Al otro lado de la gran depresión, tal vez a una distancia de dos millas, se extendía o, mejor dicho, se encaramaba a las montañas una ciudad. Vista desde lejos no causaba una impresión de grandiosidad; carecía de una imponente catedral que sobresaliera de las casas, y en su lugar sólo había un campanario chato. Tampoco tenía una fortaleza en un punto estratégico ni edificios que llamaran la atención por su magnificencia. Las murallas parecían más bien endebles y aquí y allá surgían casas fuera de sus límites, sobre todo hacia la llanura, prestando a la ciudad un aspecto algo abandonado, como si hubiera sido conquistada y sitiada demasiadas veces y estuviera harta de ofrecer una resistencia seria a futuros invasores, pero no por debilidad, sino por indolencia o incluso por un sentimiento de fuerza. Parecía no necesitar ninguna ostentación. Dominaba la gran cuenca perfumada que tenía a sus pies y esto parecía bastarle.
Este lugar a la vez modesto y consciente del propio valor era la ciudad de Grasse, desde hacía varios decenios indiscutida metrópoli de la producción y el comercio de sustancias aromáticas, artículos de perfumería, jabones y aceites. Giuseppe Baldini había mencionado siempre su nombre con arrobado entusiasmo. La ciudad era una Roma de los perfumes, la tierra prometida de los perfumistas y quien no había ganado aquí sus espuelas, no tenía derecho a llevar este nombre.
Grenouille contempló con mirada muy grave la ciudad de Grasse. No buscaba ninguna tierra prometida de la perfumería y no le inspiraba ninguna ilusión la vista del nido que se encaramaba a las laderas. Había venido porque sabía que aquí se aprendían mejor que en ninguna otra parte las técnicas de la extracción de perfume y de ellas quería apropiarse, ya que las necesitaba para sus fines. Extrajo del bolsillo el frasco de su perfume, se aplicó unas gotas, muy pocas, y reemprendió la marcha. Una hora y media después, hacia el mediodía, estaba en Grasse.
Comió en una posada en el extremo superior de la ciudad, en la Place aux Aires. Cruzaba longitudinalmente esta plaza un arroyo en el que los curtidores lavaban sus pieles, que a continuación extendían para el secado. El olor era tan penetrante, que muchos de los huéspedes perdían el gusto mientras comían. No así Grenouille, que conocía aquel olor y se sentía seguro al aspirarlo. En todas las ciudades buscaba ante todo el barrio de los curtidores; después de visitarlo tenía la impresión de que, recién salido de su esfera maloliente, ya no era un extraño en las demás partes de la localidad.
Pasó toda la tarde vagando por las calles. El lugar estaba increíblemente sucio, a pesar o tal vez a causa de la gran cantidad de agua que, procedente de docenas de manantiales y fuentes, bajaba gorgoteando hacia la ciudad en anárquicos regueros y arroyuelos que minaban las calles o las cubrían de fango. En muchos barrios las casas estaban tan juntas que sólo quedaba una vara para pasajes y escaleras y los transeúntes, chapoteando en el barro, apenas tenían sitio para pasar. E incluso en las plazas y las escasas calles más anchas, los carruajes se sorteaban con dificultad unos a otros.
A pesar de todo, en medio de la suciedad, el fango y la estrechez, la ciudad bullía de actividad comercial. Grenouille descubrió en su recorrido nada menos que siete jabonerías, una docena de maestros de perfumería y guantería, innumerables destiladores, talleres de pomadas y especierías y por último unos siete vendedores de perfumes al por mayor.
