Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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TOM: Entonces, un poco de aquí y un poco de allá. Ya pensaremos en más gente que quiera participar, y si hacemos fondo común, quizá podamos sacar la cosa adelante.

HARRY: No os preocupéis, muchachos. Tío Harry se ocupará de todo. Al menos eso espero. Si todo sale según el plan, podemos esperar una buena inyección de contante en un futuro próximo. Lo suficiente para inclinar la balanza y hacer realidad nuestro sueño. ¿No es de eso de lo que estamos hablando? Un sueño, el disparatado sueño de apartamos de las preocupaciones y penas de este mundo miserable y crear un mundo nuestro. Una posibilidad muy remota, desde luego, pero ¿quién dice que no es factible?

TOM: ¿Y de dónde va a venir esa «inyección de contante»?

HARRY: Digamos simplemente que he puesto en marcha una operación comercial, y dejemos a un lado los detalles hasta nueva orden. Si me toca la lotería, da por hecho el nuevo Hotel Existencia. Y si no…, bueno, caeré luchando por una buena causa. No se puede aspirar a más, ¿verdad? Tengo sesenta y seis años, y después de todos los altibajos de mi… carrera, un tanto dudosa, quizá sea ésta la última posibilidad de ganar dinero en cantidad. Y cuando digo en cantidad, quiero decir en gran cantidad. En cantidades más grandes de lo que os podéis imaginar.

PAUSA PARA FUMAR

Por entonces, no me tomé en serio nada de lo que se dijo en aquella conversación. Tom estaba alicaído -eso era todo- y Harry trataba simplemente de animarlo un poco, de insuflarle algo de viento en las velas y sacado de la ponzoñosa calma chicha. Debo decir que me gustó que Harry le siguiera la corriente a Tom con aquella fantasía suya tan impracticable, pero la idea de que se marchara de Brooklyn para irse a un poblado remoto en pleno campo me pareció una absoluta estupidez. Aquel individuo estaba hecho para la ciudad. Era una criatura de multitudes y contactos, de restaurantes buenos y ropa cara, y aunque sólo fuera medio marica, resultaba que su amigo íntimo era un negro travestido que iba a trabajar con unos pendientes de clip y un boa de color rosa. Si los paisanos de un lugar perdido en medio del campo vieran aparecer en su pueblo a un tipo como Harry Brightman, echarían mano de horcas y navajas e inmediatamente le harían poner pies en polvorosa

Por otro lado, yo estaba casi seguro de que el negocio de Harry era legal. El viejo réprobo se traía algo entre manos, y a mí me picaba la curiosidad por saber de qué se trataba. Si no quería dar explicaciones delante de Tom, era posible que conmigo hiciera una excepción. La ocasión se presentó justo después de pedir el postre, cuando Tom se disculpó y se dirigió al bar a fumar un cigarrillo (la nueva táctica en su campaña permanente para quitarse unos kilos).

– Gran cantidad de dinero -dije a Harry-. Parece interesante.

– La oportunidad de mi vida.

– ¿Hay alguna razón especial por la que no quieras hablar de ello?

– Temo decepcionar a Tom, eso es todo. Aún tengo que solucionar algunos pequeños detalles, y hasta que el asunto esté resuelto no tiene sentido entusiasmarse demasiado.

– Tengo un poco de dinero de sobra por ahí rodando, ya sabes. Un buen fajo, en realidad. Si necesitas otro socio que invierta en el negocio, quizá podría echarte una mano.

– Un ofrecimiento muy generoso de tu parte, Nathan. Afortunadamente, no ando en busca de un socio. Pero eso no significa que tu consejo no sea bien recibido. Estoy bastante seguro de que mis socios son legales; pero no me fío del todo. Y la duda es una carga difícil de sobrellevar, sobre todo cuando hay tanto en juego.

– ¿Qué me dices de otra cena, entonces? Tú y yo solos. Me explicas todo el asunto, y yo te doy mi opinión.

– ¿Te viene bien la semana que viene?

– Cuando quieras, no tienes más que decírmelo.

SOBRE LA ESTUPIDEZ DE LOS HOMBRES (2)

A las once de la mañana siguiente entré en una de las joyerías del barrio a comprar otro collar para Rachel. No quería molestar a la B. P. M. llamando a su puerta un domingo por la mañana, pero pedí expresamente a la dependienta que me enseñara todo lo que llevara la marca de Nancy Mazzucchelli. La mujer sonrió, dijo que era una vieja amiga de Nancy, y enseguida abrió una vitrina de la que extrajo ocho o diez artículos suyos, colocándolos uno tras otro en el mostrador para que yo los viera. Quiso la suerte que el último fuese un collar casi idéntico al que ahora se guardaba por la noche en la caja registradora del Cosmic Diner.

