José Saramago - Memorial Del Convento
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Sabía ya Baltasar que el lugar donde se encontraba era conocido por el nombre de Isla de Madeira, y bien puesto estaba el nombre, porque, fuera de unas pocas casetas de obra y cal, todo lo demás era tablado, pero construido para durar. Había talleres de herreros, bien podía Baltasar haber mencionado su experiencia en la fragua, uno no va a acordarse de todo, y de otras artes de las que nada sabía, más tarde llegarán los latoneros, los vidrieros, los pintores y muchos más. Muchas de aquellas casas de madera tenían piso alto, abajo se acomodaban las mulas y los bueyes, arriba las personas de cierta distinción, los capataces, los matriculadores, y otros señores de la veeduría general, y oficiales de guerra que gobernaban a los soldados. A esta hora de la mañana salían de las cuadras los bueyes y las mulas, otros habrían sido llevados más temprano, el suelo estaba empapado de orines y boñigas, y como en Lisboa, en la procesión del Corpus, los chiquillos corrían entre la gente y el ganado, se empujaban con violencia, y uno de ellos, queriendo huir de otro, cayó y fue rodando hasta parar bajo una yunta de bueyes, pero no lo pisaron, estaba allí el ángel custodio, se libró de una buena, sin más daño que quedar todo sucio de bosta y maloliente. Baltasar se rió como los otros, la obra tenía sus amenidades. Y su guardia también. Pasaban unos veinte soldados de infantería armados como para la guerra, serán maniobras, o irán a Ericeira, a rechazar un desembarco de piratas franceses, tantas veces lo intentan que un día van a aparecer por ahí abajo, muchos y muchos años después de estar concluida esta Babel, entrará Junot en Mafra, donde en el convento quedan sólo unos veinte frailes viejos, barrigones, y mandando avanzar al coronel Delagarde, o capitán, es igual, quiso éste entrar en el palacio y encontró la puerta cerrada, de modo que mandó llamar a fray Félix de Santa María da Arrábida, que era el guardián, pero el pobrecillo no tenía las llaves, que se las había llevado la familia real cuando escapó, y entonces el pérfido Delagarde, pérfido le llama el historiador, le soltó un tortazo al pobre fraile, el cual, oh evangélica mansedumbre, oh lección divina, le ofrece incontinenti la otra mejilla, si cuando Baltasar perdió la mano izquierda en Jerez de los Caballeros hubiera ofrecido la derecha, no podría ahora sostener los varales de la carretilla. Y, hablando de caballeros, también por allí pasan caballeros, armados como los infantes que están en la explanada, ahora se ve, colocando centinelas, no hay nada como trabajar con guardia a la vista.
En estos grandes barracones de madera duermen los hombres, en cada uno al menos doscientos, y desde aquí donde está no puede contar Baltasar los barracones todos, llegó a cincuenta y siete y se perdió, sin hablar de que a lo largo de estos años no ha mejorado en aritméticas, lo mejor sería ir con un balde de cal y una brocha, señal aquí, señal en este otro, señal en aquél, para no repetirse ni fallar, como quien pone cruces de San Lázaro en las puertas por el mal de la piel. En una estera o en un camarote como éstos dormiría Baltasar si no tuviera casa en Mafra y mujer para dormir acompañado, pobre gente ésta, venida de lejos, se dice que un hombre no es de palo, mucho peor y más costoso de aguantar es precisamente cuando se arma el palo en el hombre, seguro que no van a bastar las viudas de Mafra para satisfacer tanta urgencia, como será. Dejó Baltasar los barracones de acomodo y fue a ver el campamento militar, allí le dio un salto el corazón, tantas tiendas de campaña, fue como si el tiempo hubiera desandado, tal vez parezca imposible, pero hay momentos en los que un soldado retirado del servicio puede sentir añoranza hasta de la guerra, a Baltasar no es la primera vez que le pasa. Ya le había dicho Álvaro Diego que había en Mafra muchos soldados, unos para ayudar en los trabajos de minas y explosión de las cargas de pólvora, otros para guardar a los trabajadores y castigar los desórdenes, y, a juzgar por el número de tiendas de campaña, los muchos eran millares. Está un poco aturdido Sietesoles, qué nueva Mafra es ésta, cincuenta casas allá abajo, quinientas aquí arriba, sin hablar ya de otras diferencias, como esta hilera de casas de comida, barracones casi tan grandes como los dormitorios, con mesas y bancos corridos, sujetos al suelo, y largos mostradores, ahora no se ve gente por aquí, pero a media mañana se ponen al fuego los calderos para el almuerzo y, cuando la corneta toca a rancho, hay una carrera general por ver quién llega primero, vienen sucios como estaban en la obra, es una algazara ensordecedora, amigos llamando a amigos, siéntate aquí, guárdame el sitio, se sientan carpinteros con carpinteros, canteros con canteros, cavadores con cavadores, y la plebe del peonaje se acomoda allá en la punta, cada uno con su igual, menos mal que Baltasar va a comer a casa, con quién iba a hablar, si de carretillas nada sabe y de aviones es su único saber.
