TOM: No estoy hablando de salvar el mundo. En estos momentos, me conformo con salvarme a mí mismo. Y a algunas de las personas que quiero. Como tú, Nathan. Y tú también Harry.
HARRY: ¿Por qué te pones tan melancólico, muchacho? Estás a punto de que te sirvan la mejor cena que has disfrutado en años, eres el más joven de los que estamos sentados a la mesa y, que yo sepa, no padeces ninguna enfermedad grave. Fíjate en Nathan. Ahí lo tienes, con cáncer de pulmón y no ha fumado nunca. Y yo he tenido dos ataques al corazón. ¿Nos oyes quejamos? Somos las personas más felices del mundo.
TOM: No, tú no eres feliz. Eres tan desgraciado como yo.
NATHAN: Harry tiene razón, Tom. No es para tanto.
TOM: Sí que lo es. Si acaso, para más aún.
HARRY: Por favor, define ese «lo». Ya ni siquiera sé de qué estamos hablando.
TOM: El mundo. Ese gran agujero negro que llamamos mundo.
HARRY: Ah, el mundo. Sí, claro. No faltaba más. El mundo es un asco. Todo el mundo lo sabe. Pero procuramos no hacer caso, ¿verdad?
TOM: No, eso es imposible. Nos guste o no, estamos metidos en él hasta el cuello. Nos rodea por todas partes, y cada vez que levanto la cabeza y echo una mirada alrededor, lo que veo me da náuseas. Tristeza y repugnancia. Y decían que la Segunda Guerra Mundial había arreglado las cosas, al menos para unos siglos. Pero todavía seguimos despedazándonos unos a otros, ¿no es así? Nos seguimos odiando igual que siempre.
NATHAN: Así que de eso es de lo que estamos hablando. De política.
TOM: Entre otras cosas, sí. Y de economía. Y de avaricia. Y del horrible lugar en que se ha convertido este país. Los fanáticos de la derecha cristiana. Los millonarios veinteañeros del punto como El Canal del Golf. El Canal del Porno. El Canal del Vómito. El capitalismo triunfante, sin nada que se le oponga ya. Y todos tan contentos, tan satisfechos de nosotros mismos, mientras medio mundo se muere de hambre y no movemos un dedo para ayudarlo. No lo aguanto más, caballeros. Quiero irme.
HARRY: ¿Irte? ¿Adónde? ¿A Júpiter? ¿Plutón? ¿Algún asteroide de la galaxia de al lado? Pobre Tom, que se queda solito en medio del espacio. Como el Principito abandonado en el desierto.
TOM: Dime tú adónde ir, Harry. Estoy abierto a cualquier sugerencia.
NATHAN: Un lugar donde vivir como uno quiera. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Una nueva versión de El Edén imaginario. Pero para eso tienes que estar dispuesto a renunciar a la sociedad. Eso es lo que me dijiste. Ya hace mucho tiempo, pero creo que empleaste la palabra coraje. ¿Tienes coraje, Tom? ¿Tiene alguno de nosotros el coraje necesario para eso?
TOM: Todavía te acuerdas de ese trabajo mío de la universidad, ¿eh?
NATHAN: Me causó gran impresión.
TOM: Por entonces no era más que un pipiolo, aún no me había licenciado. No sabría mucho, pero seguramente era más listo que ahora.
HARRY: ¿A qué nos estamos refiriendo?
NATHAN: Al refugio interior, Harry. Al lugar adonde acude la gente cuando ya no puede vivir en el mundo real.
HARRY: Ah, yo tuve uno. Como todo el mundo, supongo.
TOM: No necesariamente. Hace falta una buena imaginación, ¿y cuánta gente puede presumir de eso?
HARRY (cerrando los ojos; apretándose las sienes con los dedos): Ahora lo recuerdo todo. El Hotel Existencia. No tenía más que diez años, pero aún recuerdo el momento exacto en que me vino la idea a la cabeza, el preciso instante en que se me ocurrió ese nombre. Era un domingo por la tarde, durante la guerra. Tenía la radio puesta, y estaba sentado en el salón de casa, en Buffalo, con un ejemplar de la revista Life, mirando fotografías de las tropas estadounidenses en Francia. Nunca había estado en un hotel, pero como había visto muchos por fuera cuando mi madre me llevaba al centro sabía que eran sitios especiales, fortalezas que protegían de la miseria y las mezquindades de la vida cotidiana. Me encantaban los hombres de uniforme azul que estaban frente al Remington Arms. Adoraba el brillo de las molduras de las puertas giratorias del Excelsior. Me atraía la inmensa araña que colgaba en el vestíbulo del Ritz. La única función de un hotel era ofrecer comodidades y bienestar a la gente, que nada más firmar el registro y subir a la habitación podía tener todo lo que quisiera con sólo pedido. Un hotel representaba la promesa de un mundo mejor; más que un edificio, era una oportunidad, la ocasión de vivir dentro de los propios sueños.
