John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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– ¿Por qué no me dolerá cuando me quiten los puntos? -volvió a preguntarle la niña

– Porque la herida está curada, la piel ha vuelto a crecer -le dijo Eddie

Marion había desaparecido de la vista, y el muchacho se preguntaba si todo había terminado. "Hasta la vista, Eddie." ¿Habían sido ésas sus últimas palabras? "Supongo que sí…" era lo último que le había dicho a su hija. Eddie no podía creer que la despedida hubiese sido tan brusca: la ventanilla abierta del Mercedes, el cabello de Marion ondeando al viento, el brazo que la mujer agitaba fuera de la ventanilla. Y la luz del sol le iluminaba sólo media cara; el resto no se veía. Eddie O'Hare no podía saber que ni Ruth ni él verían de nuevo a Marion hasta pasados treinta y siete años. Pero, durante ese largo tiempo, Eddie se haría cruces de la aparente indiferencia de su partida

¿Cómo había podido hacerlo?, se preguntaría Eddie, el mismo interrogante que un día Ruth se plantearía acerca de su madre

Le extrajeron los dos puntos con tal rapidez que Ruth no tuvo tiempo de llorar. La pequeña estaba más interesada en los puntos que en la cicatriz casi perfecta. La tenue línea blanca sólo estaba algo descolorida por los restos de yodo o cualquiera que fuese el antiséptico, el cual había dejado una mancha pardoamarillenta. El médico le dijo que ahora podía volver a mojarse el dedo y que con el primer baño que se diera la mancha desaparecería. Pero a Ruth le interesaba más que no sufrieran ningún daño los dos puntos, cada uno de ellos cortado por la mitad y metidos en un sobre junto con la costra, ésta cerca del extremo anudado de uno de los cuatro trocitos de hilo

– Quiero enseñarle a mamá los puntos y la costra -dijo Ruth.

– Primero vayamos a la playa -sugirió Eddie

– Primero vamos a enseñarle la costra y luego los puntos -replicó Ruth

– Ya veremos… -empezó a decirle Eddie

Pensó que el consultorio del médico en Southampton no estaba a más de quince minutos a pie desde la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Si Ted seguía allí, ya llevaba más de una hora con la señora Vaughn. Lo más probable era que Ted no estuviera con la señora Vaughn, pero tal vez había recordado que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana y quizá sabía dónde estaba el consultorio del médico

– Vamos a la playa -le dijo Eddie a la pequeña-. Démonos prisa

– Primero la costra, luego los puntos y después a la playa -replicó la niña

– Hablemos de todo eso en el coche -sugirió Eddie

Pero no hay manera de efectuar una negociación directa con una criatura de cuatro años. Aunque no toda negociación tiene que ser difícil, pocas son las que no requieren una considerable cantidad de tiempo

– ¿Nos hemos olvidado de la foto? -le preguntó Ruth.

– ¿La foto? -replicó Eddie-. ¿Qué foto?

– ¡Los pies! -exclamó Ruth.

– Ah, pues… la foto no está lista

– ¡Eso está muy mal! -exclamó la niña-. Mis puntos están listos, mi corte está curado

– Sí -convino Eddie

Creyó ver en eso una manera de desviar la atención de la pequeña; de este modo se olvidaría de que quería mostrar la costra y los puntos a su madre antes de ir a la playa

– Mira, iremos a la tienda y les diremos que nos den la foto -sugirió Eddie

– La foto arreglada -precisó Ruth.

– ¡Buena idea! -exclamó Eddie

El muchacho se dijo que a Ted no se le ocurriría pensar en la tienda de marcos, por lo que era un lugar casi tan seguro como la playa. Pensó que primero debía hablar mucho de la foto, para que Ruth se olvidara de que quería enseñarle a Marion la costra y los puntos. (Mientras la niña miraba a un perro que se estaba rascando en el aparcamiento, Eddie metió en la guantera la costra y los preciados puntos.) Pero la tienda de marcos no era tan segura como Eddie había supuesto

¿Por qué asustarse a las diez de la mañana?

