Al margen de lo bien que Marion hubiera ensayado la jornada, se había equivocado al pensar que el único recurso de Ted para volver a casa sería caminar hasta el consultorio de su contrincante en el juego de squash y esperar a que el doctor Leonardis, o uno de sus pacientes, le llevara a Sagaponack. El consultorio de Dave Leonardis estaba en el extremo de Southampton, junto a la carretera de Montauk, mientras que la librería no sólo estaba más cercana a la mansión de la señora Vaughn, sino que era un lugar más adecuado para que alguien rescatara a Ted Cole. Éste casi podría haber entrado en cualquier librería del mundo y pedir que le llevaran a casa
Eso fue lo que hizo apenas se sentó a la mesa para firmar sus libros
– La verdad es que necesitaría que alguien me llevara a casa -dijo el famoso autor.
– ¡Faltaría más! -exclamó Mendelssohn-. ¡Naturalmente, no hay ningún problema! Vive usted en Sagaponack, ¿no es cierto? ¡Yo mismo le llevaré! Bueno…, tendré que llamar a mi mujer. Puede que esté comprando, pero no tardará en volver. Mi coche está en el taller, ¿sabe?
– Confío en que no sea el mismo taller que se ocupó de mi coche -dijo Ted a aquel entusiasta-. Acabo de recogerlo y se han olvidado de fijarle la columna de dirección. Era como esos dibujos animados que todos hemos visto: tenía el volante en las manos, pero no estaba fijado a las ruedas. Giré a un lado y el coche fue por el otro y se salió de la carretera. Por suerte lo único que había allí era un seto enorme. Al salir por la ventanilla, las ramas me hicieron varios rasguños, y para colmo caí en un estanque
Ahora le escuchaban con atención. Mendelssohn, que estaba ya al lado del teléfono, pospuso la llamada a su esposa. Y la dependienta que al principio se había quedado pasmada ahora sonreía. Ted consideraba que aquella mujer pertenecía a un tipo que, en general, no le atraía, pero si ella se ofrecía para llevarle a casa, quizá surgiera algo.
Probablemente hacía poco que había terminado los estudios universitarios. Sin maquillaje ni bronceado y con el cabello lacio, era una precursora del estilo que se impondría la década siguiente. No era bonita, tenía unas facciones insulsas, pero su palidez representaba una especie de franqueza sexual para Ted, quien reconocía que parte del aspecto austero de la joven reflejaba su apertura a unas experiencias a las que tal vez ella llamara "creativas". Era la clase de joven a la que es posible seducir intelectualmente. (Cabía la posibilidad de que el aspecto de Ted en aquellos momentos, especialmente desaliñado, constituyera un factor positivo para ella.) Y las relaciones sexuales, dado que la mujer era todavía lo bastante joven para considerarlas novedosas, eran sin duda un campo de experiencia al que ella podría denominar "auténtico"…, sobre todo tratándose de un escritor famoso
Lamentablemente, la dependienta no tenía coche
– Voy en bicicleta -le dijo a Ted-. De lo contrario le llevaría a su casa
Ted pensó que era una lástima, pero luego se dijo que en realidad no le gustaba la discrepancia entre la delgadez del labio inferior de la joven y el grosor exagerado del labio superior
Mendelssohn empezó a sentirse inquieto porque su esposa seguía de compras. La llamaba una y otra vez, y aseguraba a Ted que no tardaría en volver. Un muchacho con un indescriptible defecto del habla, el otro miembro del personal que estaba en la librería aquel viernes por la mañana, le pidió disculpas porque había prestado su coche a un amigo para ir a la playa
Ted permaneció allí sentado, firmando ejemplares lentamente. Sólo eran las diez. Si Marion hubiera sabido lo cerca que se encontraba Ted y la facilidad con que podría lograr que alguien le llevara a casa, tal vez hubiera sido presa del pánico. Si Eddie O'Hare hubiera sabido que Ted estaba firmando ejemplares al otro lado de la calle, casi frente a la tienda de marcos (donde Eddie insistía en que la fotografía "de los pies" tenía que estar enmarcada para que Ruth se la llevara ese día a casa sin más dilación), también podría haberse asustado mucho
