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Lucía Etxebarria: Beatriz y los cuerpos celestes

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Premio Nadal 1998 Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

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Estas mismas palabras que repito las he leído en libros. Algunos se escribieron hace mil años, otros se publicaron hace dos. Porque al fin y al cabo todo lo que se escribe acaba por ser una nota a pie de página de algo escrito antes. Existe un solo tema, la vida, y la vida es siempre la misma: una misma radiación impregna al universo entero y no está asociada a ningún objeto en particular. Todos nuestros actos, todos nuestros amores, son repeticiones de otros ya acaecidos y por eso siempre encontraremos en un libro la respuesta a alguna de nuestras preguntas. El problema radica en que no entenderemos nada de lo escrito en tanto no lo hayamos vivido de un modo u otro y me parece que yo ahora y sólo ahora empiezo a comprender frases leídas hace tiempo. Ahora comprendo que la ciudad me sigue, que camino siempre por las mismas calles, y que hace falta desenterrar la angustia para que no se pudra bajo mis pies. Por esta razón dejo una ciudad y regreso a otra, porque sé que en el fondo habito siempre la misma. Creí dejar atrás el sufrimiento y he comprendido que lo llevo conmigo, y ahora vuelvo a la misma ciudad que odiaba tanto.

Tengo veintidós años. Abandoné Madrid a los dieciocho por iniciativa de mi padre. Puesto que yo no tenía muy claro lo que quería hacer con mi vida, y teniendo en cuenta que las tensiones entre mi madre y yo comenzaban a hacerse insoportables, ¿no me vendría bien marcharme a estudiar inglés un año? Por una vez, una sola, me mostré de acuerdo con sus opiniones, porque yo también quería marcharme, quería dejar mi casa y perder por fin de vista a mi padre y a mi madre. Lo había estado deseando durante años y no iba a rechazar aquella oportunidad ahora que me la servían en bandeja.

Existían otras razones que mi padre ni siquiera sospechaba y que me impulsaban a poner tierra de por medio. Sentía a la ciudad como una jaula, malogrados los años que la habité. Había muchas cosas que mi padre no sabía sobre la vida que había llevado allí.

Aquella conversación precipitó la frenética búsqueda de un lugar en el que aparcarme. Nos servía cualquier universidad extranjera en la que me aceptaran, y la elegida resultó ser la de Edimburgo como podía haber sido cualquier otra. Después de muchas conferencias telefónicas internacionales y muchas peregrinaciones de embajada en embajada solicitando información, nos enteramos de que era la única cuya residencia de estudiantes todavía disponía de plazas libres a aquellas alturas de año. Previamente habíamos intentado encontrar un hueco para mí en muchos otros sitios, pero en todos nos dijeron que llamábamos demasiado tarde.

De modo que acabé en Edimburgo por casualidad. En la vida se me había pasado por la cabeza la idea de acabar estudiando en Escocia. Y así me van las cosas… A veces pienso que siempre he tomado las decisiones más importantes sin enterarme.

Llegué a Edimburgo pensando que, con mi mayoría de edad, la vida se aceleraría, que sería cada vez más rica e intensa. No sospechaba que estaba a un paso de llegar a punto muerto.

A la semana de aterrizar allí se me derrumbó sobre la cabeza la inmensidad de lo que había perdido, y creo que lloré tanto como las nubes de la ciudad que me acogió. Una ciudad armoniosa, de trazado medieval, de piedras mudas y tejados góticos, vigas de madera, puntales en los tejados y farolas en las calles de moderada agitación. Una ciudad que se ha extendido alrededor de su núcleo, mientras la parte antigua ha ido incorporando la nueva, asimilándola a la ya existente con una calma profunda.

