A las nueve y media de la mañana, cuando Eddie O'Hare llevaba ya una hora de retraso, Ted Cole salió gateando del seto de aligustres en Gin Lane y caminó con cautela, pasando ante el sendero de acceso a la finca de los Vaughn, para darle a Eddie una oportunidad de verle, por si el chico, por alguna razón, le había estado esperando en el extremo oeste de Gin Lane que se cruza con la calle South Main
En opinión del jardinero, ese movimiento fue imprudente e incluso temerario. Desde lo alto de la torrecilla que había en el tercer piso de la mansión de los Vaughn, la señora podía ver el seto. Si la mujer agraviada estaba en la torrecilla, abarcaría desde allí una vista general de Gin Lane
Lo cierto es que la señora Vaughn debía de estar en aquella atalaya, porque apenas unos segundos después de que Ted pasara ante el sendero de acceso y empezara a apretar el paso a lo largo de Gin Lane, el jardinero se alarmó al oír el rugido del coche de la dama. Era un Lincoln de un negro reluciente, y salió del garaje a tal velocidad que patinó sobre las piedras del patio y a punto estuvo de estrellarse contra el surtidor de agua turbia. En el último momento, la señora Vaughn intentó evitar el surtidor y giró el volante demasiado cerca del seto. El Lincoln derribó la escalera de mano y dejó al apurado jardinero agarrado a lo alto del seto
– ¡Corra! -le gritó el hombre a Ted
Que Ted viviera para ver otro día se debió sin duda al ejercicio regular y riguroso que hacía en esa pista de squash que le daba una ventaja injusta. A pesar de sus cuarenta y cinco años, Ted corría como un gamo. Saltó por encima de varios rosales sin aminorar la velocidad y cruzó corriendo un césped, ante un hombre que estaba limpiando una piscina y que se quedó mirándole embobado y en silencio. Luego le persiguió un perro, por suerte pequeño y más bien cobarde. Ted desprendió un bañador femenino de un tendedero, azotó con la prenda el morro del asustadizo animal y éste se alejó con el rabo entre las patas. Como es natural, varios jardineros, sirvientas y amas de casa gritaron al intruso, pero éste, sin inmutarse, saltó tres vallas y escaló un muro de piedra bastante alto. Sólo pisoteó dos parterres de flores, y no vio que el Lincoln de la señora Vaughn rebasaba la esquina de Gin Lane y enfilaba la calle South Main, donde, en el acaloramiento de la persecución, derribó una señal de tráfico. Sin embargo, entre los listones de una valla de madera en Toylsome Lane, Ted vio que el Lincoln, negro como un coche funerario, avanzaba paralelo a él mientras atravesaba dos extensiones de césped, un huerto lleno de árboles frutales y algo que parecía un jardín japonés, donde se metió en un estanque con peces de colores y se mojó los zapatos y los tejanos hasta las rodillas
Ted dio la vuelta hacia Toylsome. Se atrevió a cruzar esa calle, vio el parpadeo de las luces de freno del Lincoln negro y temió que la señora Vaughn le hubiera visto por el espejo retrovisor y se detuviera para volver atrás, hacia Toylsome. Pero la mujer no le había localizado y Ted la perdió de vista. Llegó a la población de Southampton en un estado bastante lamentable, pero avanzó con audacia por la calle South Main, llena de tiendas y grandes almacenes. Si no hubiera estado tan concentrado en la búsqueda del Lincoln negro, quizás habría visto su propio Chevrolet modelo 1957, estacionado junto a la tienda de marcos en South Main, pero Ted pasó junto a su coche sin reconocerlo y cruzó la calle en diagonal para entrar en una librería
Como es natural, en todas las librerías conocían a Ted, pero, éste visitaba con regularidad aquel local, donde firmaba rutinariamente los ejemplares de sus obras que hubiera en existencia. El dueño de la librería y sus empleados no estaban acostumbrados a ver al señor Cole tan sucio como se presentó ante ellos aquel viernes por la mañana, pero le habían visto sin afeitar y a menudo vestido más como un estudiante universitario o un trabajador que a la moda, cualquiera que ésta fuese, seguida por los autores de best-sellers e ilustradores de libros infantiles
La sangre era el principal elemento que prestaba un aire de novedad al aspecto de Ted. Su cara llena de arañazos y ensangrentada, así como la sangre, más sucia, en el dorso de las manos, con las que se había abierto paso a través de un seto centenario, indicaban un accidente o violencia para el sorprendido librero cuyo apellido, curiosamente, era Mendelssohn. No tenía ninguna relación con el compositor alemán, y a aquel Mendelssohn o le gustaba demasiado su apellido, o le desagradaba tanto su nombre de pila que nunca lo revelaba. (En cierta ocasión, cuando Ted le preguntó por su nombre, Mendelssohn se limitó a decirle: "Félix no es".)
