Los desnudos presentaban una triste secuencia. Al principio los puños seguían cerrados sobre los tensos muslos y la señora Vaughn estaba sentada de perfil. A menudo uno de los hombros le ocultaba los senos. Cuando por fin estaba de cara al artista, su destructor, se rodeaba con los brazos para ocultar los pechos y juntaba las rodillas. La entrepierna estaba oculta casi por completo y el vello púbico, cuando era visible, consistía sólo en unas tenues líneas
Entonces Eddie gimió en el coche cerrado. Los desnudos posteriores de la señora Vaughn tenían tan poco disimulo como las fotografías más crudas de un cadáver. Los brazos le pendían fláccidos a los costados, como si se le hubieran dislocado brutalmente los hombros tras una caída violenta. No llevaba sostén y los pechos le colgaban. El pezón de uno de los senos parecía mayor, más oscuro y más caído que el otro. Tenía las rodillas separadas, como si hubiera perdido toda sensación en las piernas o como si se hubiera roto la pelvis. Para ser tan menuda, el ombligo era demasiado grande y el vello púbico demasiado abundante. Los labios de la vagina estaban entreabiertos y laxos. El último de los desnudos era la primera imagen pornográfica que Eddie veía, aunque el muchacho no acababa de comprender qué era lo pornográfico de aquellos dibujos. Se sintió angustiado y lamentó profundamente haber visto tales imágenes, que reducían a la señora Vaughn al orificio que tenía en el centro. Aquellas imágenes degradaban a la mujer todavía más que el fuerte olor que había dejado en las almohadas de la casa alquilada
Por el sendero de acceso a la mansión de los Vaughn, el crujido de las piedrecillas perfectas bajo los neumáticos del Chevy evocaba la rotura de los huesos de pequeños animales. Al pasar ante el surtidor que se alzaba en el centro del sendero circular, vio moverse una cortina en el piso superior. Cuando tocó el timbre, estuvo en un tris de que se le cayeran los dibujos, y sólo pudo evitarlo sujetándolos con ambos brazos contra el pecho. Le pareció que esperaba una eternidad a que le abriera la mujer menuda y morena
Marion había estado en lo cierto. La señora Vaughn no había terminado de vestirse, o tal vez no había completado la fase exacta de desnudez que quizá preparaba para atraer a Ted. Tenía el cabello húmedo y lacio, y el labio superior parecía despellejado. En una comisura de la boca, como la sonrisa sin completar de un payaso, había un resto de la crema depilatoria, que había tratado de eliminar con excesiva rapidez. La señora Vaughn también se había apresurado al elegir la bata, pues apareció en el umbral enfundada en un albornoz blanco que parecía una enorme y fea toalla. Probablemente era de su marido, porque le llegaba hasta los delgados tobillos y uno de los bordes rozaba el umbral de la puerta. Iba descalza. El esmalte de uñas del dedo gordo derecho le había manchado el empeine de tal manera que parecía como si se hubiera cortado el pie y estuviera sangrando
– ¿Qué quieres? -le preguntó la señora Vaughn, la cual miró entonces el coche de Ted. Antes de que Eddie pudiera responderle, le preguntó-: ¿Dónde está? ¿No ha venido? ¿Qué ocurre?
– No ha podido venir -le informó Eddie-, pero quería que usted tuviera… esto
Debido al fuerte viento, no se atrevía a darle los dibujos y seguía apretándolos desmañadamente contra el pecho
– ¿No ha podido venir? -repitió ella-. ¿Qué significa eso?
– No lo sé -mintió Eddie-, pero aquí están estos dibujos… ¿Puedo dejarlos en alguna parte?
– ¿Qué dibujos? Ah…, ¡los dibujos! ¡Ah! -exclamó la señora Vaughn, como si alguien la hubiera golpeado en el estómago. Dio un paso atrás, tropezó con la larga bata blanca y a punto estuvo de caer. Eddie, sintiéndose como su verdugo, la siguió al interior de la casa. En el suelo de mármol pulimentado se reflejaba la araña de luces que colgaba del techo. A considerable distancia, a través de un par de puertas dobles abiertas, se veía una segunda araña colgada sobre la mesa del comedor. La casa parecía un museo. El distante comedor era tan grande como un salón de banquetes. Eddie tuvo la sensación de que recorría más o menos un kilómetro antes de llegar a la mesa, en la que dejó los dibujos, y al volverse vio que la señora Vaughn le había seguido tan de cerca y silenciosamente como si fuese su sombra. Cuando la mujer vio el primer dibujo, en el que aparecía ella con su hijo, se quedó boquiabierta
– ¡Me los da! -exclamó-. ¿No los quiere?
