– ¿Y qué? Es posible que yo haya leído más libros que cualquiera que esté ahora mismo en el restaurante, ¿y de qué une sirve? Los intelectuales son una mierda, Nathan. Es la gente más aburrida del mundo.
– Puede ser. Pero lo primero que te pregunta es tu signo del zodiaco. Y luego tienes que pasarte veinte minutos hablando de horóscopos.
– No une importa.
– Pobre Tom. Estás completamente chalado por ella, ¿verdad?
– No lo puedo remediar.
– Entonces, ¿cuál va a ser el próximo paso? ¿Matrimonio o simplemente la clásica aventura amorosa?
– Si no une equivoco, creo que ya está casada.
– Un detalle sin importancia. Si quieres que el marido desaparezca del mapa, lo único que tienes que hacer es decirlo. Tengo buenos contactos, chaval. Pero, tratándose de ti, puede que me encargue personalmente del trabajo. Ya estoy viendo los titulares. EX AGENTE DE SEGUROS ASESINA A JAMES JOYCE.
– Ja, ja.
– Pero tengo que decirte algo bueno de tu Nancy. Hace unas joyas muy bonitas.
– ¿Tienes ahí el collar?
Metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué el estrecho y alargado estuche que contenía mi adquisición de la mañana. Justo cuando estaba abriendo la tapa, Marina llegó a la mesa con nuestros sándwiches. No queriendo excluirla de la ceremonia de presentación, moví el estuche hacia ella para que también pudiera vedo. El collar estaba colocado a lo largo de una tira de algodón blanco, y Marina, inclinándose para observarlo mejor, enseguida dio su veredicto.
-Ah, qué linda [4] -dijo-, qué cosa más bonita.
Tom secundó su opinión con un silencioso movimiento de cabeza, sin duda demasiado emocionado para articular palabra mientras pensaba en su querida Nancy, cuyas celestiales manos habían labrado el pequeño y destellante objeto que tenía ante los ojos.
Saqué el collar de la caja y se lo tendí a Marina.
– ¿Por qué no te lo pruebas? -sugerí-. Para que lo veamos puesto.
Ésa era mi primera intención -simplemente que nos sirviera de modelo-, pero en cuanto cogió el collar y lo sostuvo con las manos sobre su piel canela (aquel pequeño espacio de pecho al descubierto justo por debajo del primer botón desabrochado de la blusa color turquesa), cambié súbitamente de opinión. Quería regalárselo. Siempre podría comprarle otro collar a Rachel, pero aquél le sentaba tan perfectamente a Marina que parecía suyo. Al mismo tiempo, si le daba la impresión de que une estaba insinuando (lo que era cierto, desde luego, aunque sin esperanzas), quizá sintiera que la ponía en una situación delicada y entonces se negaría a aceptado.
– No, no -le dije-. No lo sostengas así. Póntelo para ver cómo sienta.
Mientras ella intentaba cerrarse el broche en la nuca, traté de pensar apresuradamente en algo que pudiera vencer su resistencia.
– Me han dicho que hoy es tu cumpleaños -aventuré-. ¿Es verdad, Marina, o me estaban tomando el pelo?
– Hoy no -contestó-. La semana que viene.
– Esta semana, la que viene, ¿qué más da? Es pronto, lo que significa que ya estás viviendo dentro del aura del aniversario. Lo llevas escrito en la cara.
Marina acabó de ponerse el collar y sonrió.
– ¿Aura del aniversario? ¿Qué es eso?
– He comprado hoy ese collar por nada en especial. Quería regalárselo a alguien, pero no sabía a quién. Y ahora que he visto lo bien que te sienta, quiero que lo lleves tú. Eso es el aura del aniversario. Una fuerza poderosa que obliga a la gente a hacer toda clase de cosas raras. No lo sabía en aquel momento, pero estaba comprando el collar para ti.
Al principio se puso muy contenta, y pensé que no iba a haber problema. Por la manera de mirarme con sus vivarachos ojos castaños no cabía duda de que deseaba quedárselo, de que se sentía conmovida y halagada por el gesto, pero luego, cuando pasó la repentina oleada de satisfacción, empezó a pensarlo un poco, y vi aparecer en esos ojos castaños la duda y la confusión.