Todos ellos eran comerciantes que disponían de grandes existencias de sustancias aromáticas, aunque por el aspecto de sus casas era difícil deducirlo. Las fachadas que daban a la calle impresionaban por su modestia burguesa y, sin embargo, lo que ocultaban en su interior, en gigantescos almacenes y sótanos, en cubas de aceite, en pila sobre pila del más fino jabón de lavanda, en bombonas de aguas florales, vinos, alcoholes, en balas de cuero perfumado, en sacos, arcas y cajas llenas a rebosar de toda clase de especias… -Grenouille lo olía con todo detalle a través de las paredes más gruesas- eran riquezas que no poseían ni los príncipes. Y cuando olfateó más a fondo a través de los prosaicos almacenes y tiendas, descubrió que en la parte posterior de aquellas casas burguesas, pequeñas y cuadradas, se levantaban edificios realmente lujosos. En torno a jardines de tamaño reducido pero encantadores, donde crecían adelfas y palmeras alrededor de rumorosos y delicados surtidores rodeados de parterres, se extendían las auténticas viviendas, la mayoría en forma de U y orientadas al sur: dormitorios inundados de sol y tapizados de seda en los pisos superiores, magníficos salones con paredes revestidas de maderas exóticas en la planta baja y comedores en terrazas al aire libre donde, como Baldini le había contado, se comía con cubiertos de oro y en platos de porcelana. Los señores que vivían tras aquellas modestas fachadas olían a oro y a poder, a grandes y aseguradas fortunas, y su olor era más fuerte que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces a este respecto durante su viaje por la provincia.
Ante uno de los palacios camuflados se detuvo más rato. La casa se encontraba al principio de la Rue Droite, una calle principal que atravesaba la ciudad en toda su longitud, de este a oeste. Su aspecto no tenía nada de extraordinario; era algo más ancha y vistosa que las demás, pero no imponente, ni mucho menos. Ante la puerta cochera había un furgón lleno de cubas que eran descargadas mediante una plataforma. Otro furgón esperaba tras el primero. Entró en la tienda un hombre con unos papeles, volvió a salir en compañía de otro hombre y ambos desaparecieron dentro del portal. Grenouille se hallaba al otro lado de la calle y observaba toda su actividad. Nada de lo que sucedía le interesaba y, no obstante, permanecía inmóvil. Algo lo retenía.
Cerró los ojos y se concentró en los olores que flotaban hacia él desde el edificio de enfrente. Había el olor de las cubas, vinagre y vino, y luego los múltiples y densos olores del almacén, los olores de la riqueza, transpirados por las paredes como un sudor fino y dorado, y finalmente, los olores de un jardín que debía encontrarse al otro lado de la casa. No era fácil captar los aromas más delicados del jardín porque se elevaban en jirones delgados por encima de los frontones del edificio antes de bajar a la calle. Grenouille distinguió la magnolia, el jacinto, el torvisco y el rododendro… pero en este jardín parecía haber otra cosa, algo divinamente bueno, una fragancia más exquisita que ninguna de las que había olfateado en su vida… Tenía que aproximarse a ella.
Meditó sobre si debía entrar sencillamente en la vivienda por la puerta cochera, pero había allí tantas personas ocupadas en la descarga y el control de las cubas, que no podría pasar inadvertido. Decidió retroceder por la misma calle hasta encontrar una callejuela o un pasaje que condujera a la fachada lateral de la casa.
A unos metros de distancia se hallaba la puerta de la ciudad, al principio de la Rue Droite. La franqueó y se mantuvo pegado a la muralla, siguiéndola colina arriba. No tuvo que ir muy lejos para volver a oler el jardín, primero débilmente, mezclado todavía con el aire de los campos, y después cada vez más fuerte. Al final comprendió que estaba muy cerca. El jardín lindaba con la muralla de la ciudad y se encontraba justo a su lado. Retrocediendo unos pasos, pudo ver por encima del muro las ramas superiores de los naranjos.
Volvió a cerrar los ojos. Las fragancias del jardín le rodearon, claras y bien perfiladas, como las franjas policromas de un arco iris. Y la más valiosa, la que él buscaba, figuraba entre ellas. Grenouille se acaloró de gozo y sintió a la vez el frío del temor. La sangre le subió a la cabeza como a un niño sorprendido en plena travesura, luego le bajó hasta el centro del cuerpo y después le volvió a subir y a bajar de nuevo, sin que él pudiera evitarlo. El ataque del aroma había sido demasiado súbito. Por un momento, durante unos segundos, durante toda una eternidad, según se le antojó a él, el tiempo se dobló o desapareció por completo, porque ya no sabía si ahora era ahora y aquí era aquí, o ahora era entonces y aquí era allí, o sea la Rue des Marais en París, en septiembre de 1753; la fragancia que llegaba desde el jardín era la fragancia de la muchacha pelirroja que había asesinado.
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