José Saramago - Memorial Del Convento
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Éstos son más fáciles. Desde que el sol nace hasta que se pone, Baltasar, y con él muchos más, setecientos, mil, mil doscientos hombres, cargan las carretillas con tierra y piedras, en el caso de Baltasar, el gancho ampara el mango de la pala, el brazo derecho anda hace casi quince años triplicando la fuerza y la habilidad, y luego, infinita procesión de Corpus Homini, van uno tras otro a tirar los escombros por la cuesta abajo y no es sólo matorral lo que van cubriendo, también alguna tierra de cultivo, aparte de una huerta del tiempo de los moriscos, se le va a acabar la vida, pobrecilla, tantos siglos dando coles tiernas, lechugas que estallaban de frescor, oréganos, matas de perejil y menta, primicias y primores, y ahora adiós, ya no correrá más agua por estas acequias, ya no vendrá el hortelano a deshacer la barrera de tierra y desviar el agua para dar de beber al plantel sediento, mientras el de al lado se regala con la sed que mató. Y dando el mundo tantas vueltas, muchas más dan los hombres que en él viven, quizás aquel que allá arriba acaba de vaciar una carretilla, ahí vienen piedras a saltos y trompicones, la tierra resbalando, delante la más pesada, tal vez sea él el hortelano de la huerta, pero no debe de serlo, pues ni siquiera le caen las lágrimas.
Pasan los días, las semanas, y las paredes apenas crecen. Las cargas de pólvora van reventando la roca durísima que los soldados atacan ahora, buen provecho daría, y pago del trabajo que da, si pudiera servir, como la otra, para llenar las paredes, pero ésta, que agarrada al monte sólo consiente en desprenderse de él con gran violencia, puesta al aire no tarda en deshacerse en lascas, en poco tiempo se convertiría en terrón si no viniera la carretilla a echarla al fondo. Andan también en el transporte carros mayores, con grandes ruedas y tirados por mulas, a veces los cargan en exceso y, como estos días ha llovido, se atascan los animales en el barrizal, de donde por fin salen a latigazos que caen en rociada sobre el lomo, o en la cabeza cuando Dios no está mirando, aunque todo esto sea para gloria y servicio del mismo Dios, y así no se sabe si no estará quizá desviando los ojos adrede. Los hombres de las carretillas, como llevan menos carga, no se atascan tanto, aparte de que han hecho, con tablas en desuso de andamios viejos, unos pasadizos firmes, pero, como no llegan éstos para todos, hay siempre una guerra de mira y corre a ver quién primero llega, y, si llegan a la par, a ver quién más empuja, y a partir de ahí pueden venir tortas y puntapiés, si es que no unos cuantos palos cortando el aire, momento en que avanza la patrulla de soldados, maniobra suficiente por lo general para enfriar los ánimos exaltados, o, en otro caso, dos estacazos o un zurriagazo en el lomo, como a las mulas.
