Paul Auster - Brooklyn Follies

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Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de treinta y tres años de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde nació y pasó su infancia. Quiere vivir allí lo que le queda de su `ridícula vida`. Hasta que enfermó era un próspero vendedor de seguros, ahora que ya no tiene que ganarse la vida, piensa escribir El libro de las locuras de los hombres. Contará todo lo que pasa a su alrededor, todo lo que le ocurre y lo que se le ocurre, y hasta algunas de las historias caprichosas, disparatadas, verdaderas locuras de personas que recuerda. Comienza a frecuentar el bar del barrio, el muy austeriano Cosmic Diner, y está casi enamorado de la camarera, la casada e inalcanzable Marina. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto y contradictorio, que no es ni remotamente quien dice ser.

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Tras guardar la historia en la caja que llevaba la etiqueta «Percances», me despaché la otra mitad de la botella y me acosté. Para ser sincero (¿cómo puedo escribir este libro si no digo la verdad?), me dormí masturbándome. Haciendo lo posible por imaginarme a Marina González desnuda, traté de convencerme de que estaba a punto de entrar en la habitación y meterse conmigo en la cama, impaciente por entrelazar su cálido y suave cuerpo con el mío.

LA SORPRESA DEL BANCO DE ESPERMA

Dio la casualidad de que la masturbación fue uno de los temas de la conversación que Tom y yo mantuvimos mientras almorzábamos al día siguiente (en un restaurante japonés esta vez, ya que Marina libraba en el Diner). Todo empezó cuando le pregunté si había conseguido localizar a su hermana. Por lo que yo sabía, la última vez que alguien de la familia la había visto fue antes de la muerte de June, cuando volvió a Nueva Jersey a reclamar a la pequeña Lucy. Eso fue en 1992, hacía ya más de ocho años, y teniendo en cuenta que Tom no la había mencionado para nada el día anterior, supuse que en cierto modo mi sobrina había desaparecido de la faz de la tierra, y que nunca volveríamos a saber de ella.

Nada de eso. A finales de 1993, menos de un año después del entierro de mi hermana, Tom y un par de compañeros suyos de universidad, ya licenciados, adoptaron un plan para ganarse un dinerito contante y sonante. En los alrededores de Ann Arbor había una clínica de inseminación artificial, y los tres decidieron ofrecer sus servicios como donantes al banco de esperma. Se lo tomaron como una aventura divertida, y ninguno de ellos se paró a considerar las consecuencias de lo que iban a hacer: llenar tubos de semen eyaculado que sirviera para que ciertas mujeres a las que nunca habían visto ni tenido entre sus brazos se quedaran embarazadas, y luego dieran a luz a unas criaturas -sus hijos- cuyos nombres, vida y destino constituirían un eterno misterio para ellos.

Condujeron a cada uno a una salita particular, y con objeto de infundirles una buena disposición de ánimo, la clínica tuvo la amabilidad de proporcionar a los donantes un montón de revistas pornográficas: una serie de fotos de chicas desnudas en atrayentes posturas eróticas. Dada la naturaleza de la bestia masculina, tales imágenes rara vez dejan de provocar consistentes y palpitantes erecciones. Tomándose en serio lo que hacía, como siempre, Tom se sentó diligentemente en la cama y empezó a hojear las revistas. Al cabo de unos minutos, tenía los pantalones y los calzoncillos en torno a los tobillos, la mano derecha en la polla y la izquierda en la revista, y a medida que iba pasando páginas, estaba claro que culminar la tarea sólo era cuestión de tiempo. Entonces, en una publicación que después identificó como Midnight Blue, vio a su hermana. No cabía duda de que se trataba de Aurora: con una sola mirada, Tom supo quién era. Ni siquiera se había molestado en disimular su nombre. El reportaje de seis páginas y más de una docena de fotografías se titulaba «Rory la Magnífica», y en él aparecía en varios estadios de desnudez y provocación: engalanada con un camisón transparente en una fotografía, con liguero y medias negras en otra, botas de cuero hasta la rodilla en otra, pero en la cuarta página era pura Rory de los pies a la cabeza, acariciándose los pechos menudos, tocándose los genitales, sacando el culo, separando las piernas de tal modo que no dejaba nada a la imaginación, y en todas las fotos estaba sonriendo, incluso riendo abiertamente, los ojos iluminados por una exuberante oleada de candor y felicidad, sin rastro alguno de reticencia ni malestar, con aspecto de estar pasándoselo como nunca.

