José Saramago - Memorial Del Convento

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Y ahora qué harás tú, ángel custodio, nunca tan necesario fuiste desde que te nombraron para ese lugar, aquí tienes a estos tres que van a alzarse en los aires, hasta allá adonde nunca llegaron los hombres, y precisan de quien los proteja, ellos por sí ya hicieron cuanto podían, reunieron los materiales y las voluntades, conjugaron lo sólido y lo evanescente, unieron a todo su propia osadía, están dispuestos, sólo falta acabar de echar abajo este tejado, cerrar las velas, dejar entrar el sol, y, adiós, ahí vamos, si tú, ángel custodio, no ayudas al menos un poquito, ni eres ángel ni cosa que lo valga, claro está que no faltan santos invocables, pero ninguno es, como tú, aritmético, tú sí, que sabes las trece palabras, y de la una a la trece, sin falta, las enumeras, y siendo ésta una obra que requiere todas las geometrías y todas las matemáticas que se puedan reunir, puedes empezar ya por la primera palabra, que es la Casa de Jerusalén, donde murió Jesucristo por todos nosotros, es lo que dicen, y ahora las dos palabras, que son las dos Tablas de la Ley donde Jesucristo puso los pies, es lo que dicen, y ahora las tres palabras, que son las tres personas de la Santísima Trinidad, es lo que dicen, y ahora las cuatro palabras, que son los cuatro Evangelistas, Juan, Mateo, Marcos y Lucas, es lo que dicen, y ahora las cinco palabras, que son las cinco llagas de Jesucristo, es lo que dicen, y ahora las seis palabras, que son los seis cirios benditos que Jesucristo tuvo en su nacimiento, es lo que dicen, y ahora las siete palabras, que son los siete sacramentos, es lo que dicen, y ahora las ocho palabras, que son las ocho bienaventuranzas, es lo que dicen, y ahora las nueve palabras, que son los nueve meses que Nuestra Señora llevó a su bendito hijo en su purísimo vientre, es lo que dicen, y ahora las diez palabras, que son los diez mandamientos de la ley de Dios, es lo que dicen, y ahora las once palabras, que son las once mil vírgenes, es lo que dicen, y ahora las doce palabras, que son los doce apóstoles, es lo que dicen, y ahora las trece palabras, que son los trece rayos de la luna, y esto sí, no es preciso que lo digan, porque, por lo menos, está Sietelunas aquí, es aquella mujer que tiene en la mano un frasco de vidrio, cuida de ella, ángel custodio, que si se rompe el vidrio se acabó el viaje y no podrá huir ese sacerdote que por sus modos parece loco, y cuida también del hombre que está en el tejado, manco de la mano izquierda, fue culpa tuya, estabas desatento en la batalla, es posible que no supieras aún tu cometido.

Son las cuatro de la tarde, el chamizo es sólo paredes, parece inmenso, la máquina de volar en medio, la fragua minúscula cortada por una franja de sombra, en el otro extremo el jergón donde durante seis años durmieron Baltasar y Blimunda, el arca ya no está, la metieron dentro del artilugio, qué más nos falta, las alforjas, algo de comer, y el clavicordio, qué hacemos con el clavicordio, que se quede, es egoísmo que debemos comprender y disculpar, tanta es la aflicción, ninguno de estos tres recuerda que, dejando aquí el clavicordio, las justicias eclesiásticas y seculares sentirán su curiosidad despierta, por qué y para qué hay aquí un instrumento tan poco adecuado para este lugar, y si fue un tifón lo que arrancó las tejas y el entramado, cómo es posible que no haya destruido el clavicordio, tan delicado que incluso a hombros de los faquines se desconciertan sus teclas, No va a tocar el señor Escarlata en el cielo, dijo Blimunda.

