Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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Hasta la cena en la Trattoria, se había portado estupendamente. Había hecho todo lo que le había pedido sin rechistar y de buen grado, sin fruncir una sola vez el ceño. Pero Tom, en un descuido poco corriente en él, dejó caer bruscamente la noticia de nuestro inminente viaje a Vermont sólo unos momentos después de habernos sentado a la mesa. No hubo preparación, ni propaganda que encomiara las maravillas de Burlington, ni argumentación en el sentido de que estaría mejor con Pamela que con sus dos tíos en Brooklyn. Ahí fue cuando la vi arrugar el entrecejo, llorar por primera vez, y enfurruñarse luego para el resto de la cena. Por muy hambrienta que estuviera, no tocó la pizza cuando se la pusieron delante, y sólo el hecho de que no paré de hablar nos libró de lo que podría haber acabado en una auténtica guerra de nervios. Empecé haciendo el trabajo preliminar que Tom había pasado por alto: los himnos y panegíricos, la zarabanda publicitaria, el prolongado encomio de la legendaria bondad de Pamela. Al ver que aquel discurso dejaba de producir el efecto deseado, cambié de táctica y le prometí que Tom y yo nos quedaríamos allí hasta que estuviera cómodamente instalada, y entonces, yendo aún más lejos, corrí el riesgo supremo de asegurarle que la decisión estaba enteramente en sus manos. Si no le gustaba estar allí, recogeríamos sus cosas y volveríamos a Nueva York. Pero tenía que intentarlo de verdad, le dije, no menos de tres o cuatro días. ¿De acuerdo? Lucy asintió con la cabeza. Y entonces, por primera vez en media hora, sonrió. Llamé al camarero y le pregunté si no sería mucha molestia que le calentaran la pizza en la cocina. Diez minutos después, se la trajeron de nuevo a la mesa y Lucy atacó su cena.

El experimento Chaplin arrojó un resultado desigual. Lucy rió a carcajadas, emitiendo los primeros sonidos que habíamos oído de ella en todo el día (hasta las lágrimas de la cena habían corrido por sus mejillas en silencio), pero unos minutos antes de llegar a la escena del restaurante, el sitio donde Charlie se pone a cantar su absurda y memorable canción, se le empezaron a cerrar los ojos y enseguida se quedó dormida. ¿Quién se lo podría reprochar? Había llegado a Nueva York aquella misma mañana, después de un viaje de Dios sabe cuántos centenares de kilómetros, lo que significaba que se había pasado gran parte de la noche anterior si no toda metida en un autobús. La cogí en brazos y la llevé al cuarto de huéspedes mientras Tom abría el sofá cama, ya preparado, y retiraba el embozo. Nadie duerme más profundamente que los niños, sobre todo los niños agotados. Ni siquiera cuando la puse sobre la cama y la tapé abrió los ojos una sola vez.

El día siguiente empezó con un hecho curioso e inquietante. A las siete de la mañana, entré en la habitación de Lucy, que aún dormía, con un vaso de zumo de naranja, un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan tostado con mantequilla. Puse el desayuno en el suelo y luego la cogí del brazo y la zarandeé suavemente.

– Despierta, Lucy -dije-. Es hora de desayunar.

Al cabo de tres o cuatro segundos, abrió los ojos, y entonces, tras un breve instante de absoluta perplejidad (¿Dónde estoy? ¿Quién es este desconocido que me está mirando?), me reconoció y sonrió.

– ¿Qué tal has dormido? -le pregunté.

– Muy bien, tío Nat -contestó ella, con un ligero acento sureño-. Como una piedrota vieja en el fondo de un pozo.

Bam. Ahí estaba. Lucy había hablado. Sin que la incitaran ni animaran, sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, había abierto tranquilamente la boca y se había puesto a hablar. ¿Concluía oficialmente el reino del silencio, me pregunté, o sólo era que lo había olvidado en la modorra del despertar?

– Me alegro -repuse, guardándome de aludir a lo que acababa de pasar para no estropear las cosas.

– ¿Nos vamos hoy al asqueroso Vermont? -preguntó.

Cada palabra que pronunciaba, cada nueva frase ampliaba mi cauta sensación de esperanza.

– Dentro de una hora, más o menos. Fíjate, Lucy, zumo, tostadas y huevos.

Cuando me agaché a recoger el desayuno del suelo, ella exhibió otra de sus grandes sonrisas.

– Desayuno en la cama -anunció-. Igual que la Reina Nefertiti.

