Y el miércoles.
No sabiendo ya qué hacer, decidí llamar a Edith y preguntarle lo que pasaba. Rachel y ella estaban en contacto permanente, y aunque la perspectiva de hablar con mi ex me producía cierto malestar, no había motivo para suponer que no me daría una respuesta clara. Pero la equis de ex es la cruz que nos marca, según había dicho Harry de manera tan elocuente. Para entonces, el único contacto que tenía con mi ex abnegada esposa se limitaba a ver su firma en el dorso de los cheques con que le pasaba pensión. Edith presentó la demanda de divorcio en noviembre de 1998, y un mes después, mucho antes de que saliera la sentencia, me diagnosticaron el cáncer. En su favor he de decir que me permitió quedarme en casa todo el tiempo necesario, lo que explica por qué tardamos tanto en ponerla a la venta. Cuando la vendimos, utilizó una parte de su dinero en comprar un apartamento en Bronxville, que Rachel, con su habitual exuberancia de lenguaje, calificó de «muy bonito». Además había empezado a asistir a clases para adultos en Columbia, había hecho al menos un viaje a Europa, y, si los cotilleos eran ciertos, estaba saliendo con Jay Sussman, un viejo abogado amigo nuestro. Su mujer había muerto dos años antes, y como siempre había estado loco por Edith (a los maridos se les da bien detectar esas cosas), era lógico que le hiciera proposiciones una vez desaparecido yo de la escena. El viudo alegre y la divorciada feliz. Bueno, me alegro por los dos. Jay rondaba los setenta, desde luego, pero ¿quién era yo para poner objeciones a unas cuantas cenas a ritmo de tango y algún polvete crepuscular? Para ser completamente sincero, a mí no me habría venido mal una ración de lo mismo.
– Hola, Edith -dije cuando ella contestó al teléfono-. Soy el fantasma de la Navidad pasada.
– ¿Nathan?
Parecía sorprendida de oírme, y también un tanto contrariada.
– Siento molestarte, pero necesito cierta información, y tú eres la única persona que puede dármela.
– No será otra de tus bromas de mal gusto, ¿verdad?
– Ojalá.
Emitió un sonoro suspiro por el receptor.
– Ahora estoy ocupada. Date prisa, ¿vale?
– Ocupada con algún invitado, supongo.
– Supón lo que te dé la gana. No tengo que darte explicaciones de nada, ¿verdad?
Dejó escapar una extraña y aguda carcajada: una risa tan amarga, tan triunfal, tan cargada de impulsos reprimidos y contradictorios, que no supe cómo interpretarla. La risa de una ex esposa liberada, quizá. Que reía la última.
– No, claro que no. Eres libre de hacer lo que te apetezca. Lo único que te pido es cierta información.
– ¿Sobre qué?
– Rachel. Desde el lunes estoy intentando ponerme en contacto con ella, pero parece que no hay nadie en su casa. Sólo quiero saber si Terrence y ella están bien.
– Pero qué idiota eres, Nathan. ¿Es que no te enteras de nada?
– Por lo visto, no.
– Se fueron a Inglaterra el veinte de mayo, y no volverán hasta el quince de junio. Se acabó el semestre en Rutgers. Rachel estaba invitada a presentar una ponencia en un congreso en Londres, y ahora están pasando unos días con los padres de Terrence en Cornwall.
– No me lo dijo.
– ¿Y por qué tendría que decírtelo?
– Porque es mi hija, por eso.
– Si te portaras como un padre, quizá te lo habría dicho. Eso de estallar y ponerte a gritar hecho una furia fue algo horrible, Nathan. ¿Qué derecho tienes? Le hiciste mucho daño…, se quedó muy jodida.
– La llamé para disculparme, pero me colgó. Le he escrito una carta larga. Intento reparar el daño que le he hecho, Edith. La quiero mucho, ya lo sabes.
– Entonces ponte de rodillas y pide perdón. Pero no esperes que yo te ayude. Mi época de mediadora ha concluido.
– No te estoy pidiendo ayuda. Pero si por casualidad te llama desde Inglaterra, podrías mencionarle que tiene una carta esperándola en casa. Y un collar, también.
– Ni lo sueñes, chico. No voy a decirle nada. Ni puñetera palabra. ¿Te has enterado?
