El marido de Marina se sentó en el banco frente a mí y se inclinó sobre la mesa.
– ¿Eres Nathan? -inquirió-. ¿El cabrón de Nathan Glass?
– El mismo -repuse-. Sólo que mi primer nombre no es Cabrón, sino Joseph.
– Muy bien, listillo. Dime, ¿por qué lo has hecho?
– ¿El qué?
Se metió la mano en el bolsillo y tiró el collar sobre la mesa.
– Esto.
– Es un regalo de cumpleaños.
– A mi mujer.
– Sí. A tu mujer. ¿Qué tiene de malo? Marina me sirve el almuerzo todos los días. Es una chica estupenda y quise ofrecerle una muestra de mi gratitud. ¿Acaso no le doy propina cuando pago la nota? Pues, bueno, considera el collar como una buena propina.
– Eso no está bien, tío. Andar follando por ahí con mujeres casadas.
– Yo no ando fallando por ahí. Sólo le he hecho un regalo, nada más. Soy lo bastante viejo para ser su padre.
– Tienes polla, ¿no? Y todavía tienes cojones, ¿eh?
– La última vez que miré, seguían ahí.
– Te lo advierto, tío. Aléjate de Marina. Esa zorra es mía, y la próxima vez que te acerques a ella te mataré.
– No la llames zorra. Es una mujer. Y tienes mucha suerte de estar casado con ella.
– La llamaré lo que me dé la gana, gilipollas. Y esta -dijo, cogiendo el collar y balanceándolo frente a mis ojos-, esta mierda te la puedes comer para desayunar mañana por la mañana.
Lo cogió con ambas manos, y con un brusco tirón rompió en dos la cadena de oro. Las cuentas se desprendieron y saltaron por la mesa de formica; pero algunas se le quedaron en la mano, y cuando se levantó para marcharse me las arrojó a la cara.
– ¡La próxima vez te mato! -gritó, señalándome con el dedo como una marioneta trastornada-. ¡Déjala en paz, cabrón, o te mato!
Para entonces, todo el restaurante nos estaba mirando. No todos los días se sentaba uno a comer y se le regalaba un espectáculo tan absorbente, pero ahora que el señor Problemas ya me había amenazado, parecía que la función estaba a punto de acabar. O eso pensaba yo. González ya me había dado la espalda y avanzaba en dirección a la puerta, pero el paso entre mesas y reservados era estrecho, y antes de que pudiera salir, el gigantesco y panzudo Dimitrios se interpuso en su camino. Así empezó el segundo acto. Acorralado, con la sesera todavía enardecida, el exaltado González se puso a gritar a pleno pulmón.
– ¡Procure que ese cerdo no vuelva a entrar aquí! -ordenó, refiriéndose a mí-. ¡No lo deje entrar si quiere que Marina siga trabajando aquí! ¡O se irá!
– Que se vaya, entonces -repuso el dueño del Cosmic Diner-. Éste es mi restaurante, y nadie me dice lo que tengo que hacer en mi casa. Sin clientes, me quedo sin nada. Así que salga por esa puerta y diga a Marina que está despedida. No quiero verla más. En cuanto a usted…, si vuelve a aparecer otra vez por aquí, llamaré a la policía.
Acto seguido hubo algunos zarandeas y empujones, pero por fuerte y musculoso que fuera González, Dimitrios le venía grande, y finalmente, después de otra andanada de amenazas por una y otra parte, el marido de Marina desapareció del local. El imbécil había dejado a su mujer sin trabajo. Y lo que era peor -mucho peor aún-, comprendí que probablemente no la volvería a ver más.
Una vez restablecida la calma en el restaurante, Dimitrios se acercó a mi mesa y se sentó. Se disculpó por las molestias y me dijo que mi almuerzo corría por cuenta de la casa, pero cuando traté de convencerlo para que no despidiera a Marina, se mantuvo firme en su decisión. Había colaborado en la conspiración del collar y la caja registradora, pero el negocio era el negocio, concluyó, y aun cuando Marina le gustaba «un montonazo», no quería correr riesgos con aquel energúmeno que tenía por marido. Entonces añadió algo que me abrasó como la quemadura de un hierro de marcar.
– No se preocupe -me aconsejó-. No es culpa suya.
