Como todas las personas reales que han caído en el interior de un cuento fantástico, Aladino tenía una faceta irreal que desafiaba los límites del mundo y una lógica simple que forzaba sus reglas. Me explicó que se sentía muy satisfecho por el interés que la prensa demostraba por su establecimiento. Llevaba treinta años trabajando catorce horas diarias en su tienda de la esquina, que funcionaba a toda máquina, y dormía en su casa los domingos por la tarde, entre las dos y media y las cuatro, cuando todo el mundo está escuchando el partido de fútbol en la radio. Me contó que su verdadero nombre era otro pero que sus clientes no lo sabían. Me contó que sólo leía el periódico Hürriyet . Me contó que en su tienda no podían realizarse reuniones políticas porque justo enfrente se encontraba la comisaría de Tesvikiye y que no le interesaba la política. Tampoco era cierto que contara los periódicos escupiéndose en los dedos; ni que su tienda fuera un lugar de leyenda o de cuento de hadas. Se quejaba de todo ese tipo de equivocaciones: algunos viejos pobres se sumergían en su tienda entusiasmados después de que les hubiera sorprendido lo baratos que eran los relojes de plástico de juguete que tenía en el escaparate tomándolos por auténticos. Otros, que habían perdido en el juego de carreras de caballos que le habían comprado, o que se dejaban llevar por la ira porque no les había tocado nada en el billete de lotería que ellos mismos habían escogido con sus propias manos, alborotaban creyendo que era Aladino el que organizaba aquellos juegos. Y la mujer a la que se le hacía una carrera en su media de nailon, y la madre del niño al que se le caía la piel a tiras por haber comido chocolate nacional, y el lector al que no le gustaba la tendencia política del periódico que leía, todos culpaban a Aladino, que no era el fabricante, sino sólo un intermediario. Aladino no era responsable del paquete del que, en lugar de café, salía crema de zapatos marrón. Aladino no era responsable de las pilas locales que perdían potencia y chorreaban fluido después de la primera canción de Emel Sayin, la cantante de voz seductora, y que destrozaban el transistor con aquel líquido negrísimo. Aladino no era responsable de la brújula que, en lugar de señalar al norte, señalaba siempre la comisaría de Tesvikiye fueras donde fueses. Aladino tampoco era responsable del paquete de Bafra del que había salido la carta de una fantasiosa trabajadora en la que se hablaba de amor y matrimonio, pero el aprendiz de encalador que lo había abierto fue a todo correr a su tienda llevado por la alegría, le besó la mano, le pidió a Aladino que fuera testigo en la boda y le preguntó el nombre y la dirección de la muchacha.
Su tienda estaba en un barrio que, en tiempos, decían que era «de lo mejorcito» de Estambul, pero sus clientes siempre, siempre le sorprendían. Le sorprendían los señores encorbatados que aún no se habían enterado de que existía algo llamado cola y no podía soportar y gritaba a los que, aunque sí lo sabían, eran incapaces de esperar. Había dejado de vender billetes de autobús porque cada vez que se le veía aparecer por la esquina cuatro o cinco personas se metían en la tienda tan excitados como guerreros mongoles que se lanzan al saqueo gritando «Un billete, un billete, por Dios, rápido, un billete» y se lo desordenaban todo. Había visto matrimonios que llevaban cuarenta años casados y que se peleaban cada vez que escogían un billete de lotería, a mujeres pintadísimas que olían treinta tipos de jabón antes de comprar una pastilla, a oficiales jubilados que antes de comprar un silbato probaban uno por uno una caja entera; pero ya se había acostumbrado y no le importaba. Ya no le importaban el ama de casa que iba a preguntarle si no tenía algún número atrasado de alguna fotonovela cuyo último número había salido once años antes, ni el señor gordo que antes de comprar un sello lo lamía para probar el sabor del pegamento, ni la mujer del carnicero que le devolvía airada el clavel artificial de cretona que había comprado el día anterior porque no olía.