Está lloviendo, pero no tanto como para que tenga que interrumpirse el trabajo, excepto el de los albañiles, pues el agua deshace la argamasa, y se encharca en las anchísimas paredes, por eso se refugian los obreros en los cobertizos, a la espera de que escampe, mientras los canteros, que son gente fina, baten los mármoles abrigados, tanto los sillares como la obra de labra, probablemente preferirían descansar. A éstos tanto les da que las paredes crezcan de prisa como lentas, tienen el dibujo que han de seguir en la piedra, acantos, festones, acroterios, guirnaldas, acanaladuras, cuando la obra está lista la llevan a los cargadores de palo y cuerda, y acaba en el cobertizo donde con otras quedará guardada hasta que, llegada la hora, la vayan a buscar del mismo modo, salvo si es tan pesada que requiera cabrestante y plano inclinado. Pero tienen los canteros el privilegio de trabajar al abrigo, llueva o haga sol, con el jornal siempre seguro, bajo teja, blancos del polvo del mármol, parecen hidalgos de peluquín empolvado, truque-truque, truque-truque, con el cincel y la maceta, trabajo de dos manos. Esta lluvia de hoy no ha sido tan fuerte como para que los vigilantes mandaran recoger, aunque los de las carretillas son menos afortunados que las hormigas, que éstas, cuando el cielo está metido en agua, levantan la cabeza, olfatean los astros y se recogen en sus agujeros, no son hombres que tengan que trabajar bajo lluvia. Al fin, viene del lado del mar, avanzando sobre los campos, una oscura cortina de agua, dejan los hombres las carretillas en pleno desorden, y corren a los cobertizos o se ponen al cobijo de las paredes, si vale la pena, más mojados de lo que estaban no van a acabar. Las mulas atrailladas se quedan quietas bajo el chaparrón, el pelo empapado en sudor está ahora empapado en agua, los bueyes rumian, uncidos e indiferentes, cuando cae más fuerte la lluvia sacuden las cabezas, quién habrá ahí capaz de decir lo que sienten estos animales, qué fibras se les estremecen, y hasta dónde, si en el movimiento que hacen tropiezan sus cuernos brillantes quizá sólo, Estás ahí. Cuando la lluvia se aleja o se volvió soportable, vuelven los hombres al tajo y comienza todo de nuevo, cargar y descargar, tirar y empujar, arrastrar y levantar, hoy no hay cargas de pólvora por culpa de la humedad, mejor para los soldados que huelgan bajo los cobertizos, charlando con los centinelas, al resguardo también, es la alegría de la paz. Y como ha vuelto la lluvia, cayendo de un cielo oscurísimo, y tan pronto no va a escampar, se ha dado orden para que dejen los hombres el trabajo, sólo los canteros continuaron labrando la piedra, truque-truque, truque-truque, son amplios los cobertizos, ni las salpicaduras traídas por el viento manchan el grano de los mármoles.
Bajó Baltasar a la villa por un caminillo resbaladizo, uno que descendía delante de él cayó en el barro y todos se echaron a reír, con la risa cayó otro, suerte de estas distracciones, que en esta tierra de Mafra no hay patios de comedias, no hay tonadilleras ni actores, ópera sólo en Lisboa, para el cine faltan aún doscientos años, cuando haya passarolas a motor, mucho le cuesta al tiempo pasar, hasta que llegue la felicidad, hola. El cuñado y el sobrino ya habrán llegado a casa, mejor para ellos, no hay nada que valga una hoguera cuando un hombre está empapado, calentarse las manos en la llamarada alta, los cueros de los pies descalzos rozando las brasas, y el frío retirándose de los huesos, despacio, como el hielo que se derrite al sol. Realmente, mejor que esto, que lo hay, sólo una mujer en la cama, y si la mujer es la que uno ama, no precisa más que aparecer en el camino, como ahora vemos a Blimunda, que ha venido a compartir el mismo frío y la misma lluvia, y trae una saya de las suyas que lanza sobre la cabeza del hombre, este olor a mujer que hace subir lágrimas a los ojos, Estás cansado, preguntó ella, basta esto para que el mundo resulte soportable, una saya cubre las dos cabezas, mal comparando es el cielo, así viviese Dios con nuestros ángeles.
