José Saramago - Memorial Del Convento
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Viene el viento del sur, es una brisa que apenas agita los cabellos de Blimunda, con tan leve soplo no podrán ir a ningún sitio, sería lo mismo que atravesar el océano a nado, por eso pregunta Baltasar, Le doy al fuelle, todas las monedas tienen dos caras, primero dijo el cura, Sólo hay un Dios, y ahora quiere Baltasar saber, Le doy al fuelle, primero lo sublime, después lo trivial, cuando Dios no sopla, el hombre tiene que hacer fuerza. Pero el padre Bartolomeu Lourenço parece haber sido tocado por un punto de estupor, no habla, no se mueve, sólo mira el gran círculo de la tierra, una parte de río y mar, una parte de monte y llanura, si aquello no es espuma, más allá, será la vela blanca de una nave, si no es paño de niebla es humo de chimenea, y, pese a todo, se diría que el mundo se ha acabado, y los hombres con él, el silencio aflige, y el viento se calmó, ni un pelo de Blimunda se mueve, Dale al fuelle, Baltasar, dijo el cura.
Es como los pedales de un órgano, tiene unas zapatas para encajar los pies, y, a la altura del pecho, fijada al cavernamen de la máquina, una barra de apoyo para los brazos, no es ninguna invención complementaria del padre Bartolomeu Lourenço, bastó ir a la catedral a ver el órgano, aunque aquí no hay música que oír, sólo el resoplar del fuelle lanzando aire a las alas y a la cola de la passarola, que al fin empieza a moverse, despacio, tan despacio que sólo de verla así se cansa uno, y aún no ha llegado a volar un tiro de ballesta y ya está Baltasar cansado, tampoco así vamos a ninguna parte. Con la cara grave, mide el cura los esfuerzos de Sietesoles, comprende que su gran invento tiene un punto flaco, en el espacio celeste no se puede hacer como en el agua, meter los remos en el aire cuando falta viento, Para, no le des más al fuelle, y Baltasar, agotado, se sienta en el fondo de la máquina.
El temor, el júbilo, cada uno en su tiempo, pasaron ya, ahora viene el desánimo, subir y bajar saben hacerlo, están como un hombre que fuera capaz de levantarse y de acostarse, pero no de andar. El sol va bajando por el lado de la barra, ya se tienden las sombras sobre la tierra. El padre Bartolomeu Lourenço siente una inquietud cuya causa no consigue discernir, pero de ella lo distrae la súbita observación de que se orientan hacia el norte las nubes de humo de una quemada distante, esto quiere decir que, próximo a tierra, no ha dejado de soplar el viento. Maniobra la vela, la extiende un poco más para cubrir de sombra otra hilera de bolas de ámbar, y la máquina desciende bruscamente, pero no lo bastante como para coger viento. Otra hilera deja de recibir la luz del sol, la caída es tan violenta que el estómago parece querer salírseles por la boca, y, ahora sí, el viento coge la máquina con mano poderosa e invisible y la lanza hacia delante, a tal velocidad que de repente queda Lisboa atrás, ya en el horizonte, diluida en una bruma seca, es como si al fin hubieran abandonado el puerto y sus amarras para ir a descubrir caminos ocultos, por eso sienten oprimido el corazón, quién sabe qué peligros los esperan, qué adamástores, qué fuegos de santelmo, acaso se levantan del mar, que a lo lejos se ve, trombas de agua que van a absorber el aire y empaparlo en sal. Entonces Blimunda preguntó, Adónde vamos, y el cura respondió, Allá donde no pueda llegar el brazo del Santo Oficio, si es que existe ese lugar.
Este pueblo, que tanto espera del cielo, mira poco hacia lo alto, donde se dice que el cielo está. Anda la gente trabajando en los campos, en las aldeas, hombres y mujeres entran y salen de las casas, van al huerto, a la fuente, se ocultan tras un pino, sólo una mujer que está tumbada en una rastrojera con un hombre encima cree ver pasar algo por el cielo, pero considera que son visiones propias de quien tanto está gozando. Sólo las aves, curiosas, vuelan, y preguntan, dando vueltas ansiosas en torno de la máquina, qué es, qué es, quizá sea éste el mesías de los pájaros, comparada con él, el águila no pasa de ser un San Juan Bautista cualquiera, Después de mí vendrá quien es más fuerte que yo, la historia de la aviación no acaba aquí. Durante un tiempo volaron acompañados de un milano que asustó e hizo huir a todos los pájaros, iban sólo los dos, el milano, aleteando y planeando, se entiende que vuele, la passarola sin mover las alas, si no supiéramos que esto está hecho de sol, ámbar, nubes cerradas, imanes y laminillas de hierro, no creeríamos lo que nuestros ojos ven, aparte de que no tendríamos la disculpa de la mujer que estaba tumbada en la rastrojera y ya no está, se le ha acabado el gusto, desde aquí ni el sitio se ve ya.