Aquel viernes, ya fuese por la agitación que le producía ver la sangre de Ted, ya por el hecho de que los tejanos del escritor goteaban en el suelo de la librería (y los zapatos de Ted arrojaban agua en varias direcciones cada vez que su portador daba un paso), Mendelssohn agarró a Ted por los sucios faldones de la camisa de franela desabrochada y por fuera de los pantalones y exclamó en voz demasiado alta: "¡Ted Cole!"
– Sí, soy Ted Cole -admitió Ted-. Buenos días, Mendelssohn
– ¡Es Ted Cole, no hay ninguna duda! -insistió el librero.
– Perdóneme por sangrar así -le dijo Ted con calma
– ¡No diga eso, por favor, no hay nada que perdonar! -exclamó Mendelssohn
Entonces se volvió hacia una atónita dependienta, que estaba de pie cerca de ellos, con una expresión de temor reverencial y de horror en el rostro. Mendelssohn le pidió que trajera una silla al señor Cole
– ¿No ves que está sangrando? -apremió el librero a la joven. Pero Ted le preguntó si primero podía ir al lavabo, y añadió en tono solemne que había sufrido un accidente. Entonces se encerró en un pequeño aseo. Examinó en el espejo los daños sufridos, mientras componía, como sólo un escritor puede hacerlo, un relato de incomparable sencillez sobre la clase de "accidente" que acababa de sufrir. Vio que una rama del maligno seto le había arañado un ojo, dejándoselo lagrimeando. Un rasguño más profundo era el origen de la sangre que le brotaba de la frente. Otro rasguño que sangraba menos pero parecía más difícil de curar le recorría toda una mejilla. Se lavó las manos. Los cortes le escocían, pero la sangre casi había dejado de brotar en los dorsos de las manos. Se quitó la camisa de franela y se ató alrededor de la cintura las mangas cubiertas de barro, una de las cuales también se había empapado en el estanque
Ted aprovechó aquel momento para admirar su cintura. A los cuarenta y cinco años aún podía llevar unos tejanos y una camiseta metida por debajo del pantalón y enorgullecerse del efecto de conjunto. Pero la camiseta era blanca y las manchas dejadas por la hierba (se había caído por lo menos en los céspedes de dos casas) en el hombro izquierdo y en el pecho no mejoraban precisamente su aspecto. Los tejanos, empapados por debajo de las rodillas, seguían goteando en los zapatos llenos de agua
Tan sereno como podía estarlo en aquellas circunstancias, Ted salió del lavabo, y Mendelssohn a secas, quien ya había dispuesto una silla para el autor que les visitaba, se apresuró a saludarle efusivamente una vez más. Acercaron la silla a una mesa, sobre la que esperaban unas docenas de ejemplares de las obras de Ted Cole para que las firmara
Pero Ted manifestó su deseo de hacer un par de llamadas telefónicas. Llamó primero a la casa vagón para averiguar si Eddie estaba allí, y no obtuvo respuesta. Tampoco le respondió nadie cuando telefoneó a su casa: Marion no iba a ponerse al aparato aquel día tan bien ensayado. ¿Habría tenido Eddie un accidente de tráfico? Por la mañana la conducción del muchacho había sido más bien errática. Ted llegó a la conclusión de que sin duda Marion le había reblandecido al chico los sesos
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