– ¿Quién va a falsificar el manuscrito? Gordon no está capacitado para eso, supongo, ¿o me equivoco?
– No. Él va a ser quien realice el descubrimiento, pero el trabajo propiamente dicho lo va a hacer un tal Ian Metropolis. Gordon oyó hablar de él a uno que conoció en la cárcel; al parecer es el mejor que hay, un verdadero genio. Ha falsificado a Lincoln, Poe, Washington Irving, Henry James, Gertrude Stein y Dios sabe cuántos más, pero en todos los años que lleva dedicándose a eso, no lo han pillado ni una sola vez. Ni antecedentes ni la menor sospecha que se cierna sobre él. Un fantasma que se mueve en la oscuridad. Es un trabajo complejo y exigente Nathan. En primer lugar, está la cuestión de encontrar el papel adecuado: un papel de mediados del siglo diecinueve que pase el examen de los rayos X y ultravioleta. Luego hay que estudiar todos los manuscritos existentes de Hawthorne y aprender a imitar su caligrafía, que era bastante descuidada, dicho sea de paso, a veces casi ilegible. Pero el dominio de la técnica material sólo es una pequeña parte del trabajo. No se trata simplemente de sentarse a una mesa con una versión impresa de La letra escarlata y empezar a copiarla a mano. Hay que conocer todas las peculiaridades de Hawthorne, las faltas que cometía, su particular utilización de los guiones, su incapacidad para escribir correctamente ciertas palabras. Suponte, por ejemplo, que en vez de cielo siempre pusiera zielo; incolume en lugar de incólume; subtil y no sutil Cuando Hawthorne escribía Oh los tipógrafos ponían O. Y así sucesivamente. Todo eso requiere mucho trabajo y preparación. Pero vale la pena, amigo mío. Un manuscrito completo probablemente andará por los tres o cuatro millones de dólares. Gordon me ha ofrecido el veinticinco por ciento por mis servicios, lo que significa que estamos hablando de una cifra que rondará el millón de dólares. No está nada mal, ¿verdad?
– ¿Y qué tendrías que hacer para ganarte el veinticinco por ciento?
– Vender el manuscrito. Soy un modesto pero respetado proveedor de libros raros, autógrafos y curiosidades literarias. Eso da legitimidad al proyecto.
– ¿Ya has encontrado comprador?
– Ésa es la parte que me preocupa. He sugerido venderlo directamente a una de las bibliotecas de la ciudad, la Colección Berg, la Morgan, la Universidad de Columbia, o, si no, sacarlo a subasta en Sotheby's. Pero las preferencias de Gordon se orientan hacia un coleccionista privado. Dice que es más prudente que el asunto no trascienda y llegue a ser de dominio público, y supongo que tiene razón. Sin embargo, eso me hace dudar de que tenga verdadera confianza en el trabajo de Metropolis.
– ¿Y qué dice Metropolis?
– No sé. No lo conozco.
– ¿Estás mezclado en una estafa de cuatro millones de dólares con una persona que no conoces?
– No deja que nadie le vea la cara. Ni siquiera Gordon. Sólo se comunican por teléfono.
– No me gusta el cariz que está cobrando esto, Harry.
– Sí, lo sé. También es un poco misterioso para mi gusto. Sin embargo, parece que empiezan a avanzar las cosas. Hemos encontrado un comprador, y hace dos semanas le hemos dado una página de muestra. Lo creas o no, se la ha llevado a varios expertos, y todos han confirmado su autenticidad. Acaba de remitirme un cheque de diez mil dólares. Como garantía, para que no ofrezcamos el manuscrito a nadie más. Tenemos que cerrar la venta el viernes próximo, a su vuelta de Europa.
– ¿Quién es?
– Un financiero, se llama Myron Trumbell. He hecho mis averiguaciones. Aristócrata de Park Avenue, verdaderamente forrado de dinero.
– ¿Dónde lo ha encontrado Gordon?
– Es un amigo de su amigo, del hombre con quien está viviendo.
– A quien tampoco conoces.
– No. Y no quiero conocerlo. Gordon y yo nos amamos en secreto. ¿Por qué querría yo conocer a mi rival?
– Me parece que vas a caer en una trampa, amigo. Te están haciendo la cama.
– ¿Haciéndome la cama? Pero ¿qué estás diciendo?
– ¿Cuántas páginas has visto del manuscrito?
