– Lo siento por ti, Nathan.
– No lo sientas. No vale la pena. Preferiría que me dejaras sentido por ti.
Cuando Tom y yo volvimos a vernos al día siguiente a la hora de comer, ambos comprendimos que estábamos estableciendo un pequeño ritual. No lo decíamos explícitamente, pero salvo las veces en que surgían otros planes o compromisos, siempre procurábamos vernos a mediodía para almorzar juntos. No importaba el hecho de que yo tuviera el doble de años que él y que en otro tiempo fuese el tío Nat. Como Oscar Wilde dijo en cierta ocasión, después de los veinticinco todo el mundo tiene la misma edad, y a decir verdad nuestras circunstancias actuales eran casi idénticas. Los dos vivíamos solos, ni él ni yo salíamos con nadie, y no teníamos muchos amigos (en mi caso, ninguno en absoluto). ¿Qué mejor manera de romper la monotonía de la soledad que manducar con tu compadre, tu semblable, tu Tomassino, tanto tiempo perdido de vista, y darle un poco a la sin hueso mientras llenas el buche?
Marina trabajaba aquel día, y estaba tremenda con unos vaqueros ajustados y una blusa naranja. Era una combinación deliciosa, porque me brindaba algo que observar y admirar cuando se acercaba a nosotros (por delante, sus amplios y conmovedores pechos), y también cuando se alejaba (por detrás, su redondeado y generoso trasero). Tras mi reciente fantasía de nuestro encuentro a última hora de la noche, me mostraba hacia ella algo más reservado de lo normal, pero aún estaba la cuestión de la exorbitante propina que le había dado la última vez, y cuando vino a tomar nota de lo que íbamos a comer fue todo sonrisas con nosotros, sabedora (creo) de que había conquistado mi corazón para siempre. No recuerdo ni una palabra de lo que dijimos, pero debí de acabar sonriendo como un lelo, porque cuando ella se dirigió a la cocina, Tom me dijo que estaba muy raro y me preguntó si me encontraba bien. Le aseguré que estaba mejor que nunca, y entonces, a renglón seguido, empecé a confesarle mi chaladura por aquella chica, mi pasión no correspondida.
– Removería cielo y tierra por ella -le dije-. Aunque daría igual. Está casada, y por si fuera poco es católica por los cuatro costados. Pero al menos me hace soñar.
Me preparé para que Tom soltara una carcajada, pero no hizo nada parecido. Con una expresión de absoluta solemnidad, alargó el brazo por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en la mano.
– Sé perfectamente cómo te sientes, Nathan -me dijo-. Es horroroso.
Ahora le tocaba confesarse a Tom. Ahora era yo quien oía a mi sobrino decir que él también estaba enamorado de una mujer inalcanzable.
La llamaba B. P. M. Las iniciales significaban Bella y Perfecta Madre, porque no sólo no había hablado jamás con ella, sino que tampoco sabía su nombre. Vivía en una casa de piedra rojiza, a medio camino entre su apartamento y la librería de Harry, y todas las mañanas cuando iba a desayunar la veía sentada en el primer escalón de su casa con sus dos hijos pequeños, esperando que llegara el autobús amarillo y los llevara al colegio. Era extraordinariamente atractiva, aseguró Tom, con una larga melena negra y unos ojos verdes y luminosos. Pero lo que más le gustaba de ella era la forma en que abrazaba y acariciaba a sus hijos. Nunca había visto una manifestación del amor materno tan natural y elocuente, tan tierna y jubilosa. Casi todas las mañanas la B. P. M. estaba allí sentada entre los dos niños, rodeándoles la cintura con los brazos mientras ellos se inclinaban para apoyarse en ella, acariciándolos y besándolos por turno o meciendo sobre sus rodillas a los dos a la vez: un círculo mágico de abrazos, cantos y risas.
