– Puede que esté embarazada otra vez. La he visto un par de veces con su marido. Un tipo alto y rubio, de hombros anchos y barba rala. Se muestra tan cariñosa con él como con los niños.
– A lo mejor, las dos cosas.
– ¿Cómo las dos cosas?
– Que está embarazada y que es pintora. Una artista embarazada con su peto de doble uso . Por otro lado, toma nota de lo esbelta que está. Por mucho que le miro el vientre, no veo ni pizca de abultamiento.
– Por eso lleva peto. Es lo bastante amplio para ocultado.
Mientras Tom y yo seguíamos haciendo cábalas sobre el significado del peto, el autobús escolar paró delante de la casa de la acera de enfrente, ocultando momentáneamente de nuestra vista a la B. P. M. Y los niños. Comprendí que no había un momento que perder. En unos segundos, el autobús arrancaría de nuevo, y la B. P. M. daría media vuelta y se metería en casa otra vez. No tenía intención de volver a espiar a aquella mujer (hay cosas que sencillamente no se hacen), y si aquélla era mi única oportunidad, entonces debía actuar inmediatamente. Por la salud mental de mi tímido sobrino, tan perdidamente enamorado, me sentía obligado a romper el hechizo en que vivía, a desmitificar el objeto de su deseo y transformar a su amada en lo que verdaderamente era: un ama de casa de Brooklyn, felizmente casada, con dos hijos y quizá otro más de camino. No una sagrada diosa inaccesible, sino una mujer de carne y hueso que comía, cagaba y follaba: igual que todo hijo de vecino.
Dadas las circunstancias, sólo podía hacerse una cosa. Tenía que cruzar la calle y hablar con ella. No decirle simplemente unas palabras, sino entablar una conversación que durase lo suficiente para llamar a Tom y obligarlo a participar en ella. Como mínimo, pretendía que le estrechara la mano, que la tocara, para que acabara entrándole en la cabezota que era un ser tangible y no un espíritu incorpóreo que habitaba en su nebulosa imaginación. Así que crucé: en un arrebato, impulsivamente, sin la menor idea de lo que iba a decirle. El autobús acababa de arrancar cuando llegué a la otra acera, y allí me la encontré, justo delante de mí, lanzando desde el bordillo un último beso a sus dos amores, que ya se habían sentado y formaban parte de una multitud de tres docenas de vociferantes críos. Esgrimiendo mi sonrisa más agradable y tranquilizadora de agente de seguros, me acerqué a ella y le dije:
– Discúlpeme, pero quisiera hacerle una pregunta.
– ¿Una pregunta? -contestó, un tanto desconcertada, creo, o quizá simplemente sorprendida de encontrarse de pronto con un hombre frente a ella donde justo un momento antes había un autobús.
– Acabo de mudarme a este barrio -proseguí-, y estoy buscando una buena tienda de material de dibujo. Cuando la vi ahí de pie, con el peto, pensé que podía ser artista. Ergo, decidí preguntarle.
La B. P. M. sonrió. No estaba seguro de si era porque no me creía o porque le hacía gracia la falta de inspiración de mi pregunta, pero al examinar su rostro y ver las arrugas que se le formaban en torno a los ojos y la boca, comprendí que era algo mayor de lo que había pensado al principio. Treinta y cuatro o treinta y cinco, quizá: no es que importara lo más mínimo ni que le quitara una pizca de aquel brillo juvenil. Aunque sólo me había dicho dos palabras -¿Una pregunta?-, yo ya había identificado la resonante tonalidad del nativo de Brooklyn, ese acento inconfundible, tan ridiculizado en otras partes del país, pero que a mí me suena como la más acogedora, la más humana de todas las voces norteamericanas. Impulsados por aquella voz, se pusieron en marcha los engranajes de mi cerebro, y cuando volvió a hablarme, ya había bosquejado la historia de su vida. Nacida aquí, dije para mis adentros, y criada también aquí, tal vez en la misma casa frente a cuya puerta se encontraba ahora. Padres trabajadores, ya que la afluencia de la clase media a Brooklyn no empezó hasta mediados de los setenta, lo que significaba que cuando ella nació (entre mediados y finales de los setenta) aquello aún era un barrio sórdido, con aspecto de abandono, habitado por laboriosos emigrantes y familias obreras (el Brooklyn de mi propia infancia), y el edificio de cuatro plantas de piedra rojiza que se erguía a su espalda, que ahora podría ponerse a la venta por ochocientos o novecientos mil dólares, en aquella época habría valido menos que nada. Asiste al colegio del barrio, cursa estudios universitarios sin salir de allí, se enamora varias veces y rompe unos cuantos corazones, acaba casándose y cuando mueren sus padres hereda la casa donde ha crecido. Si no era eso exactamente, por ahí andaba. La B. P. M. parecía demasiado a gusto en su entorno como para ser forastera, demasiado segura de sí misma para haber venido de cualquier otra parte. Aquél era su sitio, y reinaba en el barrio como si fuera suyo desde que su madre la trajo al mundo.