NATHAN: Eso explica lo del hotel. Pero ¿de dónde sacaste la palabra existencia?
HARRY: La oí por la radio aquel domingo por la tarde. No estaba escuchando el programa con mucha atención, pero el locutor hablaba de la existencia humana, y me gustaron esos términos. Las leyes de la existencia, decía la voz, y los peligros que debemos afrontar a lo largo de nuestra existencia. Esa palabra era más larga que vida. Abarcaba la vida de todos los individuos en conjunto, y aunque tú vivieras en Buffalo, en el estado de Nueva York, y nunca te hubieras alejado más de quince kilómetros de casa, también formabas parte de ese enigma. No importaba que llevaras una vida insignificante. Lo que te pasaba era tan importante como lo que le ocurría a cualquier otro.
TOM: Sigo sin entender. Te inventas un sitio llamado Hotel Existencia, pero ¿dónde está? ¿Para qué sirve?
HARRY: ¿Para qué? Para nada, en realidad. Era un refugio, un mundo que podía visitar en mi imaginación. De eso es de lo que estamos hablando, ¿no? Evasión.
NATHAN: ¿Y adónde se evadía Harry a los diez años?
HARRY: Ah, ésa es una pregunta compleja. Hay dos hoteles Existencia, ¿comprendéis? El primero, el que me inventé aquel domingo por la tarde durante la guerra, y luego otro, que sólo empezó a funcionar cuando estaba en el instituto. El primero, lamento decirlo, era enteramente pueril y sensiblero. Pero yo no era más que un crío por entonces, y la guerra estaba en todas partes, todo el mundo hablaba de ella sin parar. Era demasiado joven para combatir, pero como la mayoría de los niños gordos y bobalicones soñaba con ser soldado. Uf. Bueno, uf y dos veces uf. Pero qué imbéciles somos los mortales. De manera que en cuanto me imagino ese sitio, el Hotel Existencia, inmediatamente lo convierto en un refugio para niños perdidos. Me refiero a niños europeos, claro está. Sus padres han muerto en combate, sus madres yacen bajo iglesias en ruinas y edificios derrumbados, y ellos andan por ahí, en pleno invierno, ateridos de frío y vagando por el bosque, o buscando comida entre los escombros de ciudades bombardeadas, niños solos, niños en parejas, niños en pandillas de cuatro, seis y diez, con harapos atados a los pies en vez de zapatos, los demacrados rostros manchados de barro. Vivían en un mundo sin adultos, y como yo tenía un carácter tan intrépido y altruista, me erigí en su salvador. Ésa era mi misión, mi propósito en la vida, y desde entonces hasta el final de la guerra me arrojaría en paracaídas todos los días en algún destruido rincón de Europa para rescatar a niños perdidos y hambrientos. Pasaría muchos apuros bajando montañas en llamas, atravesando a nado lagos salpicados de explosiones, abriéndome paso con una metralleta para entrar en húmedas bodegas, y siempre que me encontraba con un huérfano lo cogía de la mano y lo llevaba al Hotel Existencia. No importaba el país donde me encontrara. Bélgica o Francia, Polonia o Italia, Holanda o Dinamarca: el hotel nunca estaba muy lejos, y siempre lograba llegar con el niño antes de que cayera la noche. Una vez que lo ayudaba a cumplimentar las formalidades del registro en la recepción, daba media vuelta y me marchaba. Mi trabajo no consistía en dirigir el hotel; sino en encontrar a los niños y llevarlos allí. Y en cualquier caso, los héroes no descansan, ¿verdad? No se les permite dormir en camas blandas con edredones y tres almohadas, y no tienen tiempo para sentarse en la cocina del hotel frente a un plato humeante de cordero estofado con una suculenta guarnición de patatas y zanahorias. Aunque sea de noche deben proseguir su tarea. Hasta que dispararan la última bala, hasta que lanzaran la última bomba, tenía que seguir buscándolos.
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