Mis primeros meses se me aparecen en el recuerdo como una especie de borrón, un embrollo de horas húmedas y grises que transcurrían en monótona sucesión; un rosario de fechas empapadas de nostalgia, una detrás de otra, sólo diferenciadas por el nombre que el calendario asignaba a los días. Después del viernes tres venía el sábado cuatro, después el domingo cinco, inevitables. La angustia, un buque fantasma, se iba hundiendo lentamente en el tiempo cenagoso; aquella angustia ante lo borrado, lo perdido, que se iba posando dentro, como una lluvia interior. En un intento de acallarla me impuse un programa de estudios espartano, y mi rutina diaria transcurría entre una universidad de paredes de piedra cubiertas de musgo y una habitación helada y lóbrega, con la cabeza enterrada entre libros y cuadernos, porque quería llenarme la mente, atiborrarla de datos, bloquear sus salidas con recién aprendidas palabras y sepultar los recuerdos bajo gerundios y participios y citas de Shakespeare, para no pensar en lo que dejaba atrás. Detestaba aquella residencia, detestaba su cuarto de baño común y sus paredes desconchadas; y detestaba en particular mi habitación, amueblada apenas por una cama que recordaba a los camastros que suelen encontrarse en los albergues de invierno y una mesa que aún conservaba las iniciales escritas a navaja por mi predecesor y su predecesor y quién sabe cuántos pre-pre-predecesores más Me sentía triste, y pobre. Pobre en espacio, escasa en luz, indigente en calma, desposeída de una atmósfera de intimidad, necesitada de todo aquello que hace del hogar del hombre su castillo.

Pero me empeñaba en mantener aquel voto de clausura: sabía que la única forma de quedarme en Edimburgo era superar con notas excelentes el curso de inglés para extranjeros que estaba estudiando. Así me concederían una beca, como sucedió finalmente, y, con la excusa de estudiar una carrera, podría permanecer tres años más en aquella ciudad brumosa, bajo la protección del imponente castillo perennemente velado por lechosos jirones de niebla, y ya no tendría que regresar a la luminosa Madrid que tanto echaba de menos. La añoraba, pero no quería volver; o más bien no podía volver. Me obligué a mí misma a adaptarme, y sometí a la nostalgia demostrando la misma tozudez con la que a los catorce años dejaba en el plato la mitad de la comida, incluso cuando el estómago me dolía de hambre.

Cuando salgo de casa son las siete de la mañana. Cat todavía está dormida. Ayer bebió y lloró mucho. Me he levantado sin hacer ruido para no despertarla. Avanzo de puntillas. El rumor de mis movimientos penetra en la inmovilidad del cuerpo dormido que se estremece, pero no se despierta. Echo una última mirada a su naricita gatuna apoyada sobre la almohada. Sé que se enfadará cuando descubra esta última traición: que me he ido sin despertarla. Pero yo no quiero prolongar la despedida, como quien prolonga con máquinas la agonía de un moribundo en el hospital. A un lado de la cama reposa, apoyado sobre su vientre verdoso, el cadáver de la botella que Cat vació entre súplicas y reproches, y su cuello me apunta acusador como en el juego de la verdad al que mis primas y yo solíamos jugar de pequeñas. Se ha quedado señalando la eterna pregunta de Cat, que formuló mil veces en distintas variaciones: Dime la verdad… ¿tú me quieres? Sólo la verdad. Pero la verdad no es un estado definible e inmutable. La verdad está en la cabeza de cada uno. No depende de datos ni de cifras ni de fechas. Apuro el pasillo a pasos cortos y callados y cierro con cuidado la puerta tras de mí. La estación está cerca, sólo tengo que cruzar Lothian Road.

Todas las tiendas están cerradas a esta hora de la mañana. El cielo cubierto diluye en humedad los oscuros perfiles de las casas. Desde las ventanas de los escaparates todavía dormidos -Boots, C amp;A, Marks and Spencer, Dolcis, The Body Shop- los cristales me devuelven la imagen de una chica alta y delgada que podría gustarme si no supiera que se trata de mí, y no puedo evitar recordar que, cuando Cat y yo nos conocimos, una de nuestras distracciones preferidas consistía en pasear por esta misma calle, detenernos de vez en cuando en alguna de estas tiendas y comprarnos chucherías la una a la otra. Paseábamos cogidas de la mano y todos los peatones nos dirigían miradas de soslayo. En parte, porque les resultaba chocante la imagen de dos chicas paseando enlazadas. En parte, porque las dos éramos jóvenes y guapas y daba gusto mirarnos. Yo lo sabía y me sentía orgullosa, feliz como una niña que pasea por primera vez al cachorro de aguas que ha sido su regalo de cumpleaños. Atravieso Lothian Road, dejando atrás las casas viejas de ladrillo rojo ennegrecido por el humo y los tejados de pizarra gris. La calle parece alargarse con la niebla y los ojos buscan un horizonte que se ha desvanecido. Arrastrando mi maleta con ruedas, zaguera de mis pies como un perrito fiel, un millón de gotas diminutas me empapan la nariz y los cabellos y no consigo borrar de mi cabeza la imagen de Cat dormida. Pero mi maleta pesa más que el arrepentimiento.

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