– No lo sé -dijo Eddie, sintiéndose muy incómodo
La señora Vaughn hojeó rápidamente los dibujos hasta que llegó al primer desnudo. Entonces dio la vuelta al primero y tomó el último dibujo de la parte inferior, que ahora era la superior. Eddie empezó a retirarse. Sabía cuál era el último dibujo
– ¡Ah! -exclamó la señora Vaughn, como si la hubieran golpeado de nuevo-. Pero ¿cuándo va a venir? El viernes, ¿no es cierto? El viernes tengo el día entero para verle… Él sabe que tengo todo el día. ¡Lo sabe!
Eddie intentó marcharse y oyó las pisadas de los pies descalzos de la mujer en el suelo de mármol: corría tras él.
– ¡Espera! -le gritó-. ¿Vendrá el viernes?
– No lo sé -repitió Eddie, retrocediendo hacia la puerta. El viento parecía tratar de mantenerle en el interior
– ¡Sí, claro que lo sabes! -gritó la señora Vaughn-. ¡Dímelo! La mujer le siguió afuera, pero el viento casi la derribó. La bata se abrió y ella se apresuró a cubrirse. Eddie siempre conservaría aquella imagen de la señora Vaughn, como para recordarse a sí mismo cuál era la peor clase de desnudez, el atisbo totalmente indeseado de los senos flácidos de la mujer y su oscuro triángulo de enmarañado vello púbico
– ¡Espera! -volvió a gritarle, pero las agudas piedrecillas del sendero le impidieron seguirle hasta el coche. Se agachó, cogió un puñado de grava y se lo arrojó a Eddie. La mayor parte de las piedras alcanzaron al Chevy
– ¿Te ha enseñado esos dibujos? -le gritó-. ¿Los has mirado? Los has mirado, ¿no es cierto, puñetero?
– No -mintió Eddie
Cuando la señora Vaughn se inclinaba para coger otro puñado de piedrecillas, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. La puerta, a sus espaldas, se cerró con un ruido como el de un escopetazo
– Dios mío -le dijo a Eddie-. ¡Me he quedado fuera y sin llave!
– ¿No hay ninguna otra puerta que no esté cerrada con llave? -le preguntó. Sin duda, una mansión como aquélla tenía una docena de puertas
– Creí que era Ted quien venía, y a él le gusta que todas las puertas estén cerradas -respondió la señora Vaughn
– ¿No tiene una llave en alguna parte para casos de emergencia? -inquirió Eddie
– He enviado al jardinero a casa, porque a Ted no le gusta que esté por aquí. El jardinero tiene una llave para casos de emergencia
– ¿No puede llamar al jardinero?
– ¿Con qué teléfono? -gritó la señora ¿tu podrías entrar de alguna manera?
– ¿Yo? -dijo el muchacho, perplejo
– Bueno, sabes cómo hacerlo, ¿no? -replicó la mujer-. ¡Yo no tengo ni idea! -añadió en tono quejumbroso
No había ninguna ventana abierta debido al aire acondicionado, que los Vaughn usaban para proteger su colección de arte. En la parte trasera había unas puertas vidrieras que daban al jardín, pero la señora Vaughn advirtió a Eddie que el vidrio tenía un grosor especial y estaba entreverado con una tela metálica que lo hacía casi irrompible. El muchacho ató una piedra en su camiseta, golpeó con ella la puerta y por fin rompió el vidrio, pero aun así necesitó una herramienta del jardinero para desgarrar una extensión suficiente de tela metálica a fin de introducir la mano y abrir la puerta desde el interior. La piedra, que era la pieza central del estanque para pájaros en el jardín, había ensuciado la camiseta de Eddie, y además el cristal roto la había cortado. El muchacho decidió abandonar la camiseta junto con la piedra en el montón de cristales rotos, al lado de la puerta ya abierta
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