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Imre Kertész: Sin destino

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Imre Kertész Sin destino

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Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campor de contración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne), Sin destino no es, sin mbargo, ningún texto autobiográfico. Con la fría objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo xx, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector.

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Al principio parecía no saber qué decir. La verdad, observó, era que «los horrores apenas empezaban a conocerse» en su totalidad y que «el mundo se encontraba ante un dilema: ¿cómo había podido ocurrir todo aquello?». Como yo permanecía callado, en un momento dado se volvió hacia mí y me preguntó: «¿No te gustaría, hijo, poder hablar de tus experiencias?». Aquello me sorprendió y sólo pude contestarle que no sabría contarle muchas cosas interesantes. Entonces sonrió: «No me refiero a mí sino al mundo». Eso todavía me sorprendió más, y le pregunté: «¿Contar qué?». «El infierno de los campos», me respondió. Yo le indiqué que sobre eso no podría contarle nada pues no conocía el infierno ni podía imaginarlo. «Claro, pero no es más que una metáfora. ¿No es cierto? ¿Acaso no puede compararse un campo de concentración con el infierno?» Mientras dibujaba círculos en la arena con los tacones de mis zapatos, le dije que uno podía comparar cualquier cosa con lo que quisiera pero que para mí un campo de concentración seguía siendo un campo de concentración, y que había conocido algunos pero que no conocía el infierno. «Pero ¿si trataras de imaginarlo?», insistió, y yo respondí: «Me imagino que un infierno es un lugar en donde uno no se puede aburrir y, por el contrario, en los campos de concentración, como Auschwitz, puedes llegar a aburrirte mucho en el supuesto de que tengas la suerte de poder hacerlo». «Y tú ¿cómo explicarías eso?» Tuve que reflexionar para responder: «Es por el tiempo». «¿Cómo que por el tiempo?» «Pues porque el tiempo ayuda.» «¿Ayuda? ¿En qué?» «En todo.» Intenté explicarle qué diferente es, por ejemplo, llegar a una estación, si no lujosa por lo menos aceptablemente limpia y cuidada donde cada cosa se nos va esclareciendo con el tiempo; poco a poco, de manera gradual, pasas un nivel, y cuando ya lo has pasado viene otro y otro, y entonces ya lo sabes todo, lo has asimilado todo. Mientras lo asimilas, también estás ocupado: haces cosas nuevas, te mueves, actúas, cumples con los deberes de cada nuevo nivel. Sin embargo, si no existiese el tiempo, y todo el saber, toda la información nos llegara de golpe, quizá nuestra mente y nuestro corazón no lo aguantarían. Así estaba yo explicándome cuando él sacó una cajetilla de tabaco de uno de sus bolsillos, me ofreció un cigarrillo que yo no acepté, encendió uno y apoyó los codos en las rodillas, inclinándose para decirme en un tono apagado: «Lo comprendo». «Por otra parte -proseguí yo con mis explicaciones-, el fallo, el inconveniente es que ese tiempo hay que ocuparlo con algo. Por ejemplo, yo he visto presos que llevaban cuatro, seis o incluso doce años viviendo en un campo de concentración. Esos presos habían tenido que ocupar aquellos cuatro, seis o doce años, en este caso trescientos sesenta y cinco días por doce años, o sea veinticuatro horas por trescientos sesenta y cinco días por doce años, y todo ese tiempo lo habían tenido que ocupar, instante por instante, momento por momento, hora por hora, día por día. Sin embargo, eso mismo los había ayudado también, puesto que si todo ese tiempo, multiplicado por doce y por trescientos sesenta y cinco y por sesenta y por sesenta otra vez, les hubiera caído de repente al cuello, no lo hubieran podido aguantar, como lo habían aguantado, ni con el cuerpo ni con la mente.» Al ver que callaba añadí: «Así es como hay que imaginarlo, más o menos». Él se tapó la cara con las manos y con un tono todavía más apagado dijo: «No, no y no, no se puede imaginar. Lo sabía, por eso lo llaman infierno».

Se incorporó repentinamente, miró su reloj y la expresión de su rostro cambió. Me comunicó que era periodista y añadió que trabajaba en un «periódico demócrata», entonces me di cuenta de que por su manera de hablar se parecía al tío Vili, pero sólo vagamente, con la misma diferencia -digamos- de credibilidad que había entre las palabras -y sobre todo los actos-, los actos de terquedad del rabino y el tío Lajos. Esa idea me hizo pensar por primera vez en el próximo encuentro, y dejé de seguir las palabras del periodista con tanta atención. Dijo que le gustaría transformar la coincidencia de nuestro encuentro en una coincidencia feliz. Me propuso que empezáramos a escribir un artículo juntos, «una serie de artículos». Él los escribiría basándose en lo que yo le contara. Así podría yo conseguir algo de dinero que me vendría bien ahora, al comienzo de una «nueva vida», aunque -añadió con una sonrisa y un tono de disculpa- «no me podía ofrecer mucho», puesto que el diario era nuevo, y «sus fuentes financieras limitadas de momento». De todas formas, no era eso lo más importante -opinó-, sino «curar las heridas abiertas para que cicatrizasen y castigar a los culpables». Antes que nada, había que «movilizar a la opinión pública», disipar «la indiferencia, la apatía, la duda». Los lugares comunes no valían, había que desenmascarar la verdad, aunque fuera «una prueba dolorosa» enfrentarnos a ella. En mis palabras -añadió- veía «mucha autenticidad», la voz de los nuevos tiempos, una «triste huella» de los acontecimientos, si entendí bien, y «un colorido nuevo, auténtico y único en la marea de hechos agobiantes». Me preguntó entonces qué pensaba yo de todo ello. Le dije que antes que nada tenía que resolver mi propia papeleta, arreglar mis asuntos; debió de interpretar mal mis palabras porque me respondió: «No, ya no se trata únicamente de tu papeleta ni de tus asuntos. Es un asunto de todos, del mundo entero». Pero yo insistí en que tenía que irme a casa, y entonces me pidió perdón. Nos levantamos, y él parecía reflexionar sobre algo. «¿No podríamos empezar el artículo con una fotografía del momento del reencuentro?» Como yo no le respondiera, con una leve sonrisa me explicó que «la profesión obligaba a veces al periodista a comportarse con poco tacto», pero que si yo no lo quería él no insistiría porque no deseaba «forzar» nada. Se volvió a sentar, sacó una agenda negra y la abrió, escribió algo sobre una hoja que luego arrancó, se levantó otra vez y me la dio. Allí estaba su nombre con la dirección y el teléfono de su agencia; se despidió de mí «con la esperanza de verme pronto», extendiendo la mano caliente, carnosa, un poco sudada y apretando la mía con simpatía. Esperé hasta que su figura se perdiera entre la multitud y sólo entonces tiré el papelito.