Había levantado aquella tienda trabajando con uñas y dientes. Durante años había encuadernado con sus propias manos los tebeos antiguos de Texas y Tom Mix; por las mañanas, mientras toda la ciudad dormía, abría la tienda y la barría, colgaba de la puerta y del castaño periódicos y revistas, colocaba las últimas novedades en el escaparate; durante años había recorrido todo Estambul, palmo a palmo, tienda a tienda, para poder ofrecer a sus clientes, simplemente porque se los pedían, los productos más extraños (bailarinas de juguete que giraban al acercarles un espejo magnetizado, cordones de zapatos tricolores, pequeñas estatuas de yeso de Atatürk en cuyos ojos brillaban bombillas azules, sacapuntas en forma de molinos holandeses, rótulos de SE ALQUILA PISO o EN EL NOMBRE DE DIOS, chicles con aroma a pino en los que salían cromos de aves numerados del uno al cien, dados de chaquete color rosa que sólo se vendían en el Gran Bazar, calcomanías de Tarzán y Barbarroja, capirotes con los colores de los equipos de fútbol -él mismo había llevado diez años uno azul-, artefactos de hierro que por un extremo eran calzador y por el otro abrebotellas); no se negó ni a los caprichos más inimaginables («¿Tiene usted de esa tinta azul que huele a agua de rosas?» «¿Por casualidad no podría encontrar esos anillos que cantan?»); como pensaba que, ya que le preguntaban, existía algún ejemplar de aquello, respondía «¡Mañana se lo traigo!», tomaba nota en su cuaderno y al día siguiente, como un viajero que saliera a buscar un misterio en la ciudad, preguntaba tienda por tienda, lo buscaba y lo encontraba. Tuvo épocas en las que ganó dinero sin tener que cansarse vendiendo en cantidad increíble fotonovelas, cuentos ilustrados de vaqueros o fotografías de artistas locales de expresión hueca, y días incómodos, fríos y aburridos haciendo cola cuando el café o el tabaco acababan en el mercado negro. Al observar desde su tienda a la gente que fluye por las aceras es imposible saber si son «así» o «asá», es gente «un poco, un poco, cómo le diría yo…».
Antes de que te dieras cuenta, toda esa muchedumbre, cada uno aparentemente con un aspecto distinto, se dejaba arrastrar a un tiempo por la pasión de poseer una pitillera musical, de improviso se lanzaban a quitarse de las manos unas plumas estilográficas del tamaño de mi meñique importadas de Japón, y al mes siguiente olvidaban todo aquello y empezaban a comprar de tal manera unos mecheros en forma de pistola que Aladino no daba de sí. Luego comenzaba repentinamente la moda de unas boquillas de plástico y durante seis meses todo el mundo usaba aquellas boquillas transparentes observando con el placer de un científico degenerado el asqueroso alquitrán de los cigarrillos que fumaban; dejaban aquello y todos, derechistas e izquierdistas, ateos y beatos, le compraban a Aladino rosarios de todas las formas y colores y comenzaban a pasar las cuentas en cualquier parte; amainaba aquella tormenta y, sin que a Aladino le diera tiempo a devolver los rosarios que le habían quedado, surgía la moda de los sueños y todos hacían cola ante su puerta para poder comprar el librito en el que se interpretaban. Llegaba una película americana y todos los jóvenes compraban gafas de sol, aparecía una noticia en el periódico y todas las mujeres pedían crema para los labios y todos los hombres gorros perfectamente apropiados para la cabeza de un imán, pero la mayor parte de las veces las manías se extendían de forma absolutamente incomprensible, como una epidemia. ¿Por qué miles, decenas de miles de personas comenzaron a colocar al mismo tiempo aquellos veleros de madera sobre radios y radiadores, ante el cristal de atrás de sus coches, en sus habitaciones, en sus escritorios, en sus mostradores? ¿Cómo había que entender que todos, madres e hijos, nombres y mujeres, viejos y jóvenes, compraran con un ansia incomprensible el mismo dibujo de un niño triste de aspecto europeo de cuyo ojo se derramaba una enorme lágrima para colgarlo de paredes y puertas? Este pueblo nuestro, esta gente es un poco… un poco… «extraña», acudí en su ayuda con la palabra, ya que Aladino no la encontraba, «incomprensible», «incluso terrible», porque encontrar las palabras no es el oficio de Aladino sino el mío. Durante un rato guardamos silencio.
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