– ¿Siempre juzga usted a la gente por la ropa que lleva? -inquirió.
– No es un juicio -repuse-, sólo una conjetura. Puede que sea una suposición estúpida, pero si usted no es pintora, escultora o artista de alguna clase, entonces será la primera vez que me equivoco con respecto a una persona. Es mi especialidad. Miro a la gente y adivino lo que hace.
Esbozó otra sonrisa que acabó en carcajada. ¿Quién es este absurdo individuo, debía de preguntarse, y por qué me habla de ese modo? Decidí que había llegado el momento de presentarme.
– Por cierto, me llamo Nathan. Nathan Glass.
– Hola, Nathan. Yo me llamo Nancy Mazzucchelli. Y no soy artista.
– ¿No?
– Diseño joyas.
– Eso es hacer trampa. Claro que eres artista.
– La mayoría de la gente me llamaría artesana.
– Supongo que eso depende de lo bien que se te dé. ¿Vendes las piezas que haces?
– Por supuesto. Tengo un negocio.
– ¿Tienes una tienda en el barrio?
– Tienda, no. Pero hay una serie de sitios en la Séptima Avenida donde venden mis cosas. Y yo también las vendo, en casa.
– Ah, entiendo. ¿Llevas viviendo mucho tiempo aquí?
– Toda la vida. He nacido y me he criado aquí mismo.
– Una nativa de Park Slope de los pies a la cabeza.
– Eso es. Hasta la médula.
Ahí lo tenía: una confesión completa. Sherlock Holmes lo había vuelto a conseguir, y tanto me maravillaba mi demoledora capacidad de deducción, que deseé haber sido dos para darme una palmadita en la espalda. Ya sé que puedo parecer arrogante, pero ¿cuántas veces se logra un triunfo intelectual de esa magnitud? Con sólo oírle decir dos palabras, había adivinado toda la puñetera historia. Si Watson hubiera estado allí, habría sacudido la cabeza mascullando algo entre dientes.
Entretanto, Tom seguía plantado en la acera de enfrente, y decidí que ya era hora de que interviniera en la conversación. Al volverme y hacerle un gesto para que viniera, dije a la B. P. M. que era mi sobrino y que trabajaba de encargado en la sección de libros raros del Brightman's Attic.
– Conozco a Harry -repuso Nancy-. Trabajé con él un verano antes de casarme. Un tío extraordinario.
– Sí, es un tío estupendo. No hay muchos como él.
Sabía que a Tom no le gustaría verse arrastrado a una situación de la que no quería ser partícipe, pero se acercó a nosotros de todos modos: ruborizándose, la cabeza gacha, con aire de perro apaleado. De pronto lamenté la faena que le estaba haciendo, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás y pedir disculpas, dé modo que seguí adelante y le presenté a la Reina de Brooklyn, no sin dejar de jurar sobre la tumba de mi hermana que nunca jamás volvería a meterme en los asuntos de nadie.
– Tom -anuncié-, ésta es Nancy Mazzucchelli. Empezamos a hablar sobre tiendas de material de dibujo del barrio, pero luego cambiamos de tema y nos pusimos a charlar de joyas. Aunque no te lo creas, ha vivido toda la vida en esta casa.
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