Para que luego hablen del mito de la tolerancia y la buena voluntad entre parejas divorciadas. Al terminar la conversación, me dieron ganas de saltar al próximo tren que fuera a Bronxville estrangular a Edith con mis propias manos. Pero entonces me entraron náuseas. Aunque hay que reconocérselo a la chica. Su ira había sido tan virulenta, sus acusaciones y su desprecio tan agresivos, que en realidad me ayudó a tomar una decisión. No volvería a llamarla más. Nunca en la vida. Bajo ninguna circunstancia, en ningún momento. El divorcio nos había separado a los ojos de la ley, disolviendo el matrimonio que nos había unido durante tantos años, pero aun así seguíamos teniendo algo en común, y como seríamos los padres de Rachel durante todo el tiempo que nos quedara de vida, yo había supuesto que ese vínculo nos evitaría caer en un estado de permanente animosidad. Pero vi que no. Aquella llamada fue el final de todo, y en lo sucesivo Edith no sería más que un nombre para mí: cinco letras insignificantes que designaban a una persona que había dejado de existir.
Al día siguiente, jueves, almorcé solo. Tom iba a Manhattan con Harry por la tarde, para negociar con la viuda de un novelista recientemente fallecido la adquisición de los libros de la biblioteca de su marido. Según Tom, aquel novelista parecía conocer hasta el último escritor importante de los últimos cincuenta años, y tenía los estantes repletos de libros firmados y dedicados por sus ilustres amigos. «Ejemplares con dedicatoria», se denominaban esos libros en la profesión, y como eran muy buscados por los coleccionistas, según me explicó Tom, normalmente se vendían a buen precio. También me dijo que las visitas de ese tipo eran lo que más le gustaba de trabajar con Harry. No sólo le permitían salir de Brooklyn, de los confines de su despacho de la primera planta, sino que además le daban la oportunidad de ver a su jefe en acción.
– Monta un buen número -dijo Tom-. No para de hablar. Halaga, denigra, engatusa: un interminable amagar y no dar. Yo no creo en la reencarnación, pero si creyera, apostaría cualquier cosa a que en otra vida fue un vendedor de alfombras marroquí.
El miércoles había sido el día libre de Marina. El jueves, privado de la compañía de Tom, tenía más ganas de verla que nunca, pero cuando entré en el Cosmic Diner a la una en punto, Marina no estaba. Pregunté a Dimitrios, el dueño del restaurante, y me explicó que había llamado por la mañana para decir que no se encontraba bien y que probablemente faltaría algunos días. Me sentí profunda y absurdamente abatido. Después de la bronca que me había echado mi ex mujer la noche anterior, necesitaba recobrar la fe en el sexo femenino, ¿y quién mejor para ayudarme en esa empresa que la dulce Marina González? Antes de entrar en el restaurante, me la había imaginado con el collar puesto (cosa que ya había sucedido el lunes y el martes), y sabía que con sólo mirarla iba a encontrarme mucho mejor. Acongojado, pues, me senté solo en un reservado y pedí el almuerzo a Dimitrios, que sustituía a mi amor ausente. Como de costumbre, llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta (La conciencia de Zeno, que había comprado por recomendación de Tom), y como aquel día no tenía con quién hablar, abrí la novela de Svevo y me puse a leer.
Al cabo de dos párrafos, el individuo llamado señor Problemas hizo acto de presencia. Ése es el encuentro al que aludía hace quince o veinte páginas, y ahora que ha llegado el momento de hablar de él, me muero de vergüenza con sólo pensar en lo que pasó. Ese individuo, esa cosa que prefiero llamar Problemas, el ser de pesadilla que surgió de las profundidades de la nada, se hacía pasar por un mensajero de la U.P.S. de unos treinta años, cuerpo musculoso, buena forma y expresión iracunda en los ojos. No, la ira no hace justicia a lo que vi en aquel rostro. Furia sería más preciso, creo, o quizá rabia, e incluso locura homicida. Fuera lo que fuese, cuando entró como una tromba en el restaurante y preguntó a Dimitrios con voz fuerte y agresiva si Nathan andaba por allí, Nathan Glass, comprendí que el nombre en clave del señor Problemas era Roberto González. También supe que el collar ya no estaba en la caja. La pobre Marina había olvidado quitárselo cuando se fue a casa el martes por la noche. Un pequeño error, quizá, pero no pude evitar el recuerdo de cómo había empleado la expresión bum cuando intentó devolverme el regalo, y asociando esa palabra con el anuncio de Dimitrios de que no vendría en «algunos días», pensé en la paliza que le habría dado aquel hijo de puta.
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