A Mafra llegan noticias sueltas de que en Lisboa ha habido un terremoto sin más estragos que caídas de cornisas y chimeneas, algunas grietas en las paredes viejas, pero como no hay mal que por bien no venga, hicieron negocio magnífico los cereros, que fue un remolino de velas a las iglesias, con particular preferencia por los altares de San Cristóbal, santo de gran ayuda en casos de peste, epidemias, rayos, incendios y tempestades, inundaciones, malos viajes y temblores de tierra, en competencia con Santa Bárbara y San Eustaquio, que tampoco son parcos en estas protecciones. Pero los santos son como los hombres, estos que andan aquí construyendo el convento, y quien dice éstos dice otros, en otras construcciones y destrucciones, los santos se cansan, aprecian en mucho su reposo, que sólo ellos saben cuánto trabajo da tener de la brida a las fuerzas naturales, que si fueran fuerzas de Dios bastaría ir a Él y pedirle, Oiga, no sople ahora, no sacuda, no prenda fuego, no inunde, no suelte plagas ni ladrones en el camino, y sólo si fuera un dios de maldad dejaría de atender estos ruegos, pero, como las fuerzas son naturales y los santos se distraen, apenas acabamos de suspirar de alivio por haber sido benigna la conmoción cuando tenemos encima una tempestad como no hay memoria de otra, pero sin lluvia y sin granizo, ojalá hubiera sido así, que tal vez quebraran esta fuerza del viento que juega libremente con los navíos anclados como cáscaras de nuez, arrastrando, estirando y rompiendo las amarras, o arrancando las anclas del fondo, y luego arrastra los barcos hacia los remolinos, y van a chocar unos con otros, tumbándolos y yendo a pique con los marineros clamando, sólo ellos sabrán a quién piden socorro, o encallando en tierra, donde la fuerza de las aguas acaba de despedazarlos. Los muelles se desmoronan sobre el río, el viento y las olas arrancan de raíz las piedras y las lanzan contra tierra, arrancando ventanas y puertas como guijarros, qué enemigo es éste que hiere sin hierro y sin fuego. En presunción de que sea el demonio el autor del desaguisado, toda cuanta mujer hay, ama, criada o esclava, está de rodillas en las iglesias, María Santísima, Virgen Nuestra Señora, mientras los hombres, pálidos de muerte, sin moro ni indio en quien meter la espada, desgranan las cuentas del rosario, padre nuestro, ave-maría, en fin, si tanto llamamos por éstos es que nos faltan padre y madre. Las olas baten con tanta fuerza en la playa de este lugar de Boavista, que las salpicaduras levantadas y llevadas por el viento van a caer de plano, como un chaparrón, contra los muros del convento de las Bernardas y, más lejos aún, en el monasterio de San Benito. Si el mundo fuera barca y bogase en un gran mar, se iría esta vez al fondo, juntándose agua y aguas en un diluvio al fin universal, del que no se salvarían ni Noé ni la paloma. Desde la Fundición hasta Belem, casi legua y media, no se ven más que destrozos en las playas, maderos rotos, y de las cargas de los navíos lo que por su peso no iba al fondo, a las playas venía a dar, con lastimosa pérdida de sus dueños y mucho perjuicio para el rey. A algunos navíos les cortaron los mástiles para que no virasen, e, incluso así, tres naves de guerra fueron empujadas contra la playa, donde se hubieran perdido de no haber acudido prontamente socorro particular. Eran incontables las barcas, lanchas y barcazas que fueron lanzadas contra las playas y se despedazaron, ciento veinte embarcaciones de mayor porte encallaron y se perdieron, y en cuanto a los muertos, ni vale la pena hablar, Dios sabe cuántos cadáveres se llevó la marea barra afuera o quedaron aprisionados en el fondo, lo que se sabe es que en las playas, arrojados por el mar, se contaron ciento sesenta, cuentas de un rosario que andan por ahí llorando las viudas y los huérfanos, ay mi pobre padre, son pocas las mujeres ahogadas, algún hombre dirá, ay mi pobre mujer, después de muertos todos somos pobres. Siendo tantos los muertos, los entierran donde se puede, al azar, de algunos ni se llegó a saber quiénes eran, vivían lejos sus parientes, no llegaron a tiempo, pero, a grandes males, grandes remedios, si el terremoto hubiera sido mayor, y extensa la mortandad, igual habría que enterrar a los muertos y cuidar de los vivos, queda el aviso para el futuro, por si se repite la calamidad, Dios nos libre.
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