– Es usted un tío estupendo, señor Glass -declaró-, y se lo agradezco muchísimo. Pero no puedo aceptar regalos suyos. No estaría bien. Es un cliente.
– No te preocupes por eso. Si quiero regalar algo a mi camarera favorita, ¿quién me lo va a impedir? Ya soy viejo, y los viejos hacen lo que se les antoja.
– Usted no conoce a Roberto -repuso ella-. Es muy celoso.
No le gusta que acepte cosas de otros hombres.
– Yo no soy un hombre. Sólo soy un amigo que quiere hacerte feliz.
En ese momento, Tom metió finalmente cuchara en la conversación.
– Estoy seguro de que no lo hace con mala intención -afirmó-. Ya sabes cómo es Nathan, Marina. Está un poco chalado, tan impulsivo…, siempre haciendo cosas raras.
– Sí que está chiflado -convino ella-. Pero aparte de eso es muy buena persona. Sólo que no quiero problemas. Ya saben lo que pasa. Una cosa lleva a la otra, y luego… bum.
– ¿Bum? -inquirió Tom.
– Sí, bum. Y no me pida que le explique lo que significa eso.
– De acuerdo -dije, comprendiendo de pronto que su matrimonio era mucho menos apacible de lo que había supuesto-. Creo que tengo la solución. Marina se queda con el collar, pero no se lo lleva a casa. Lo deja siempre aquí, en el restaurante. Lo lleva en el trabajo, y por la noche lo guarda en la caja. Tom y yo venimos todos los días y admiramos el collar, y Roberto nunca se entera de nada.
Era una propuesta tan turbia y ridícula, una argucia tan pobre y tortuosa, que Tom y Marina se echaron a reír.
– Vaya con Nathan -dijo Marina-. Menudo viejo cuco está hecho usted.
– No tan viejo -apostillé.
– ¿Y qué pasa si por casualidad se me olvida quitarme el collar? -preguntó ella-. ¿Qué ocurre si me presento una noche en casa con él puesto?
– Tú nunca harías eso -contesté-. Eres demasiado lista.
Y así es como la joven y cándida Marina Luisa Sánchez González se vio obligada a aceptar el regalo de cumpleaños, y yo recibí por mis desvelos un beso en la mejilla, un ósculo tierno y prolongado que recordaré hasta el fin de mis días. Ésas son las ventajas propias de los hombres estúpidos. Y yo no soy sino eso un verdadero estúpido. Me gané un beso y una radiante sonrisa de agradecimiento, pero también me busqué algo con lo que no contaba. Se trataba de la irrupción del señor Problemas, y cuando llegue el momento de su aparición, haré una relación completa de los hechos. Pero ahora es viernes por la tarde, y hay otros asuntos más urgentes que atender. El fin de semana está a punto de comenzar, y menos de treinta horas después de que saliéramos del Cosmic Diner, Tom y yo estábamos sentados en otro restaurante con Harry Brightman, cenando, bebiendo vino y lidiando con los misterios del universo.
Sábado por la noche. 27 de mayo de 2000. Un restaurante francés de la calle Smith, en Brooklyn. Tres hombres están sentados a una mesa redonda al fondo de la estancia, en el ángulo izquierdo: Harry Brightman (el otrora Dunkel), Tom Wood y Nathan Glass. Acaban de pedir la cena al camarero (tres entrantes diferentes, tres platos principales distintos, dos botellas de vino: una de blanco, otra de tinto) y prestan de nuevo atención al aperitivo que les han servido en la mesa al poco de entrar en el restaurante. Tom tiene un vaso de bourbon (Wild Turkey), Harry da sorbos de un martini con vodka, y mientras Nathan bebe otro largo trago de su whisky de malta sin hielo (Macallan de doce años), se pregunta si no le apetecerá otro antes de que sirvan la cena. Bueno, ya está bien de escenografía. Una vez que se inicie la conversación, las acotaciones se reducirán al mínimo. En opinión del autor; únicamente las palabras pronunciadas por los personajes referidos tienen importancia para la narración. Por ese motivo, no habrá descripciones de la ropa que llevan, ni observaciones sobre los platos que comen, ni pausas cuando uno de ellos se levanta para ir al servicio, ni interrupciones del camarero, y ni una palabra sobre la copa de vino tinto que Nathan se derrama en los pantalones.
Читать дальше