John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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Un segundo antes había notado contra su sien las palpitaciones del corazón de la mujer, que latía a través del seno, pero ahora le pareció como si el corazón de Marion se hubiera detenido. Cuando alzó la cabeza para mirarle el rostro, ella ya le estaba dando la espalda. Esta vez ni siquiera se estremecieron ligerísimamente sus hombros. Tenía la columna vertebral recta, la espalda rígida, los hombros cuadrados. Eddie rodeó la cama, se arrodilló a su lado y la miró a los ojos, que estaban abiertos pero con la mirada perdida. Sus labios, carnosos y separados cuando dormía, ahora estaban cerrados y formaban una línea

– Perdona -susurró Eddie-. Nunca te lo volveré a preguntar.

Pero Marion permaneció como estaba, su cara transformada en una máscara, el cuerpo petrificado

– ¡Mami! -gritó Ruth, pero Marion no la oyó, ni siquiera parpadeó

Eddie se quedó inmóvil, esperando oír las pisadas de la niña en el baño. Pero la pequeña seguía en su cama

– ¿Mami? -repitió Ruth en un tono más vacilante

Había un dejo de preocupación en su voz. Eddie, desnudo, fue de puntillas al baño. Se rodeó la cintura con una toalla, una elección mejor que la pantalla de una lámpara. Entonces, con el mayor sigilo posible, empezó a retirarse en dirección al pasillo.

– ¿Eddie? -preguntó la niña en un susurro

– Sí -respondió Eddie, resignado

Se ciñó la toalla, cruzó el baño y entró en el cuarto de la niña. Pensó que ver a Marion la habría asustado más de lo que ya estaba, es decir, ver a su madre en el estado de aspecto catatónico que acababa de adquirir

Ruth estaba sentada en la cama, sin moverse, cuando Eddie entró en su cuarto

– ¿Dónde está mamá? -le preguntó.

– Está dormida -mintió Eddie.

– Ah -dijo la niña. Miró la toalla cintura de Eddie-. ¿Te has bañado?

– Sí -mintió él de nuevo

– Ah -volvió a decir Ruth-. Pero ¿en qué he soñado?

– ¿En qué has soñado? -repitió Eddie estúpidamente-. no lo sé. No he tenido tu sueño. ¿En qué has soñado?

– ¡Dímelo! -le exigió la niña

– Pero es tu sueño -señaló Eddie.

– Ah -dijo la pequeña una vez más.

– ¿Quieres beber agua? -le preguntó Eddie

– Vale -respondió Ruth. Esperó mientras él dejó correr el agua hasta que salió fría y le llevó un vaso. Al devolverle el vaso, le preguntó-: ¿Dónde están los pies?

– En la fotografía, donde siempre han estado -le dijo Eddie.

– Pero ¿qué les pasó?

– No les pasó nada -le aseguró Eddie-. ¿Quieres verlos?

– Sí -replicó la niña

Tendió los brazos, esperando que él la llevara, y Eddie la levantó de la cama

Juntos recorrieron el pasillo sin encender la luz. Ambos eran conscientes de la variedad infinita de expresiones en los rostros de los muchachos muertos, cuyas fotografías, misericordiosamente, estaban en la penumbra. En el extremo del pasillo, la luz de la habitación de Eddie brillaba como un faro. Eddie llevó a Ruth al baño, donde, sin hablar, contemplaron la imagen de Marion en el Hótel du Quai Voltaire enrollada alrededor de la saban

– Era por la mañana, temprano -le informó Ruth-. Mami acababa de despertarse. Thomas y Timothy se habían metido bajo las sábanas. Papi hizo la foto, en Francia

– Sí, en París -dijo Eddie. (Marion le había dicho que el hotel estaba junto al Sena. Había sido la primera vez que Marion visitaba París, la única vez que los chicos estuvieron allí.)

Ruth señaló el mayor de los pies descalzos

– Es Thomas -dijo. Entonces señaló el pie más pequeño y esperó a que Eddie hablara

– Timothy -supuso Eddie

– Sí. Pero ¿qué les hiciste a los pies?