Reconocí enseguida nuestra casa. Allí estaba, intacta, entera, igual que antes. El portal olía igual, me recibieron las mismas escaleras desgastadas, el mismo ascensor destartalado, y más arriba, en un rincón de la escalera me acordé de un momento especialmente íntimo de mi vida. Subí hasta nuestro piso y toqué el timbre. La puerta se abrió pronto pero sólo un poco, justo lo que permitía el cerrojo, la cadena de dentro; me sorprendí porque no me acordaba de tal artilugio. Desde la rendija de la puerta me miraba una cara desconocida, una mujer de mediana edad, de cara amarillenta y huesuda. Me preguntó a quién deseaba ver y le dije que vivía allí. «No -me respondió-, aquí vivimos nosotros.» Ya iba a cerrar la puerta pero no pudo hacerlo porque yo se lo impedí, metiendo el pie. Intenté explicarle que había un error puesto que yo me había ido de allí y estaba segurísimo de que aquélla era mi casa. Me respondió, con voz amable y simpática, que estaba equivocado puesto que eran ellos los que vivían allí, mientras intentaba cerrar la puerta, cosa que yo seguía impidiendo. Levanté entonces la vista para mirar el número, por si resultaba verdad que estaba equivocado; al hacerlo disminuí la presión del pie, y ella consiguió lo que quería; oí cómo cerraba la puerta, dándole dos vueltas a la llave.

De regreso a la escalera me detuve en una puerta conocida. Toqué el timbre y salió una vieja gorda. Ya iba a cerrar la puerta como la otra mujer, cuando aparecieron detrás de ella unas gafas brillantes, y en la penumbra reconocí el rostro gris del señor Fleischmann. A su lado, vi una panza descomunal, unas pantuflas, una cara grande, roja, con un peinado infantil con la raya en el medio y un puro apagado: el viejo Steiner. Estaban igual que cuando los había dejado, como si hubiera sido la noche anterior. Estaban allí de pie, mirándome y gritando mi nombre. El viejo Steiner me abrazó tal como estaba, con la gorra, el abrigo a rayas, sudando. Me llevaron al salón y la señora Fleischmann se fue a la cocina, «para buscar algo que picar». Tuve que responder a sus preguntas: ¿de dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿de qué manera? y luego me tocó el turno y me enteré de que en nuestro piso vivían otros. Les pregunté: «¿Y los míos?». Como tardaron en responder, insistí: «¿Y mi padre?», y ya no dijeron nada. Al cabo de un rato, una mano -creo que la del señor Steiner- se levantó y se posó -como un viejo murciélago- sobre mi brazo. De lo que me dijeron después, comprendí más o menos que «lamentablemente no cabía duda de la autenticidad de la noticia de su muerte», puesto que se basaba en «testimonios de antiguos compañeros», según los cuales mi padre «había muerto tras un corto sufrimiento», en un campo «alemán» que se encontraba en territorio austriaco que se llamaba… ¿cómo se llamaba?… a ver… y yo les dije: «Mauthausen». «¡Mauthausen! -repitieron contentos y luego se entristecieron otra vez-: Sí, así era.» Les pregunté si por casualidad sabían algo de mi madre y me dijeron que sí, que tenían noticias suyas y buenas: estaba viva, estaba sana, había estado un par de meses antes por allí, preguntando por mí, la habían visto, habían hablado con ella. «¿Y mi madrastra?», les pregunté. «Se ha vuelto a casar.» «¿Y con quién?» Tampoco se acordaban del nombre. Uno dijo: «Un tal Kovács, si mal no recuerdo». Y el otro corrigió: «¡Qué va! Un tal Futó». «Sütő», les dije, y entonces asintieron con la cabeza: «Claro, Sütő, claro que sí». Le debía muchos favores, «casi todo», me contaron después, él había salvado «sus bienes», «la había tenido escondida en los tiempos difíciles», así me dijeron. «Quizás haya sido un tanto precipitado», opinó el señor Fleischmann, y el viejo Steiner estuvo de acuerdo. «Al fin y al cabo -añadió- es comprensible», con lo que el otro viejo estuvo de acuerdo.

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