– Casi me muero -contó Tom-. En un abrir y cerrar de ojos, la picha se me puso completamente blanda. Me subí los pantalones, me abroché el cinturón y salí de allí todo lo rápido que pude. Me quedé para el arrastre, Nathan. Mi hermana pequeña posando desnuda en una revista porno. Y verlo en esas horribles circunstancias: de sopetón, en aquella puñetera clínica justo en el momento en que estoy tratando de hacerme una paja. Me puse enfermo, me dieron ganas de vomitar. No sólo porque era odioso ver a Rory así, sino porque hacía dos años que no tenía noticias de ella, y aquellas fotos parecían confirmar mis peores pesadillas sobre lo que le había pasado. Sólo tenía veintidós años, pero ya había caído en la forma más baja y degradante de ganarse la vida: vender su cuerpo por dinero. Era tan deprimente que me habría pasado un mes llorando.

Cuando se ha vivido tanto como yo, se tiende a creer que ya se ha visto todo, que no hay nada que te pueda escandalizar. Nos sentimos ufanos del supuesto conocimiento que tenemos del mundo, y entonces, de vez en cuando, surge algo que nos hace salir bruscamente de ese cómodo caparazón de superioridad, que nos vuelve a recordar que no entendemos ni lo más mínimo de la vida. Mi pobre sobrina. La lotería genética se había portado demasiado bien con ella, le habían tocado todos los premios. A diferencia de Tom, que había heredado la contextura de los Wood, Aurora era una Class de pies a cabeza, y en nuestra familia somos altos y delgados, de rasgos angulosos. Se había convertido en una copia exacta de su madre: una belleza morena, de piernas largas, tan fina y ágil como la propia June. Tan opuesta a su hermano como la Natacha de Guerra y paz a Pierre, voluminoso y sin gracia. Ni que decir tiene que todo el mundo quiere ser atractivo, pero en una mujer la belleza puede convertirse a veces en una maldición, sobre todo cuando se es una chica como Aurora, con los estudios colgados, sin marido pero con una hija de tres años que mantener y un carácter alocado y rebelde que la impulsa a despreciar el mundo y no temer ningún peligro. Si anda corta de dinero y su belleza es lo único que puede vender, ¿por qué no desnudarse y exhibirse ante la cámara? Siempre que la situación no se vaya de las manos, aceptar una oferta como ésa puede significar la diferencia entre comer y no comer, entre vivir como es debido y malvivir.

– A lo mejor sólo lo hizo esa vez -aventuré, haciendo lo posible por consolar a Tom-. Ya sabes, no le llega para pagar los recibos y viene un fotógrafo y le hace esa proposición. Un buen fajo de billetes por un solo día de trabajo.

Tom sacudió la cabeza, y por la sombría expresión de su rostro comprendí que mi observación no servía ni para hacerse vanas ilusiones. Tom no conocía todos los detalles, pero estaba seguro de que aquella sesión fotográfica para Midnight Blue no era ni el principio ni el fin de la historia. Aurora había sido bailarina de top-less en Queens (en el Carden of Earthly Delights, precisamente, el mismo club en que Tom había dejado a los empresarios borrachos la noche de su trigésimo cumpleaños), había trabajado en más de una docena de películas pornográficas y posado en seis o siete ocasiones para revistas eróticas. Su carrera en el mundo de la pornografía había durado sus buenos dieciocho meses, y como le pagaban bien, probablemente habría seguido haciéndolo si no hubiera ocurrido algo sólo nueve o diez semanas después de que Tom descubriera sus fotografías en Midnight Blue.

– Nada malo, espero -le dije.

– Peor que malo -repuso Tom, súbitamente al borde de las lágrimas-. La violaron en grupo en el plató de una película. El director, el cámara y la mitad del equipo.

– Joder

– Le dieron un buen repaso, Nathan. Acabó sangrando tanto, que tuvo que ir al hospital.

– Con qué gusto mataría a los cabrones que le hicieron eso.

– Y yo. Aunque me conformaría con meterlos en la cárcel, pero ella se negó a denunciarlos. Lo único que quería era marcharse, largarse de Nueva York. Entonces fue cuando tuve noticias de ella. Me escribió una carta al departamento de inglés de la universidad, y cuando vi el lío en que andaba metida, la llamé y le dije que cogiera a Lucy y se viniera a Michigan a vivir conmigo. Es buena persona, Nathan. Tú lo sabes. Y yo también. Todo el mundo que la conoce un poco lo sabe. No hay nada malo en ella. Será un poco indómita, quizá, un tanto cabezota, pero del todo inocente y confiada, la persona menos cínica del mundo. Y mejor para ella que no le diera vergüenza trabajar en películas porno. Dice que era divertido. ¡Divertido! ¿Te imaginas? No entendía que ese mundo está plagado de cabrones, de la peor gente que hay.

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