John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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Cuando hicieron un alto en la tienda de artículos generales de Sagaponack para tomar café, Eddie lo sabía todo acerca del camión de mudanzas aparcado allí y en cuya cabina dos hombres robustos tomaban café y leían la prensa de la mañana. Cuando Eddie regresara de casa de la señora Vaughn y llevara a Ruth al médico, Marion sabría dónde encontrar a los empleados de mudanzas. Éstos, al igual que Eddie, habían recibido instrucciones: debían esperar en la tienda hasta que Marion fuese a buscarlos. Ted, Ruth y las niñeras, cuyos servicios habían sido cancelados aquel día, no verían a los empleados de mudanzas

Cuando Ted llegara de Southampton, los transportistas (y todo lo que Marion quería llevarse consigo) se habrían ido. Marion también habría desaparecido. Se lo había advertido previamente a Eddie, y éste debía explicárselo a Ted. Tal era el guión que el muchacho ensayaba una y otra vez camino de Southampton

– Pero ¿quién va a explicárselo a Ruth? -le había preguntado Eddie, y entonces vio en la expresión de Marion aquel aura de distanciamiento que viera en ella cuando se interesó por el accidente

Era evidente que Marion no había incluido en su guión la parte en la que alguien se lo explicaba todo a Ruth

– Cuando Ted te pregunte adónde he ido, le dices que no lo sabes -le instruyó Marion

– Pero ¿adónde vas? -inquirió Eddie

– No lo sabes -repitió Marion-. Si Ted te pide con insistencia una respuesta más satisfactoria, a eso o a cualquier otra cosa, limítate a decirle que tendrá noticias de mi abogado. Él se lo dirá todo

– Ah, estupendo -dijo Eddie

– Y si te pega, pégale también. Por cierto, no te dará un puñetazo…, una bofetada como máximo, pero tú arréale con el puño. Dale un puñetazo en la nariz. Si le golpeas en la nariz se detendrá

Pero ¿qué haría con Ruth? Los planes con respecto a la niña eran vagos. Si Ted empezaba a gritar, ¿hasta qué punto debería oírle Ruth? Si había una pelea, ¿hasta qué punto debería presenciarla la niña? Si las niñeras habían sido despedidas, Ruth tendría que quedarse o con Ted, o con Eddie, o con ambos. Lo más probable sería que estuviera trastornada

– Si necesitas ayuda para cuidar de Ruth, puedes llamar a Alice -le sugirió Marion-. Le he dicho a Alice que tú o Ted podríais llamarla. Incluso le he dicho que llame a casa a media tarde, por si la necesitáis

Alice era la niñera de la tarde, la guapa universitaria que tenía su propio coche. Eddie le recordó a Marion que, de todas las niñeras, aquélla era la que menos le gustaba

– Será mejor que cambies un poco de idea -replicó Marion-. Si Ted te manda a paseo, y no veo por qué no habría de hacerlo, necesitarás que te lleven a Orient Point para tomar el transbordador. Ted tiene prohibido conducir, ya lo sabes… Claro que, aunque pudiera, no creo que quisiera llevarte

– Ted me mandará a paseo y tendré que pedirle a Alice que me lleve -resumió Eddie

Marion se limitó a darle un beso

Por fin llegó el momento. Cuando Eddie se detuvo en el sendero de acceso a la casa de la señora Vaughn, en Gin Lane, Ted le dijo:

– Espérame aquí, porque no voy a aguantar media hora con esa mujer. Tal vez veinte minutos como mucho. Quizá diez…

– Me voy y vuelvo -mintió Eddie

– Vuelve dentro de un cuarto de hora -dijo Ted

Entonces reparó en las largas tiras de su habitual papel de dibujo. El viento hacía revolotear los fragmentos de sus dibujos, que habían sido hechos pedazos. La imponente barrera de aligustres había impedido que la mayor parte de los fragmentos llegaran a la calle, pero los setos estaban cubiertos de banderolas ondeantes y tiras de papel, como si los revoltosos invitados a un banquete de bodas hubieran sembrado de confeti improvisado la finca de los Vaughn