Ahora, sí, ahora pueden partir. El padre Bartolomeu Lourenço mira el espacio celeste descubierto, sin nubes, el sol parece una custodia de oro, Baltasar sostiene la cuerda con que van a cerrar las velas, después, Blimunda, ojalá adivinaran sus ojos el futuro, Encomendémonos al Dios que haya, lo dijo en un murmullo, y otra vez, con un susurro estrangulado, Tira, Baltasar, no lo hizo de inmediato Baltasar, le tembló la mano, que esto será como decir Fiat, se dice y está hecho, qué, se tira y cambiamos de lugar, hacia dónde. Blimunda se acercó, puso sus dos manos sobre la mano de Baltasar y, con un solo movimiento, como si sólo así debiera ser, tiraron ambos de la cuerda. La vela corrió toda hacia un lado, el sol batió de lleno en las bolas de ámbar, y ahora, qué va a ser de nosotros. La máquina se estremeció, osciló como si buscara un equilibrio súbitamente perdido, se oyó un crujido general, eran las laminillas de hierro, los mimbres trenzados, y, de repente, como si la aspirara un torbellino luminoso, giró dos veces sobre sí misma mientras subía, apenas rebasada aún la altura de las paredes, hasta que, firme, de nuevo equilibrada, irguiendo su cabeza de gaviota, se lanzó en flecha, cielo arriba. Sacudidos por los bruscos volteos, Baltasar y Blimunda habían caído en el suelo de tablas, pero el padre Bartolomeu Lourenço se había agarrado a una de las argollas que sustentaban las velas, y así pudo ver alejarse la tierra a una velocidad increíble, apenas se distinguía ya la quinta, perdida pronto entre las colinas, y aquello de más allá, qué es, Lisboa, claro, y el río, oh, el mar, ese mar por el que yo, Bartolomeu Lourenço de Gusmão, vine en dos ocasiones del Brasil, el mar por donde viajé a Holanda, a qué más continentes de la tierra y del aire me llevarás tú, máquina, el viento ruge en mis oídos, nunca ave alguna subió tan alto, si me viera el rey, si me viera aquel Tomás Pinto Brandão que se rió en verso de mí, si el Santo Oficio me viera, sabrían todos que soy el hijo predilecto de Dios, yo, sí, que estoy subiendo al cielo por obra de mi genio, por obra también de los ojos de Blimunda, habrá en el cielo ojos como ellos, por obra de la mano derecha de Baltasar, aquí te llevo, Dios, a uno que tampoco tiene mano izquierda, Blimunda, Baltasar, venid a ver, levantaos de ahí, no tengáis miedo.

No tenían miedo, sólo estaban asustados de su propio valor. El cura se reía, daba gritos, había dejado ya la seguridad de la sonda de navegación y recorría el convés de la máquina de un lado a otro para poder mirar la tierra en todos sus puntos cardinales, tan grande ahora que estaban lejos de ella, al fin se levantaron Baltasar y Blimunda, agarrándose nerviosamente a las sondas, después a la amurada, deslumbrados de luz y viento, luego ya sin temor, Ah, y Baltasar gritó, Lo hemos conseguido, se abrazó a Blimunda y rompió a llorar, parecía un niño perdido, un soldado que anduvo en guerras, que en Pegões mató a un hombre con su espigón, y ahora solloza de felicidad abrazado a Blimunda, que le besa la cara sucia. El cura se acercó a ellos y se abrazó también, súbitamente perturbado por una analogía, así lo había dicho el italiano, Dios él mismo, Baltasar su hijo, Blimunda el Espíritu Santo, y estaban los tres en el cielo, Sólo hay un Dios, gritó, pero el viento le arrebató las palabras de la boca. Entonces, Blimunda dijo, Si no abrimos la vela, seguiremos subiendo, adónde iremos a parar, quizás al sol.

