Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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TOM: ¿Y qué pasó cuando terminó la guerra?

HARRY: Renuncié a mis sueños de coraje varonil y noble sacrificio. El Hotel Existencia cerró, y cuando volvió a abrir unos años después, ya no estaba en una pradera de la campiña húngara, y ya no tenía el aspecto de un castillo barroco sacado de los bulevares de Baden-Baden. El nuevo Hotel Existencia era mucho más pequeño y de sórdido aspecto, y si queréis encontrarlo ahora, tenéis que ir a una gran capital donde la vida real sólo empieza después de oscurecer. Nueva York, quizá, o La Habana, o una de esas sombrías callejuelas de París. Entrar en el Hotel Existencia era pensar en palabras como alterne, chiaroscuro y destino. En hombres y mujeres lanzándote discretas miradas en el vestíbulo. Era perfume, trajes de seda y piel cálida, y todo el mundo andaba siempre con una copa en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Eso lo había visto en las películas, y sabía el ambiente que reinaba en el hotel. Los clientes del bar de abajo, tomando sorbos de martini seco mientras escuchaban el piano. El casino de la segunda planta, con la ruleta y los dados brincando silenciosos por el fieltro verde, el crupier del bacará hablando en murmullos con un empalagoso acento extranjero. El salón de baile en el sótano, con sus lujosos reservados de cuero y la cantante bajo los focos con su voz enronquecida del humo y su reluciente vestido plateado. Ése era el conjunto de decorados que contribuía a la buena marcha de las cosas, pero nadie iba allí sólo por la bebida, el juego o la música, aunque la cantante de aquella noche fuera Rita Hayworth, a quien su actual marido y representante, George Macready, había traído en avión desde Buenos Aires para dar una sola función. Había que dejarse llevar un poco por la corriente, tomar unas copas antes de dedicarse en serio al asunto. Bueno, no era nada serio, sino más bien un juego: el entretenimiento infinitamente agradable de decidir con quién se subiría a la habitación aquella noche. El primer paso se daba siempre con los ojos; única y exclusivamente con los ojos. Se paseaba la mirada de una persona a otra durante unos minutos, tranquilamente, mientras se degustaba la copa y se apuraba un cigarrillo, sopesando las posibilidades, buscando una señal, quizá incluso incitando a alguien con una sonrisita o un toque en el hombro para atraer su atención. Hombres o mujeres, me daba igual. En aquella época seguía siendo virgen, pero ya sabía bastantes cosas de mí mismo para ser consciente de que me daba lo mismo. Una vez, Cary Grant se sentó a mi lado en el bar del piano y empezó a acariciarme la pierna. Otra, la fallecida Jean Harlow regresó de la tumba y me hizo el amor apasionadamente en la habitación cuatrocientos veintisiete. Pero también estaba mi profesora de francés, Mademoiselle Des Forets, una esbelta québécoise de piernas preciosas y líquidos ojos castaños que llevaba los labios pintados de brillante carmín. Por no hablar de Hank Miller, el zaguero del equipo universitario y experto donjuán de último curso. Hank probablemente me habría matado a puñetazos de haberse enterado de lo que le hacía en sueños, pero el caso es que no se enteró. Entonces yo sólo estaba en segundo, y nunca habría tenido el valor de dirigirme a un personaje tan augusto como Hank Miller a la luz del día, pero de noche podía encontrarme con él en el bar del Hotel Existencia, y después de unas copas y de una simpática charla llevármelo a la habitación trescientos uno e iniciarle en los secretos del mundo.

TOM: Imágenes masturbatorias de adolescente.

HARRY: Como quieras. Pero yo prefiero considerarlo como señal de un rica vida interior.

TOM: Así no vamos a ninguna parte.

HARRY: ¿Adónde quieres que vayamos, querido Tom? Estamos aquí sentados, esperando que nos sirvan el segundo plato, bebiendo una espléndida botella de Sancerre y entreteniéndonos con historias sin sentido. No hay nada malo en eso. En muchas partes del mundo, eso se consideraría como el no va más del comportamiento civilizado.

NATHAN: El chico está con la depre, Harry. Necesita hablar.