En cambio, no había ninguna razón para que Ted se asustara. Ignoraba que su mujer le estaba abandonando y todavía imaginaba que era él quien la abandonaba. Por otro lado, al no andar por las calles no corría peligro inmediato (el de que la señora Vaughn diera con él). E incluso si la esposa de Mendelssohn jamás regresaba de sus compras, sin duda en cuestión de minutos entraría en la librería algún fiel lector de Ted Cole. Probablemente sería una mujer, y Ted compraría uno de sus propios libros firmados para regalárselo, y ella le llevaría a casa en su coche. Y si era guapa, y etcétera, etcétera…, ¿quién sabía lo que podría surgir? ¿Por qué asustarse a las diez de la mañana? Así pensaba Ted
No tenía la menor idea
De cómo el ayudante de escritor se hizo escritor
Entretanto, en la cercana tienda de marcos, Eddie O'Hare se hacía oír. Al principio era inconsciente del poderoso cambio operado en su interior, y creía que sólo estaba enfadado. Tenía motivos para estarlo. La dependienta que le atendía no le dispensaba un trato cortés. No era mucho mayor que él, pero dejaba traslucir con demasiada brusquedad que un chico de dieciséis años y una niña de cuatro, que pedían el enmarcado de una sola foto de veinte por veinticinco, no ocupaban un lugar muy alto en la lista de los acomodados mecenas southamptonianos de las artes a los que la tienda de marcos quería servir
Eddie pidió ver al encargado, pero la dependienta volvió a mostrarse descortés y repitió que la fotografía no estaba lista.
– Te aconsejo que la próxima vez telefonees antes de venir -le dijo a Eddie
– ¿Quieres ver mis puntos? -le preguntó Ruth a la dependienta-. También tengo una costra
Era evidente que la dependienta, en realidad todavía una niña, no tenía hijos. Hizo caso omiso de Ruth, lo cual aumentó la cólera de Eddie
– Enséñale tu cicatriz, Ruth -le dijo a la pequeña.
– Mira… -empezó a decir la dependienta
– No, mira tú -la interrumpió Eddie, todavía sin comprender que se estaba haciendo oír. Nunca había hablado a nadie de aquella manera. Ahora, de repente, no podía detenerse, y siguió diciendo-: Estoy dispuesto a tener paciencia con alguien que es descortés conmigo, pero no voy a consentir que lo sea con una criatura. Si aquí no hay un encargado, debe de haber alguien, quien sea, la persona que hace el trabajo, por ejemplo. Quiero decir que debe de haber una trastienda donde se colocan los paspartús y se ponen los marcos, ¿no? Tiene que haber alguien más aparte de ti. No voy a marcharme sin la fotografía y no quiero hablar contigo
Ruth miraba a Eddie
– ¿Te has enfadado con ella? -le preguntó.
– Sí, me he enfadado con ella
Se sentía inseguro de sí mismo, pero la dependienta nunca habría adivinado que Eddie O'Hare era un joven lleno de dudas. Para ella era la confianza personificada. Causaba una impresión aterradora
Sin decir palabra, la joven entró en la "trastienda" que Eddie había mencionado tan confiadamente. En realidad, eran dos las habitaciones: el despacho de la dueña y lo que Ted habría llamado un taller. Allí estaban tanto la dueña, una señora perteneciente a la buena sociedad de Southampton y divorciada, llamada Penny Pierce, como el chico que se pasaba el día entero poniendo marcos
La desagradable dependienta transmitió su impresión de que Eddie, a pesar de las apariencias, "daba miedo". Aunque Penny Pierce sabía quién era Ted Cole, y recordaba vívidamente a Marion por lo guapa que era, desconocía por completo a Eddie O'Hare. Supuso que la pequeña era la niña desdichada que tuvieron Ted y Marion para compensar la pérdida de sus dos hijos. La señora Pierce también recordaba muy bien a los chicos. ¿Quién podría olvidar aquella racha de buena suerte que experimentó la tienda? Hubo centenares de fotografías que enmarcar, y Marion no había elegido marcos baratos. Penny Pierce recordaba que la factura ascendió a miles de dólares. Desde luego, deberían haberse apresurado a enmarcar la foto y probablemente, se dijo ahora la señora Pierce, deberían haberlo hecho de balde
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