– ¿Yo? Nada -mintió Eddie

– Parecía papel, trocitos de papel -le dijo Ruth

La niña registró el baño con la mirada y le pidió a Eddie que la dejara en el suelo para que pudiera echar un vistazo al interior de la papelera. Pero la señora de la limpieza había aseado la habitación muchas veces desde que Eddie quitara los trozos de papel. Finalmente Ruth tendió los brazos a Eddie y éste volvió a alzarla

– Tal vez fue un sueño

– No -replicó la niña

– Supongo que es un misterio -dijo Eddie.

– No. Era papel…, dos trozos

Miraba la fotografía con el ceño fruncido, como retándola a cambiar. Años después, a Eddie O'Hare no le sorprendería que, como novelista, Ruth Cole cultivara el realismo

– ¿No quieres volver a la cama? -le preguntó finalmente a la pequeña

– Sí -respondió Ruth-, pero trae la foto

Recorrieron el pasillo a oscuras, que ahora parecía aún más oscuro, pues la tenue luz procedente del baño principal sólo arrojaba una débil luminosidad por la puerta abierta del cuarto

– Espero que no vuelva a pasar -le dijo la pequeña de Ruth.

Eddie llevaba a la niña contra el pecho, en un solo brazo, y le pesaba. En la otra mano tenía la fotografía

Acostó de nuevo a Ruth y colocó sobre la cómoda la foto de Marion en París. Aunque la tenía delante, la niña se quejó de que estaba demasiado lejos y no la veía bien. Eddie acabó por apoyar la foto contra el escabel, próximo a la cabecera de la litera de Ruth. La pequeña se quedó satisfecha y volvió a dormirse

Antes de regresar a su habitación, Eddie miró de nuevo a Marion. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos mientras dormía, y había desaparecido de su cuerpo aquella aterradora rigidez. Sólo una sábana le cubría las caderas, y la parte superior de su cuerpo estaba desnuda. De esa manera parecía un poco menos abandonada

Eddie estaba tan cansado que se tendió en la cama y se quedó dormido con la toalla alrededor de la cintura. Por la mañana le despertó la voz de Marion que le llamaba a gritos, al tiempo que oía el lloro histérico de Ruth. Echó a correr por el pasillo, todavía con la toalla puesta, y encontró a Marion y Ruth inclinadas sobre el lavabo del baño, que estaba manchado de sangre. Había sangre por todas partes, en el pijama de la niña, en la cara, en el cabello, y procedía de un solo corte profundo en el dedo índice derecho de Ruth. La yema de la primera falange del dedo estaba cortada hasta el hueso, un corte perfectamente recto y muy delgado

– Dice que ha sido un cristal -le explicó Marion a Eddie-, pero no hay ningún fragmento de cristal en el corte. ¿Qué cristal, cariño? -preguntó a Ruth

– ¡La foto, la foto! -gritó la niña

Al esforzarse por ocultar la fotografía debajo de la litera, Ruth debía de haber golpeado el marco contra el escabel o contra una barra de la litera. El cristal que cubría la foto estaba hecho añicos. La foto no había sufrido daño alguno, aunque el paspartú estaba manchado de sangre

– ¿Qué he hecho? -preguntaba la pequeña

Eddie la sostuvo mientras su madre la vestía, y entonces Marion la tomó en brazos durante el tiempo que Eddie tardó en vestirse

Ruth había dejado de llorar y ahora estaba más preocupada por la fotografía que por el dedo herido. Recogieron la foto, que estaba todavía con el paspartú manchado de sangre, la sacaron del marco roto, y se la llevaron porque Ruth quería tener la foto consigo en el hospital. Marion intentó prepararla para que no se asustara cuando le dieran los puntos, y lo más probable era que le pusieran por lo menos una inyección. En realidad fueron dos, la inyección de lidocaína antes de darle los puntos y luego la vacuna contra el tétanos. A pesar de su profundidad, el corte era tan limpio y delgado que Marion estaba segura de que no requeriría más de dos o tres puntos ni dejaría una cicatriz visible

– ¿Qué es una cicatriz? -preguntó la niña-. ¿Voy a morirme?

– No, no vas a morirte, cariño -le aseguró su madre.

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