Diga Álvaro Diego lo que quiera, en abono suyo y de los demás operarios, la obra no está adelantada. Baltasar le ha dado la vuelta entera, con la calma de quien observa la casa donde vivirá, allá van aquéllos con las carretillas, otros subiendo a los andamios, unos llevando cal y arena, otros, a pares, transportando piedras a palo y cuerda por las rampas suaves, y los capataces empuñando un bastón, y los vigilantes con el ojo puesto en la diligencia del obrero y en la perfección del servicio. Las paredes no tienen más que tres veces la altura de Baltasar, y no abarcan todo el perímetro de la basílica, pero son gruesas como murallas de guerra, no llegan a tanto las que quedan del castillo de Mafra, eran también otros tiempos, sin artillería, sólo la piedra que esto lleva en anchura justifica la lentitud del crecimiento en altura. Allí, volcada, hay una carretilla, quiere probar Baltasar si se aprende fácilmente el oficio de llevarla, no cuesta nada, y si con una gubia le labra una medialuna en la parte inferior del varal izquierdo, va a poder medir fuerzas con cualquier par de manos.
Al fin baja por el mismo sendero que subió, detrás del talud quedan las obras y la Isla de Madeira, si no fuera que están constantemente rodandode lo alto piedras y tierra suelta, podría pensarse que no iba a haber allí basílica alguna, ni convento, ni palacio real, sólo Mafra otra vez, en su tamaño de tantos siglos, o poco más hasta hoy, como en tiempo de los romanos, que sembraron decretos, de los moros que vinieron después y plantaron huertos y pomares de los que apenas queda sombra y sitio, hasta nosotros, que nos volvimos cristianos por voluntad de quien mandaba, que, si Cristo en persona anduvo por el mundo, aquí no llegó, porque en ese caso habría sido en el alto de la Vela su calvario, ahora andan haciendo allá un convento, probablemente es lo mismo. Y, por pensar con más ahínco en estas cosas de religión, si en verdad son de Baltasar los pensamientos, de qué serviría preguntarle, se acuerda del padre Bartolomeu Lourenço, no es la primera vez, claro está, a solas con Blimunda casi no tienen otro tema, se acuerda y siente un dolor en el corazón, se arrepiente de haberlo maltratado brutalmente en la sierra, en aquella terrible noche, fue como si golpeara a un hermano enfermo, ya sé que es cura y yo ni soldado soy ya, pero tenemos la misma edad e hicimos la misma obra. Repite Baltasar para sí mismo, que en día favorable volverá a la sierra del Barregudo y al Monte Junto, a ver si está aún allí la máquina, que bien pudiera ser que hubiese vuelto el cura a escondidas y levantara el vuelo hacia tierras más propicias a invenciones, como, por ejemplo, Holanda, país por excelencia dado a fenómenos aeronáuticos, como comprobará un tal Hans Pfaall, quien, porque no le perdonaron ciertos delitos insignificantes, sigue aún hoy viviendo en la luna. Sólo faltaba que conociera Baltasar estos acontecimientos futuros, y otros más cabales, como el de que hayan ido dos hombres a la luna, que todos los vimos allá, sin dar con Hans Pfaall, será porque no lo buscaron bien. Por ser difíciles de hallar los caminos.
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