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Lucía Etxebarria: Beatriz y los cuerpos celestes

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Premio Nadal 1998 Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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Este apodo tan sugestivo y este pasado presuntamente borroso no dejaban de tener su gracia, porque, en realidad, Caitlin no era, al menos aparentemente, una mujer sexual. No exhibía su cuerpo, no llevaba nunca ropas que permitieran adivinar cómo eran sus músculos o sus curvas, no se maquillaba, no se arreglaba el pelo, no estaba tatuada, ni siquiera llevaba pendientes, y mucho menos piercing. En suma: nunca intentaba destacar ninguna parte de su anatomía. Su belleza -sus ojos, su piel, su pelo, su gracia- se imponía por sí sola, y su atractivo sexual no se limitaba a determinados órganos de su cuerpo, sino que era, más bien, como un aura que la rodeaba, una pulsación que la recorría. No hacía falta que destacase su cuerpo, que hiciera notar que participaba o que deseaba participar en coitos. Esa cualidad me enganchó inmediatamente.

Un dato gracioso que leí en un libro de texto: En la antigua Roma las bailarinas de Lesbos eran las preferidas para animar los banquetes, y muchas, por el solo hecho de proceder de la isla, se sentían autorizadas a cobrar una tarifa más alta que el resto de las mercenarias del amor profesional. Pero la fama erótica de las muchachas de Lesbos no se debía a sus habilidades acrobáticas, Pussycat Girl significa chica de striptease, sino a otra especialidad: el sexo oral, que según los griegos había sido inventado en la isla. Una habilidad que las lesbianas se enseñaban las unas a las otras.

Cualquier mujer -u hombre- en su sano juicio se hubiera sentido más que feliz de contar a su lado con una compañera como Cat. No sólo por su belleza sino porque era encantadora, con una simpatía, derivada de la naturalidad y no del esfuerzo, que la hacía irresistible.

Cuando la conocí, trabajaba como chef en un café «de ambiente», una mezcla de pub, restaurante y punto de encuentro que se pretendía muy sofisticado y continental. Cat había conseguido que la contrataran después de aprenderse de memoria un manual de nouvelle cuisine francesa y haciendo valer más su belleza y sus contactos que sus habilidades gastronómicas. La clientela era mayoritariamente gay, y allí se comía escuchando música de Orbital, The Shamen, The Prodigy, The Orb… Conocía los nombres de los grupos porque Cat traía cintas a casa de cuando en cuando. Atmósferas inquietantes creadas por ordenador, ritmos que se adaptaban al latido del corazón. Ambientes hormonales, secuencias ciberchic. Los habituales se saludaban con saludos sonoros y ofrecían al aire besos exagerados para hacer honor a su sobrenombre de alegres, un ritual de los besos que me recordaba a Madrid, porque en Edimburgo, como en toda Gran Bretaña, la gente no se besa al saludarse; pero los parroquianos de aquel café habían adoptado la costumbre continental para dejar patente su sofisticación y su carácter de colectivo unido ante el exterior.

Al principio le hacía visitas al café. Me sentaba en un taburete y disfrutaba contemplando cómo correteaba de un lado a otro de la barra, con la sonrisa siempre puesta y la gracia felina con la que disimulaba las prisas. Pero con el tiempo dejé de ir, porque me aburría. No conseguía entender a aquella panda de mariquitas histéricas y repintadas que gorjeaban tonterías entre risitas de damisela. En aquel café se me hacían eternos los minutos, y no veía la hora de marcharme a casa a leer un libro y disfrutar de la soledad. Pero cuando le decía a Cat que no aguantaba el exceso de frivolidad del local, ella se enfadaba como si el comentario estuviese directamente dirigido a ella. La frivolidad no tiene nada de malo, me decía. Además, la frivolidad es una característica esencial de la cultura gay; y es normal que lo sea, puesto que es la mejor forma de esconder el sufrimiento, o de sublimarlo. Me asombraba escuchar de sus labios tan encendida y apasionada defensa, puesto que ella no era nada frívola, aunque sí parecía haber sufrido mucho. No sé en qué se lo notaba. Quizá en aquella desesperada necesidad de gente a su alrededor, o en su incapacidad de quedarse a solas, como si en el fondo no se aguantara o se diera miedo a sí misma.

Me contó entonces, entre risas, que un grupo de jovencitas asiduas del local habían organizado un Club de Fans de Cat, y no me sorprendió en absoluto. A mí me gustaba tanto que me parecía que toda la ciudad debía acompañarme en esa euforia, compartir el sentimiento que Cat me inspiraba, y daba por hecho que todo el mundo habría de amarla como yo la amaba.

