondear el negro velo, y encargaba a Druot el lavado de toda la producción para transformarla en "essence-absolue".

Y entonces subían de nuevo la pomada del sótano, la calentaban con el máximo cuidado en ollas cerradas, le añadían el mejor alcohol y la mezclaban a fondo por medio de un agitador incorporado, accionado por Grenouille. Una vez de vuelta en el sótano, la mezcla se enfriaba rápidamente y el alcohol se separaba de la grasa sólida de la pomada y podía verterse en una botella. Ahora constituía casi un perfume, pues poseía una enorme intensidad, mientras que la pomada había perdido la mayor parte de su aroma. De este modo la fragancia floral había pasado a otro medio.

La operación, sin embargo, no estaba terminada. Después de un minucioso filtrado a través de gasas que impedían el paso a la más diminuta partícula de grasa, Druot llenaba un pequeño alambique con el alcohol perfumado y lo destilaba a fuego muy lento. Lo que quedaba en la cucúrbita una vez volatilizado el alcohol era una minúscula cantidad de líquido apenas coloreado que Grenouille conocía muy bien pero que nunca había olido en esta calidad y pureza en casa de Baldini ni en la de Runel: la esencia pura de las flores, su perfume absoluto, concentrado cien mil veces en una pequeña cantidad de "essence-absolue". Esta esencia ya no tenía un olor agradable; su intensidad era casi dolorosa, agresiva y cáustica. Y no obstante, bastaba una gota diluida en un litro de alcohol para devolverle la vida y la fragancia de todo un campo de flores.

El resultado era terriblemente exiguo. El líquido de la cucúrbita sólo llenaba tres pequeños frascos. Del perfume de cien mil capullos sólo quedaban tres pequeños frascos. Pero aquí en Grasse ya valían una fortuna, y muchísimo más si se enviaban a París, Lyon, Grenoble, Génova o Marsella.

La mirada de madame Arnulfi se enterneció al mirar estos frascos, los acarició con los ojos y contuvo el aliento mientras los cogía y cerraba con tapones de cristal esmerilado, a fin de evitar que se evaporase algo de su valioso contenido. Y para que tampoco escapara en forma de vapor después de tapado el más insignificante pomo, selló los tapones con cera líquida y los envolvió en una vejiga natatoria que sujetó fuertemente al cuello del frasco con un cordel. A continuación los colocó en una caja forrada de algodón, que guardó en el sótano bajo siete llaves.

37

En abril maceraron retama y azahar, en mayo, un mar de rosas cuya fragancia sumergió a la ciudad durante todo un mes en una niebla invisible, dulce como la crema. Grenouille trabajaba sin parar. Humilde, con una docilidad propia de un esclavo, desempeñaba todas las tareas pesadas que le encomendaba Druot. Sin embargo, mientras parecía apático removiendo, emplastando, lavando tinas, limpiando el taller o acarreando leños, ninguna de las cosas esenciales del negocio escapaba a su atención, nada sobre la metamorfosis de los perfumes. Con más precisión de la que Druot habría sido capaz, es decir, con su nariz, seguía y vigilaba la transformación de los aromas a partir de los pétalos de las flores, pasando por el baño de grasa y alcohol, hasta terminar en pequeños y valiosos frascos.

Olía, mucho antes de que Druot lo advirtiera, cuándo la grasa se calentaba demasiado, olía cuándo los capullos ya estaban marchitos, cuándo la sopa estaba saturada de fragancia; olía lo que pasaba en el interior de los matraces y el momento preciso en que debía ponerse fin al proceso de destilación. Y de vez en cuando expresaba su parecer; por cierto, sin comprometerse y sin abandonar su actitud de servil. Tenía la impresión, decía, de que la grasa empezaba a estar demasiado caliente; le parecía que había llegado el momento de colar; creía que ya se había evaporado el alcohol del alambique… Y Druot, que desde luego no poseía una inteligencia superior, pero tampoco era tonto del todo, comprendió con el tiempo que sus decisiones eran más acertadas cuando hacía o mandaba hacer justo lo que Grenouille "creía" o "le parecía". Y como Grenouille no se expresaba nunca con arrogancia o aires de sabelotodo y porque jamás -y sobre todo nunca en presencia de madame Arnulfi- ponía en duda, ni siquiera irónicamente, la autoridad de Druot y su posición preponderante como primer oficial, Druot no veía razón alguna para no seguir sus consejos e incluso para no dejar en sus manos, abiertamente, cada vez más decisiones.

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