El viento viró hacia el sudoeste, sopla con mucha fuerza, y la tierra pasa por debajo como la superficie móvil de un río que llevase en su caudal campos, bosques, aldeas, colores verde y amarillo, ocres y pardos, paredes blancas, aspas de molinos, y también ríos de agua sobre el agua, qué fuerzas serían capaces de hacer la separación de estas aguas, el gran río que pasa y lo lleva todo consigo, los arroyos que en él buscan camino, agua en el agua, y no lo saben.
Están los tres voladores en la proa de la máquina, van hacia el poniente, y el padre Bartolomeu Lourenço siente que la inquietud le ha vuelto y crece, es pánico ya, al fin va a tener voz, y esa voz será un gemido, cuando el sol se ponga descenderá irremisiblemente la máquina, tal vez caiga, quizá se haga añicos y mueran todos, Es Mafra, ahí, grita Baltasar, y parece el vigía gritando en la cofa, Tierra, nunca comparación alguna fue tan exacta, porque ésta es la tierra de Baltasar, la reconoce, aunque nunca la haya visto desde el aire, quizá llevemos en el corazón una orografía particular que, para cada uno de nosotros, acertará con el lugar particular en que nacimos, lo cóncavo mío en tu convexo, en mi convexo tu cóncavo, es lo mismo que hombre y mujer, mujer y hombre, tierra somos en la tierra, por eso grita Baltasar, Es mi tierra, la reconoce como un cuerpo. Pasan velozmente sobre las obras del convento, pero esta vez hay quien los ve, gente que huye despavorida, gente que se arrodilla y alza las manos implorando misericordia, gente que tira piedras, se apodera la inquietud de miles de hombres, quien no ha llegado a verlo, duda, quien lo vio, jura y pide el testimonio del vecino, pero pruebas ya nadie puede presentar, porque la máquina se ha alejado en dirección al sol, se ha vuelto invisible contra el disco refulgente, tal vez no haya sido más que una alucinación, los escépticos triunfan sobre la perplejidad de los que creyeron.
En pocos minutos la máquina alcanza la costa, parece que está tirando de ella el sol para llevársela al otro lado del mundo. El padre Bartolomeu Lourenço comprende que van a caer en el agua, tira violentamente de la cuerda, la vela corre toda hacia un lado, se cierra de golpe, y la subida es tan rápida que la tierra se ensancha de nuevo y surge el sol muy por encima del horizonte. Es demasiado tarde, sin embargo. Por oriente ya se avistan sombras, la noche se está acercando, no es posible huir de ella. Poco a poco, la máquina empieza a derivar hacia nordeste, en línea recta, oblicua en dirección a la tierra, sujeta a una doble atracción, la de la luz, que se debilita rápidamente, pero aún tiene fuerzas para sostenerla en el espacio, y la de la oscuridad nocturna, que oculta ya los valles distantes. No se nota ahora el viento natural, vencido por la violenta corriente de aire provocada por la caída, por el silbido agudo que el descenso hace vibrar en la cobertura de mimbres. El sol está posado en el horizonte del mar como una naranja en la palma de la mano, es un disco metálico retirado de la fragua para enfriarse, su brillo no hiere ya los ojos, fue blanco, cereza, rosa, rojo, fulge aún, pero sombríamente, está despidiéndose, adiós, hasta mañana, si hay mañana para los tres nautas aéreos que caen como un ave herida de muerte, mal equilibrada en las alas cortas, con su diadema de ámbar, en círculos concéntricos, caída que parece sin fin y va a acabar. Frente a ellos se yergue una silueta oscura, será el adamástor de este viaje, montes que se alzan redondos de la tierra, teñidos aún de luz roja en las cumbres. El padre Bartolomeu Lourenço mira indiferente, está fuera del mundo, más allá de la propia resignación, espera el fin que no va a tardar. Pero, de súbito, Blimunda se suelta de Baltasar, a quien se había agarrado convulsa cuando la máquina precipitó su descenso, y rodea con los brazos una de las esferas que contienen las nubes cerradas, las voluntades, dos mil son pero no bastan, las cubre con el cuerpo como si las quisiera meter dentro de sí o unirse a ellas. La máquina da un salto brusco, levanta la cabeza como un caballo a quien tiraran de la brida, queda un segundo en suspenso, vacila, luego vuelve a caer, pero no tan de prisa, y Blimunda grita, Baltasar, Baltasar, no tuvo que llamar tres veces, ya él se había abrazado a la otra esfera, formaba cuerpo con ella, Sietelunas y Sietesoles sustentando con sus nubes cerradas la máquina en descenso, ahora lento, tan lento que apenas rechinan los mimbres cuando toca el suelo, sólo se bandeó hacia un lado, no había allí puntales para sostenerla. No se puede tener todo. Flojos los miembros, extenuados, los tres viajeros saltaron fuera, intentaron aún sostener la amurada, no lo consiguieron, y, rodando, se hallaron tendidos en el suelo, sin un rasguño siquiera, bien es verdad que aún no se han acabado los milagros, y éste ha sido de los buenos, que ni preciso fue invocar a San Cristóbal allí estaba él, vigilando el tráfico, vio aquel avión desgobernado, le echó la manaza y evitó la catástrofe, para ser su primer milagro aéreo, no estuvo nada mal.
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