Creí que ya estaba todo arreglado, pero ¿qué sabía yo entonces, qué sabía yo de nada? Cuando le acerqué el vaso de zumo con la mano derecha y ella alargó el brazo para cogerlo, el mundo se le cayó encima. Rara vez he visto una cara cambiar de expresión con mayor rapidez que la de Lucy en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos, la radiante sonrisa se tornó en una mueca de terror apabullante y devastador. Se llevó la mano a la boca, y al cabo de unos segundos los ojos se le llenaron de lágrimas.

– No te preocupes, cariño -la consolé-. No has hecho nada malo.

Pero sí había hecho algo malo. A su entender, sí lo había hecho, y, por la expresión de su atribulada carita, era como si hubiera cometido un pecado imperdonable. En un súbito arranque de ira contra sí misma, empezó a golpearse la sien con la palma de la mano izquierda, una desenfrenada pantomima que parecía representar lo estúpida que se consideraba a sí misma. Lo hizo tres, cuatro, cinco veces, pero justo cuando iba a sujetarle el brazo para hacer que parase, extendió la mano izquierda y alzó un dedo, agitándolo enérgicamente frente a mi cara. Con una ardiente mirada de desprecio y odio hacia sí misma, empezó a darse cachetes en la mano izquierda con la derecha, como reprendiéndola por haber tenido el descaro de alzar precisamente aquel dedo. Luego dejó de castigarse y volvió a extender la mano izquierda. Esta vez alzó dos dedos. Como antes, los agitó en el aire con amargo énfasis. Primero un dedo, luego dos. ¿Qué intentaba decirme? No podía estar seguro, pero sospechaba que tenía algo que ver con el tiempo, con el número de días que faltaban para que pudiera hablar de nuevo. Cuando se despertó sólo le quedaba un día, pero ahora que accidentalmente se le habían escapado unas palabras, debía castigarse añadiendo otro día a su silencio. De uno, por tanto, había pasado a dos.

– ¿Es eso? -le pregunté-. ¿Me estás diciendo que empezarás a hablar otra vez dentro de dos días?

No contestó. Repetí la pregunta, pero Lucy no iba a revelar su secreto. No afirmó, no negó con la cabeza, no hizo nada. Me senté a su lado y empecé a acariciarle el pelo.

– Vamos, Lucy -le dije, haciéndole coger el zumo-. Es hora de que te tomes el desayuno.

RUMBO AL NORTE

El coche era una reliquia de mi vida anterior. En Nueva York no necesitaba aquel cacharro, pero me había dado pereza tomarme la molestia de venderlo, de manera que lo tenía en un garaje de la calle Union, entre la Sexta y la Séptima Avenida, y no lo había conducido ni mirado siquiera desde que vivía en Brooklyn. Era un Oldsmobile Cudass verde de 1994, un montón de chatarra increíblemente feo. Pero el coche hizo lo que tenía que hacer, y al cabo de dos largos meses de inactividad, el motor se puso en marcha nada más girar la llave.

Tom conducía; yo iba en el asiento del acompañante; Lucy, en el de atrás. A pesar de las promesas que le había hecho la noche anterior, seguía sin querer ir a Vermont con Pamela, y le sentaba mal que la lleváramos contra su voluntad. Hablando desde un punto de vista lógico, no le faltaba razón. Si a ella le tocaba decidir en último término, ¿qué objeto tenía hacer cuatrocientos cincuenta kilómetros en coche para luego realizar el trayecto en sentido contrario para traerla de vuelta? Le había dicho que tenía que intentar en serio lo del experimento con Pamela. Ella había fingido acceder, pero yo era consciente de que ya había tomado una decisión y no iba a cambiarla por nada del mundo. De manera que allí iba, en el asiento trasero, con la cara larga y enfurruñada, una víctima inocente de nuestras crueles maquinaciones. Se quedó dormida mientras pasábamos por los alrededores de Bridgeport en la Nacional 95, sin duda pensando maldades sobre sus dos perversos tíos. Tal como demostrarían los acontecimientos posteriores, en eso me equivocaba. Lucy poseía más recursos de lo que yo imaginaba, y, en vez de quedarse de brazos cruzados consumiéndose de ira, se dedicó a pensar y trazar un plan, utilizando su considerable inteligencia para urdir una estratagema que cambiaría las tornas y la convertiría en dueña de nuestro destino. Era una idea brillante, si se me permite decirlo, algo que sólo se le habría ocurrido a una bribonzuela, y no cabe sino quitarse el sombrero ante tan sobresaliente ejercicio de ingenio. Pero enseguida volveremos sobre eso.

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