Ted no se había acordado de que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana. La señora Vaughn no le había dado tiempo para acordarse de nada. Aún no habían transcurrido cinco minutos desde su llegada a la casa cuando la mujer le perseguía por el patio y por Gin Lane, armada con un cuchillo de sierra para cortar pan, mientras le gritaba que era "la encarnación de la perversidad". (Ted recordaba vagamente que ése era el título de un cuadro terrible que figuraba en la colección de arte de los Vaughn.)

El jardinero, que había observado la aproximación del "artista", como le llamaba despectivamente, a la mansión de los Vaughn, también fue testigo de la retirada de Ted por el patio, en cuyo surtidor de agua turbia el artista estuvo a punto de caer, a causa de los implacables tajos y cuchilladas que la señora Vaughn daba al aire. Ted corrió por el sendero de acceso y salió a la calle perseguido por su encolerizada ex modelo

El jardinero, temeroso de que uno de ellos se abalanzara de cabeza contra la escalera de mano, que medía cuatro metros, se aferró precariamente a lo alto del seto de aligustres y desde esa altura observó que Ted Cole corría más que la señora Vaughn, la cual abandonó la persecución a escasa distancia del cruce de Gin Lane y Wyandanch. Cerca del cruce había otra alta barrera de aligustres y, desde la perspectiva elevada pero distante del jardinero, Ted desapareció en los setos o giró hacia el norte, por Wyandanch Lane, sin mirar atrás ni una sola vez. La señora Vaughn, todavía hecha un basilisco y llamando una y otra vez al artista "la encarnación de la perversidad", regresó al sendero de acceso a su casa. De una manera espontánea, que al jardinero le parecía involuntaria, seguía cortando y acuchillando el aire con el cuchillo de sierra

Sobre la finca de los Vaughn y en Gin Lane se hizo un profundo silencio. Ted, metido en la espesura de aligustres, apenas podía moverse para consultar su reloj. El laberinto de aligustres tenía tal densidad que ni siquiera un Jack Russell terrier podría haber penetrado en el seto; pero allí se había metido Ted, que estaba ahora lleno de arañazos y tenía las manos y la cara ensangrentadas. Sin embargo, se había librado del cuchillo de cortar pan y, por el momento, de la señora Vaughn. Pero ¿dónde estaba Eddie? Ted esperó entre los aligustres a que apareciera el familiar Chevy modelo 1957

El jardinero, que había iniciado la tarea de recoger los dibujos hechos trizas de su patrona y del hijo de ésta una hora o más antes de que Ted apareciera, hacía rato que había dejado de mirar los restos de los dibujos, pues incluso lo que revelaban los fragmentos era demasiado turbador. Ya conocía los ojos y la boca pequeña de su patrona, así como el resto de sus tensas facciones, ya conocía sus manos y la tensión tan poco natural de sus hombros. El jardinero hubiese preferido imaginar los senos y la vagina de la señora Vaughn. Lo que había visto de su desnudez en los dibujos destrozados no era en absoluto invitador. Además, había trabajado con mucha rapidez, pues aunque comprendía bien por qué la señora Vaughn habría querido eliminar los dibujos, no concebía qué clase de locura se había apoderado de ella para destrozar las imágenes pornográficas de sí misma en medio de un vendaval y con todas las puertas abiertas. En el lado de la casa que daba al mar, los trozos de papel se habían detenido en la barrera de rosales, pero algunas vistas parciales de la señora Vaughn y su hijo se habían desplazado por el sendero y ahora revoloteaban en la playa

Al jardinero no le hacía mucha gracia el hijo de la señora Vaughn. Era un chiquillo altivo que una vez se hizo pis en el estanque para pájaros y luego lo había negado. Pero el jardinero era un fiel empleado de la familia Vaughn desde antes de que naciera el mocoso, y además sentía cierta responsabilidad hacia el vecindario. El jardinero no sabía de nadie a quien pudieran agradarle incluso aquellas vistas parciales de las partes íntimas de la señora Vaughn. No obstante, la fascinación por averiguar lo que había sido del artista (a saber, ¿estaba escondido en un seto vecino o había escapado hacia Southampton?) puso fin al brioso ritmo con que trabajaba para limpiar el estropicio

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