– Sólo una. La que entregué a Trumbell hace dos semanas.
– ¿Y si sólo hubiera ésa, Harry? ¿Y si no existiera Ian Metropolis? ¿Y si resultara que el nuevo amigo de Gordon no es otro que Myron Trumbell en persona?
– Imposible. ¿Por qué llegaría alguien a tales extremos…?
– Venganza. Faena con faena se paga. Donde las dan las toman. Todas esas cualidades maravillosas tan distintivas de los seres humanos. Me temo que tu Gordon no es lo que tú crees.
– Eso es infame, Nathan. Me resisto a creerlo.
– ¿Has cobrado el cheque de Trumbell?
– Lo llevé al banco hace tres días. En realidad ya me he gastado la mitad en un montón de ropa.
– Devuelve el dinero.
– No quiero.
– Si no tienes bastante en tu cuenta, puedo prestarte lo que te falte.
– Gracias, Nathan, pero no necesito tu caridad.
– Te tienen cogido por las pelotas, Harry, y tú ni siquiera te has enterado.
– Piensa lo que quieras, pero no vaya retirarme ahora. Voy a seguir adelante contra viento y marea. Si tienes razón sobre Gordon, mi vida está acabada de todos modos. Y en ese caso qué más da. Pero si te equivocas, y de eso estoy seguro, entonces te invitaré a cenar otra vez y podrás brindar por mi éxito.
El sábado y el domingo, Tom se levantaba tarde. La librería de Harry estaba abierta los fines de semana, pero Tom no trabajaba esos días, y como tampoco había colegio, levantarse pronto carecía de sentido. No habría visto a la B. P. M. a la puerta de su casa esperando el autobús con sus hijos, y sin ese aliciente que lo sacara de las cálidas sábanas de su cama, no se molestaba en poner el despertador. Con las cortinas echadas, el cuerpo envuelto, como en el seno materno, en la oscuridad de su pequeño apartamento, seguía durmiendo hasta que se le abrían los ojos por voluntad propia, o, como tantas veces ocurría, algún ruido procedente de Dios sabe qué lugar del edificio lo despertaba con un sobresalto. El domingo, cuatro de junio (tres días después de mi desastroso encontronazo con Roberto González, que también había sido el día de mi desconcertante charla con Harry Brightman), fue un ruido lo que arrancó a mi sobrino de las profundidades del sueño; en este caso, el sonido de una mano menuda que llamaba suave y tímidamente a su puerta. Eran las nueve y unos minutos, y cuando Tom se percató de que llamaban, cuando se levantó de la cama y cruzó la habitación con paso tambaleante para abrir la puerta, su vida dio un nuevo y sorprendente giro. Para decirlo sin rodeos, todo cambió para él, y sólo ahora, al cabo de tan laboriosa preparación, después de tanto escardar y rastrillar el terreno, es cuando mi crónica de las aventuras de Tom empieza a remontar el vuelo.
Era Lucy. Una Lucy de nueve años y medio, silenciosa, pelo moreno y corto y los redondos ojos de color avellana de su madre, una niña alta, a las puertas de la adolescencia, vestida con deshilachados vaqueros rojos, gastadas playeras blancas y una camiseta de los Kansas City Royals. Ni bolso, ni chaqueta, ni jersey colgando del brazo, nada salvo la ropa que llevaba puesta. Hacía seis años que no la veía, pero la reconoció enseguida. Completamente distinta en cierto modo, y sin embargo exactamente la misma de entonces, a pesar de que ya le habían salido todos los dientes, de que sus facciones se habían alargado y eran más finas, de los muchos centímetros que había crecido. Allí estaba, plantada en la puerta, sonriendo a su despeinado y soñoliento tío, observándolo fijamente con los embelesados ojos que Tom recordaba tan bien de los viejos tiempos de Michigan. ¿Dónde estaba su madre? ¿Dónde estaba el marido de su madre? ¿Por qué venía sola? ¿Cómo había llegado hasta allí? Tom iba haciendo una pausa entre cada pregunta, pero ni una palabra salía de labios de Lucy. Por un momento pensó que se había quedado sorda, pero entonces le preguntó si recordaba quién era él, y la niña asintió con la cabeza. Tom abrió los brazos, y Lucy se precipitó hacia ellos, apoyando la frente contra su pecho y aferrándose a él con todas sus fuerzas.
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