Mientras Ted avanzaba a paso lento y agobiado, Eddie bajó del coche para observar. Incluso siguió a Ted un corto trecho. El patio estaba lleno de trozos de papel con dibujos de Ted, y el surtidor estaba obturado por un amasijo de papel. El agua de la pila tenía un color marrón grisáceo, una tonalidad sepia

– La tinta de calamar… -dijo Ted en voz alta

Eddie, caminando hacia atrás, retrocedía ya hacia el coche. Había visto al jardinero encaramado a una escalera de mano, retirando papeles del seto. El hombre los había mirado a los dos con el ceño fruncido, pero Ted no había reparado ni en el jardinero ni en la escalera. La tinta de calamar que ensuciaba el agua del surtidor le había atraído por completo la atención.

– Dios mío… -musitó mientras Eddie se marchaba

En comparación con Ted, el jardinero vestía mejor. Ted siempre vestía con descuido, en general prendas arrugadas: tejanos, una camiseta de media manga metida bajo el pantalón y (aquella mañana de viernes algo fría) una camisa de franela sin abrochar que aleteaba al viento. Además, no se había afeitado, pues quería dar la peor impresión posible a la señora Vaughn. (Ted y sus dibujos ya habían causado la peor impresión posible al jardinero.)

– ¡Que sean cinco minutos! -le gritó Ted a Eddie

En vista de la larga jornada que tenía por delante, poco importaba que Eddie no le hubiera oído

En Sagaponack, Marion había metido en una bolsa una toalla grande de playa para Ruth, la cual llevaba ya el bañador bajo los pantalones cortos y la camiseta. La bolsa contenía además toallas corrientes y dos mudas, incluidos unos pantalones largos y una sudadera

– Puedes llevarla a almorzar donde te parezca -le dijo Marion a Eddie-. Recuerda que sólo come emparedados de queso a la plancha con patatas fritas

– Y ketchup -puntualizó Ruth

Marion intentó darle a Eddie un billete de diez dólares para la comida

– Tengo dinero -replicó el muchacho, pero cuando éste se volvió para acomodar a Ruth en el Chevy, Marion le metió el billete en el bolsillo trasero derecho de los tejanos, y él recordó lo que había sentido la primera vez que ella le atrajo tirando de la cintura de sus pantalones, la sensación de los nudillos femeninos contra el vientre desnudo. Entonces le quitó la presilla del pantalón y le bajó la cremallera de la bragueta, un gesto que Eddie recordaría durante cinco o diez años cada vez que se desvistiera

– Cariño -le dijo Marion a Ruth-, recuerda que no debes llorar cuando el médico te quite los puntos. Te prometo que no te hará ningún daño

– ¿Puedo quedarme los puntos? -le preguntó la niña.

– Supongo que sí… -replicó Marion

– Claro que puedes quedártelos -le aseguró Eddie.

– Hasta la vista, Eddie -dijo Marion

Vestía pantalones cortos y zapatillas de tenis, aunque no jugaba al tenis, y una holgada camisa de franela que era de Ted y le iba demasiado grande. No llevaba sostén. Aquella mañana, a primera hora, cuando Eddie se marchaba para recoger a Ted en la casa vagón, Marion le había tomado la mano para aplicarla sobre su pecho desnudo. Pero cuando el muchacho intentó besarla, ella retrocedió. La sensación de su pecho permaneció en la mano derecha de Eddie, y ahí seguiría durante diez o quince años

– Háblame de los puntos -le pidió Ruth a Eddie mientras él giraba a la izquierda

– No los notarás mucho cuando el doctor te los quite -dijo Eddie

– ¿Por qué no?

Antes de tomar el siguiente giro, a la derecha, el muchacho tuvo el último atisbo de Marion por el retrovisor. Marion estaba al volante del Mercedes. Eddie sabía que ella no iba a girar a la derecha, pues el lugar donde la esperaban los empleados de mudanzas estaba en línea recta. El sol de la mañana, que brillaba intensamente por el lado del conductor, iluminaba el lado izquierdo del rostro de Marion. El cristal de la ventanilla estaba bajado, y Eddie vio que el viento le hacía ondear el cabello. Poco antes de que él girase, Marion saludó a Eddie y a Ruth agitando la mano, como si todavía se propusiera estar allí cuando regresaran

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