– Paso frente a ellos lo más despacio posible -prosiguió Tom-. Un espectáculo como ése hay que saborearlo, de manera que hago como que se me cae algo al suelo, o me paro a encender un cigarrillo: cualquier cosa que prolongue ese placer aunque sólo sea unos segundos. Es tan bella, Nathan, que cuando la veo con los niños casi me dan ganas de creer de nuevo en la humanidad. Sé que es ridículo, pero puede que piense en ella veinte veces al día.
Me guardé mi opinión, pero no me gustó nada oír aquello. Tom sólo tenía treinta años, y estaba en el mejor momento de la juventud, pero en lo que se refería a las mujeres y la búsqueda del amor, era como si hubiese renunciado a toda esperanza. Su última novia fija había sido una compañera de universidad llamada Linda no sé cuántos, pero rompieron seis meses antes de que él se marchara de Ann Acbor, y desde entonces había tenido tan mala suerte que poco a poco se había ido retirando de la circulación. Dos días antes me había contado que hacía más de un año que no salía con ninguna chica, lo que significaba que su silenciosa veneración por la B. P. M. constituía la totalidad de su vida amorosa. Era algo que daba pena. El chico necesitaba armarse de valor y hacer otro esfuerzo. Como mínimo, le hacía falta un buen polvo y dejar de pasarse las noches soñando con una madre beatífica. Yo estaba en la misma situación, desde luego, pero al menos sabía cómo se llamaba la chica de mis sueños, y siempre que iba al Cosmic Diner y me sentaba en mi mesa habitual, podía hablar realmente con ella. Eso era suficiente para un verdadero carcamal como yo. Yo ya había corrido lo mío, y me había divertido de lo lindo, y lo que me pasara no tenía mucha importancia. Si se presentaba la ocasión de apuntarme un nuevo tanto, no diría que no, pero no se trataba de un asunto de vida o muerte. En cuanto a Tom, todo dependía de tener agallas para lanzarse de nuevo al ruedo. Si no, se pudriría en la oscuridad de su insignificante infierno particular, y con el paso de los años se iría amargando poco a poco, hasta convertirse en una persona distinta de la que tenía que haber sido.
– Me gustaría ver a esa criatura con mis propios ojos -repuse-. Según lo cuentas, es como una aparición venida de otro mundo.
– Cuando quieras, Nathan. Ven un día a mi apartamento a las ocho menos cuarto de la mañana, y daremos un paseo hasta su casa. No te decepcionará, te lo garantizo.
Y así fue como al día siguiente, por la mañana temprano deambulábamos por la calle preferida de Tom en Brooklyn. Supuse que exageraba cuando hablaba del «poder hipnótico» de la Bella y Perfecta Madre, pero resultó que me había equivocado. Aquella mujer era efectivamente perfecta, una sublime encarnación de lo angélico y lo bello, y verla sentada en los escalones de la entrada de su casa con los brazos en torno a las dos criaturas bastaba para estremecer el corazón de cualquier cascarrabias que pasara. Tom y yo observábamos desde la acera de enfrente, discretamente situados bajo una acacia gigantesca, y lo que más me conmovió de la amada de mi sobrino fue su absoluta libertad de movimientos, una especie de abandono espontáneo que le permitía vivir plenamente en el momento, en un ahora siempre presente, en continua expansión. Le calculé unos treinta años, pero sus gestos eran tan sencillos y naturales como los de una adolescente, y daba gusto ver cómo una mujer tan encantadora salía a la calle vestida con un pantalón con peto blanco y una camisa de franela de cuadros. Era un signo de confianza, pensé, una indiferencia hacia las opiniones de los demás que sólo muestran los espíritus más firmes y sólidos. No es que me sintiera inclinado a renunciar a mi secreto encaprichamiento, pero, según todos los criterios objetivos de la belleza femenina, era consciente de que Marina González no le llegaba ni a la suela del zapato.
– Seguro que es pintora -dije a Tom.
– ¿Por qué lo dices? -repuso él.
– El peto. A los pintores les gusta llevar peto. Qué lástima que la galería de Harry se fuera al traste. Le habríamos organizado una exposición.
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