Al principio, era como si yo pudiera sentir en mí misma lo que le hacía a ella. Era una sensación desconocida y tremenda, a veces desgarradora: entendía perfectamente todas las necesidades de su cuerpo, me sentía sumergida en sus fluidos. Entonces, cuando sentí dentro de mí cómo ella también me quería, me asusté. Tuve miedo al advertir que, al contrario que Mónica en su día, Cat esperaba algo de mí. Y me aterré, porque no quería perderme a mí misma. Consideraba nuestra intimidad un tesoro, pero empecé a pensar que lo estaba pagando demasiado caro. Supongo que Cat me recordaba demasiado a mi madre, así que en seguida empecé a distanciarme e hice todo lo posible por no quererla, y a veces me pregunto si de verdad la quise mientras viví con ella. Pero recuerdo que la amé, o casi la amé, si esa palabra tiene algún significado, durante los primeros días, antes de encontrarme con aquellas fotos. Si Cat hubiese sido lista, habría aprovechado aquel momento. Debió explotar el instante primero en que me tuvo a su merced, debió haberme agarrado del corazón entonces, debió haber jugado las estrategias de seducción que suelen jugar los amantes, los celos, las inseguridades, los repliegues distantes sucedidos de sobredosis de sexo salvaje. Pero no lo hizo. No hubiese sabido. Ella era demasiado buena persona. Y me perdió.

He de hacer constar que en realidad, no planteamos nunca nuestra convivencia como una decisión trascendente, sino que surgió como una opción sensata, lo más razonable que convenía hacer dadas las circunstancias, puesto que el piso de Cat era suficientemente grande para alojar a dos personas y, como ya he dicho, a mí no me gustaba nada la residencia de estudiantes en la que vivía. Caitlin apareció como caída del cielo.

Me gustaba aquella chica dulce y amable que me encontró perdida, ávida de compañía. ¿Se me vino a la cabeza la palabra amor cuando trasladaba mis dos maletas? Por increíble que parezca, ni siquiera lo recuerdo. Ya se me había pasado la emoción de los primeros momentos, ya había edificado mi muralla de reserva, ya me sentía a salvo de la amenaza de la dependencia. Ella parecía encantada con la idea de tener garantizada mi presencia en su cama, pero tampoco aquella alegría significaba mucho si se tenía en cuenta que Cat había convivido con numerosos compañeros, amigos, amantes o relaciones sin especificar, y que, de hecho, en el momento en que conocí a Cat, la última inquilina, Shelli, acababa de dejar la casa para marcharse a emprender un viaje a Thailandia, una aventura en la que había invertido todas las propinas que había ahorrado trabajando de camarera durante un año, y en la que había depositado su última esperanza de encontrarse a sí misma, según me contó Cat con un deje irónico en la voz. Nunca me atreví a preguntar si la tal Shelli era o no su novia, y, en cualquier caso, mi estancia en la casa se revistió desde el principio de un aura de provisionalidad: la casa era de Cat, ella pagaba la hipoteca, y, además, yo no pertenecía a la ciudad. Había ido allí a estudiar. Y punto.

Cat necesitaba gente con la misma desesperación con la que otros requieren de alcohol, de drogas o de libros. No podía vivir sin el contacto humano. No sabía estar sola, y de hecho casi nunca lo estaba. Si estaba en casa, alguien debía estar cerca, fuese yo, por supuesto, o alguno de sus amigos. En el bar la rodeaba una horda de conocidos y admiradoras. Puesto que no practicaba ninguna actividad que requiriese de la soledad (no escribía, ni escuchaba música intentando descifrarla, ni estudiaba, ni conocía de ninguna tarea que precisase concentración o aislamiento), no la necesitaba. Es más, la temía. Si yo no estaba en casa, o si me encerraba en el cuarto a leer, como hacía tantas veces, se abalanzaba sobre el teléfono para llamar a alguien que se pasase a hacerle compañía. Odiaba quedarse sola. Repetía muchas veces que le daba miedo morir sola, y yo no podía comprenderla. ¿A qué venía semejante obsesión con la muerte? La muerte está casada con el género humano, y no existe el hombre que la haya engañado; hay que aceptarlo. Yo nunca la he temido. Es más, en muchos momentos la he deseado. La idea de la muerte se me aparecía como una promesa infinita de paz, una cálida nada donde ya no existirían las preocupaciones del día a día. Y tampoco tengo miedo a la soledad, que me parece, al igual que la muerte, un espacio acogedor.

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