Pensaba volver directamente a casa. Me habían ocurrido un par de anécdotas de camino a la joyería, y estaba deseoso de sentarme a la mesa de trabajo y añadirlas al Libro del desvarío humano, que no dejaba de crecer. No me había molestado en contar las que había escrito hasta el momento, pero para entonces debía de haber cerca de cien, y por el modo en que se presentaban, surgiendo a todas horas del día y de la noche (a veces incluso en sueños), sospechaba que habría elementos suficientes para que el proyecto se prolongara durante varios años. Pero hete aquí que, veinte segundos después de salir de la tienda, ¿con quién me encuentro sino con Nancy Mazzucchelli, la B. P. M en persona? Llevaba dos meses viviendo en aquel barrio había dado largos paseos por la mañana y por la tarde, había entrado en innumerables tiendas y restaurantes, me había sentado en la terraza del Circle Café para observar a los centenares de personas que pasaban por la avenida, pero hasta aquel domingo por la mañana nunca la había visto en público ni siquiera de lejos. No quiero insinuar que había pasado por delante de mí y no me había fijado en ella. Yo miro a todo el mundo, y si hubiera visto antes a aquella mujer (que era nada menos que la reina y soberana de Park Slope), la habría recordado. Ahora, a raíz de nuestro encuentro improvisado delante de su casa el viernes, el panorama había cambiado bruscamente. Como un término que se añade al propio vocabulario en una etapa tardía de la vida -y que entonces se empieza a oír por todas partes-, Nancy Mazzucchelli aparecía de pronto en todos los sitios por donde yo pasaba. A partir de aquel encuentro dominical, raro era el día en que no me encontraba con ella, en el banco, en la oficina de correos o por alguna calle del barrio. Acabó presentándome a sus hijos (Devon, la niña, y Sam, el niño); a su madre, Joyce; y a su marido, Jim, el técnico de sonido que se llamaba James Joyce pero que no era Joyce. De total desconocida, la B. P. M. se convirtió de pronto en parte integrante de mi vida. Aunque en las siguientes páginas de este libro apenas se la mencione, Nancy está ahí. Hay que buscarla entre líneas.

Aquel primer domingo no hablamos gran cosa. Hola, Nathan; hola, Nancy; qué tal; muy bien, ¿y Tom?; qué día tan espléndido; me alegro de verte. Esas cosas. Charla de pueblo en el corazón de la gran ciudad. Si hay algún detalle significativo que consignar, es el hecho de que no llevaba el peto. Aquel día hacía un calor inhabitual, y Nancy se había puesto una camiseta blanca de algodón y unos vaqueros. Como llevaba la camiseta remetida en los pantalones, pude observar que tenía el vientre liso. Eso no significaba que no estuviera embarazada, desde luego, pero aun cuando se encontrara en los días iniciales del primer trimestre, el viernes pasado no se había puesto el peto para ocultar prominencia alguna. Tomé nota mentalmente para decírselo a Tom en cuanto lo viera.

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue enviar el collar a Rachel junto con una breve nota (Pienso en ti… Con cariño, papá), pero hacia las nueve de la noche empecé a preocuparme. Había echado la carta al buzón el martes por la noche. Suponiendo que hubiera salido el miércoles por la mañana, debería de haberle llegado el sábado; o el lunes, a más tardar. A mi hija nunca se le había dado bien eso de escribir cartas (se comunicaba principalmente mediante correo electrónico, instrumento del que yo no disponía), y por tanto esperaba que se pusiera en contacto conmigo por teléfono. Como el sábado y el domingo no había habido noticias, era de suponer que llamaría el lunes. A partir de las seis de la tarde, cuando volviera del trabajo y leyera mi carta. Por mucho que la hubiera ofendido, me parecía inconcebible que Rachel no contestara a lo que le decía en la misiva. Me quedé en el apartamento esperando a que sonara el teléfono, pero a las nueve de la noche no había ocurrido nada. Aunque hubiera decidido dejar la llamada para después de la cena, a esa hora ya habría terminado de cenar. Con cierta desesperación, algo asustado y más que apurado por la inquietud y el temor que sentía, acabé armándome de valor para marcar su número. No había nadie. El contestador automático se puso en marcha al cuarto tono, pero colgué antes de oír la señal sonora. Lo mismo sucedió el martes.

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