Pero sí era culpa mía. Yo era el causante de todo aquel lío, y me despreciaba por el daño que había hecho a la inocente Marina. Su primer impulso había sido rechazar el collar. Sabía la clase de hombre que era su marido, pero en vez de escuchar lo que me decía, la había obligado a aceptarlo, y aquel estúpido paso, aquel hecho absurdo e insensato, no había traído más que problemas. Que Dios me castigue, dije para mis adentros. Que me arroje de cabeza al infierno, y me tenga mil años ardiendo.
Aquélla fue la última vez que almorcé en el Cosmic Diner. Todos los días voy por la Séptima Avenida y paso frente a la puerta, pero aún no he tenido valor para volver a entrar.
Aquella noche (jueves) había quedado con Harry para cenar en la Mike amp; Tony Steak House, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Carroll. Se trataba del mismo restaurante en que había hecho sus inquietantes revelaciones a Tom un par de meses atrás, y creo que lo eligió porque se sentía cómodo allí. La parte delantera del establecimiento era un bar de barrio donde se alentaba activamente a los parroquianos a fumar cigarrillos y puros, y donde los acontecimientos deportivos podían verse en un voluminoso televisor montado en la pared junto a la puerta. Pero, al cruzar el local y abrir la doble puerta de cristal al fondo, se encontraba uno en un ambiente completamente distinto. El restaurante de Mike y Tony era una pequeña estancia con alfombras y estanterías repletas de libros a lo largo de un muro, unas cuantas fotografías en blanco y negro colgadas en otra pared, y no más de ocho o diez mesas. En otras palabras, una tasca tranquila, íntima, con la ventaja añadida de una acústica tolerante que hacía posible escuchar lo que se decía aunque se hablara en voz baja. En opinión de Harry, el local era tan privado y acogedor como un confesionario. En cualquier caso, allí era donde prefería hacer sus confesiones: primero a Tom, y ahora a mí.
Por lo que a Harry concernía, mi conocimiento de su vida anterior se limitaba exclusivamente a unos cuantos datos generales: nacido en Buffalo, ex marido de Bette, padre de Flora, temporada en la cárcel. Ignoraba que Tom me había facilitado toda una serie de detalles, pero yo no iba a informarle de eso. De manera que me hice el tonto mientras Harry pasaba revista a la famosa historia del timo de Alec Smith y posteriores consecuencias con Gordon Dryer. Al principio no entendí por qué se molestaba en contarme esas cosas. ¿Qué relación guardaban con su operación actual? Eso era lo que me preguntaba yo, y entonces, cada vez más confuso, le planteé la cuestión sin tapujos.
– Sólo ten un poco de paciencia -recomendó-. A su debido tiempo, lo entenderás todo.
No hablé mucho durante la primera parte de la cena. El alboroto de aquella tarde en el restaurante me había afectado bastante, y mientras Harry parloteaba sin parar contando su historia, yo me puse a pensar en Marina, el idiota de su marido y toda la cadena de circunstancias que me había llevado a comprar a la B. P. M. aquel maldito montón de bisutería. Pero el jefe de Tom se encontraba en forma aquella noche, y con ayuda del whisky escocés del aperitivo y el vino con el que acompañé mi fuente de ostras de Blue Point, poco a poco fui saliendo de mi estado depresivo y centrándome en el asunto que nos ocupaba. La narración de Harry de los delitos que había cometido en Chicago correspondía punto por punto con lo expuesto por Tom, si bien con una notable y divertida diferencia. En la versión de Tom, Harry se derrumbó y rompió a llorar. Bajo el peso de los remordimientos, se culpaba de haber destruido su matrimonio, su reputación, su vida entera. Conmigo, en cambio, no se arrepentía de nada, llegando incluso a ufanarse del golpe maestro que montó a lo largo de dos años, y recordaba su aventura de la falsificación de obras de arte como una de las etapas más gloriosas de su vida. ¿Cómo explicar aquel radical cambio de tono? ¿Acaso le había echado cuento para ganarse la simpatía y la comprensión de Tom? ¿O es que, al producirse inmediatamente después de la desastrosa visita de Flora a Brooklyn aquella confesión le había salido directamente del alma? Tal vez. Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos. Optimista un día y pesimista al siguiente; pesaroso y mudo por la mañana, riendo y contando chistes por la noche. Harry estaba por los suelos cuando habló con Tom, pero ahora que había puesto en marcha una operación comercial, conmigo andaba picando alto.
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