Nunca preguntamos si habrá algo de juicio en la locura sino que vamos diciendo que de loco todos tenemos un poco. Son maneras de asegurarnos desde nuestra perspectiva, imagínense, que la presenten los locos como pretexto para exigir igualdades con el mundo de los cuerdos, sólo un poco locos, el mínimo juicio que conserven, por ejemplo, salvaguardar su propia vida, como está haciendo el padre Bartolomeu Lourenço, Si abrimos la vela de repente, caeremos en la tierra como una piedra, y es él quien va a maniobrar la cuerda, darle la holgura precisa para que se extienda la lona sin esfuerzo, todo depende ahora de la habilidad, y la vela se abre lentamente, hace descender la sombra sobre las bolas de ámbar, y la máquina disminuye la velocidad, quién diría que con tanta facilidad se puede ser piloto en los aires, ya podemos ir en busca de nuevas Indias. La máquina ha dejado de subir, está parada en el cielo, con las alas abiertas, el pico virado hacia el norte, se está moviendo, no lo parece. El cura abre más la vela, tres cuartas partes de las bolas de ámbar están ya en sombra, y la máquina desciende suavemente, es como estar dentro de un bote en un lago tranquilo, un toque de timón, un leve impulso de remos, las cosas que un hombre es capaz de inventar. Lentamente se aproxima la tierra, Lisboa se distingue mejor, el rectángulo torcido del Terreiro do Paço, el laberinto de calles y travesías, el friso de los miradores donde el cura vivía, y donde ahora están entrando los familiares del Santo Oficio para prenderlo, tarde piaron, gente tan escrupulosa de los intereses del cielo y no se les ocurre mirar hacia arriba, aunque seguro que, a tal altura, la máquina es un puntito en el azul, y cómo van a levantar los ojos si están aterrados ante una Biblia desgarrada a la altura del Pentateuco, un Corán convertido en añicos indescifrables, y salen ya, van en dirección a Rossío, al palacio de los Estaus, para informar de que ha huido el padre Bartolomeu Lourenço, a quien iban a buscar para encarcelarlo, y no adivinan que lo protege la gran bóveda celeste adonde ellos nunca irán, es bien verdad que Dios elige a sus favoritos, locos, tarados, excesivos, pero no familiares del Santo Oficio. Baja la passarola un poco más, con algún esfuerzo se observa la quinta del duque de Aveiro, cierto es que estos aviadores son principiantes, les falta experiencia para identificar de un vistazo los accidentes principales, los ríos, las lagunas, los pueblos, como estrellas derramadas en el suelo, los bosques oscuros, pero allí están las cuatro paredes del chamizo, el aeropuerto de donde alzaron el vuelo, se acuerda el padre Bartolomeu Lourenço de que tiene unos anteojos en el arca, en dos tiempos los va a buscar y apunta, oh, qué maravilla es vivir e inventar, se ve claramente el jergón a un lado, la fragua, sólo el clavicordio ha desaparecido, qué habrá sido de él, nosotros lo sabemos y vamos a decirlo, que yendo Domenico Scarlatti a la quinta, vio, estando ya cerca, la máquina alzándose con gran soplo de alas, que haría si batieran, y, entrando, dio con todo aquel destrozo de tejas partidas, tablones caídos, barrotes cortados o arrancados, no hay nada más triste que una ausencia, corre el avión por la pista, se levanta en el aire, sólo queda una pungente melancolía, esta que obliga a sentarse a Domenico Scarlatti al clavicordio y tocar un poco, casi nada, sólo un pasar de dedos por las teclas como si estuvieran rozando un rostro cuando ya las palabras han sido dichas o son lo de menos, y luego, porque sabe muy bien que es peligroso dejar allí el clavicordio, lo arrastra afuera, sobre el suelo irregular, a trompicones, gimen desconcertadas las cuerdas, ahora sí que se van a desencajar los macillos, y para siempre, llevó Scarlatti el clavicordio hasta el brocal del pozo, por suerte es bajo, y, levantándolo a pulso, mucho le cuesta, lo lanza al fondo, tropieza por dos veces la caja en las paredes, todas las cuerdas gritan, y cae al fin al agua, nadie sabe el destino para que está guardado, un clavicordio que sonaba tan bien, hundiéndose ahora, borboteando como un ahogado hasta asentarse en el lodo. Desde lo alto ya no se ve el músico, va por ahí, por los senderos, quizá desviado del camino, quizá mirando para arriba, vuelve a ver el aparato, saluda con el sombrero, una vez sólo, es mejor disimular, fingir que no sabe nada, por eso no lo vieron desde la nave, quién sabe si volverán a encontrarse.

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