HARRY: Ya me doy cuenta. Tengo ojos en la cara, ¿no? Si a Tom no le parece bien mi Hotel Existencia, quizá quiera contarnos algo del suyo. Todo el mundo tiene uno, ya sabes. Y como no hay dos personas iguales, cada Hotel Existencia es distinto de todos los demás.

TOM: Lo siento. No quiero ser un pesado. Esta noche teníamos que pasarlo bien, y os estoy aguando la fiesta.

NATHAN: No digas eso. Contesta a Harry.

TOM (un largo silencio; luego, en voz baja, como hablando para sus adentros): Quiero vivir de otra manera, eso es todo. Si no soy capaz de cambiar el mundo, al menos puedo tratar de cambiarme a mí mismo. Pero no me apetece hacerla en solitario. Ya me encuentro bastante solo, y sea o no culpa mía, Nathan tiene razón. Estoy con el ánimo por los suelos. Desde que hablamos de Aurora el otro día, no he dejado de pensar en ella. La echo de menos. Echo en falta a mi madre. Añoro a todas las personas que he perdido. A veces me pongo tan triste, siento que me oprime un peso tan enorme, que es un milagro que no me caiga redondo al suelo. ¿Que cuál es mi Hotel Existencia, Harry? No sé, pero quizá tenga algo que ver con estar con otra gente, escapar de la ratonera de esta ciudad y compartir la vida con personas a las que quiera y respete.

HARRY: Una comuna.

TOM: No; una comuna, no: una comunidad. Es distinto.

HARRY: ¿Y dónde estaría situada esa pequeña utopía tuya?

TOM: Pues en alguna parte, en el campo, supongo. En un sitio con mucho terreno y casas suficientes para albergar a toda la gente que quisiera vivir allí.

NATHAN: ¿Cuánta gente calculas?

TOM: No sé. Todavía no he pensado en nada de eso. Pero vosotros dos seríais muy bien recibidos.

HARRY: Me halaga ocupar un puesto tan preferente en tu lista. Pero si me vaya vivir al campo, ¿qué pasará con mi librería?

TOM: Te la llevas contigo. De todas maneras, ya obtienes el noventa por ciento de las ganancias por vía postal. ¿Qué más te da la oficina de correos que utilices? Sí, Harry, claro que me gustaría que participaras en esto. Y Flora también, quizá.

HARRY: Mi querida y demente Flora. Pero si se lo propones a ella, también habría que invitar a Bette. Está enferma, ¿sabes? Condenada a una silla de ruedas con Parkinson, la pobre. No estoy seguro de cómo reaccionaría, pero al final acabaría aceptando la idea. Y luego está Rufus.

NATHAN: ¿Quién es Rufus?

HARRY: El muchacho que atiende la caja en la librería. El jamaicano alto de piel clara que lleva ese boa rosa. Hace unos años lo encontré llorando a lágrima viva en el portal de una casa del West Village y me lo traje a casa. A estas alturas puede decirse que lo he adoptado. Lo de la librería le sirve de ayuda para pagar el alquiler, pero aparte de eso es uno de los mejores travestidos de la ciudad. Trabaja los fines de Semana con el nombre de Tina Hott. Un artista fabuloso Nathan. Tendrías que verlo actuar alguna vez.

NATHAN: ¿Y por qué querría Rufus marcharse de la ciudad?

HARRY: Porque me quiere, en primer lugar. Y porque es seropositivo y el pobre está asustadísimo. Un cambio de aires le vendría bien.

NATHAN: Estupendo. Pero ¿de dónde vamos a sacar el dinero para comprar una finca en el campo? Yo podría contribuir con algo, pero no sería suficiente.

TOM: Si Bette quiere venir con nosotros, quizá esté dispuesta a abrir sus arcas para echarnos una mano.

HARRY: De eso, nada. Un hombre tiene su orgullo, señor mío, y preferiría diñarla diez veces antes que volver a pedir un céntimo a esa mujer.

TOM: Bueno, si vendes tu edificio de Brooklyn, podríamos sacar lo suficiente para arreglar las cosas.

HARRY: Un simple grano de arena. Si voy a pasar mis años de decadencia en el quinto pino, quiero hacerlo a lo grande. Nada de hacer el paleto, Tom. Me convierto en un hacendado o no hay trato.

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