Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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En cuanto al asuntillo con el camarada Dick… ¿Qué dijo él?
A lo mejor no se dio cuenta. Lo engañaste porque no tenías su calibre; fue tu rebancha por ser inferior, pobrecilla, llegaste a ser plenamente consciente de tus defectos porque él ni siquiera notó la suerte de pecadillos con que te consolabas.
Veo y comprendo todas estas cosas mientras desvainamos guisantes, soltamos un dobladillo con una hoja de afeitar vieja, paseamos entre los alcornoques, vemos cómo se hacen a la mar pescadores, saltamos descalzas sobre la piedra calentada por el sol del día después que tus amigos se han ido a dormir. Es fácil, contigo. Soy feliz contigo… veo que él lo fue. Sonriente espectadora, encantada contigo aunque has engordado y la vivacidad de Katya debió de haberse curtido hasta la payasada y el atractivo a veces se deteriora en algo que yo no quiero observar sólo para complacer -un deseo de complacer-, sin recordar cómo, nunca más.
Un asuntillo. ¿Qué dijo él?
No pudo decir nada porque entonces ya había aparecido la auténtica revolucionaría: reconociste a mi madre en cuanto la viste. Nunca me lo ha contado nadie, pero la versión aceptada, la interpretación es que Katya abandonó a Lionel Burger… algo característico en una persona tan poco adecuada (hasta ella lo reconoce años después) para el hombre que él llegaría a ser. Lo abandonó por otro hombre o por otra vida… que viene a ser lo mismo, en realidad. ¿Qué otra cosa le queda a una mujer que no quiere vivir para el Futuro? No has desmentido esta versión. Pero comprendo que hicieras lo que hicieses, tú, él y mi madre sabían que no dijo nada a causa de ella. Allá en mi tierra alguien está escribiendo una semblanza definitiva en la que esto quedará fuera. De todos modos, si me lo preguntaras… no vine en un peregrinaje, adoratriz o iconoclasta, para averiguar nada sobre mi padre. Empero, tiene que haber habido una razón profunda por la que con los ojos cerrados llamé a esta puerta, a esta casa, a esta aldea francesa; una razón que escapa a mi razonamiento de que a Vigilancia no se le ocurriría buscarme aquí.
Quería encontrar la forma de desertar de él. La antigua Katya logró escribirme diciéndome que era un gran hombre, y sin embargo decide que «está el mundo entero», más allá de aquello por lo que él vivió, más allá de lo que habría sido la vida con él.
Fue fácil para Rose Burger rechazar los calculados placeres propuestos por Didier: nunca había tenido la edad de Tatsu, que jugaba con su perro en el jardín del anciano. En una de las reuniones veraniegas le contó a un hombre al que nunca había visto y al que probablemente nunca volvería a ver, su versión del incidente ocurrido en París cuando alguien intentó robarle dinero del bolso.
– Me pescó,
– ¿En qué?
– Creía que alguien estaba vigilando mis movimientos.
– Un carterista. Un pobre diablo.
– Sí.
– Un negro.
– Sí.
El francés con el que mantuvo esta conversación en inglés seguía en la aldea el Día de la Bastilla. Algunos amigos de amigos sólo iban allí a pasar un fin de semana, eran nombres y rostros presentados con entusiasmo como un cuñado, un primo, un colega de París o Lyon; su estar de paso daba al visitante una dimensión de relaciones con sedes gubernamentales, negocios y opiniones de moda. El estaba en la place bailando como todo el mundo, viendo bailar a los demás, aplaudiendo e intercambiando besos cuando los fuegos artificiales se elevaron desde lo alto del castillo. Katya y Manolis, Manolis y Rosa, Katya y Pierre, Gaby y el alcalde, Rosa y el vendedor de coches que era hijo del pastelero, saltaban y giraban cerca de Georges, que hacía sonar castañuelas con sus dedos; una bellas modelos de Cannes permanecían de pie siguiendo el ritmo con la cabeza, como niñas buenas a las que han dicho que no deben retozar para no estropear sus mejores galas; él era uno de los franceses de ciudad con las nalgas bien proporcionadas, camisas entalladas y jerseys anudados por la mangas alrededor del cuello, cuya presencia cosmopolita reforzaba la fiesta familiar contra el elemento turístico. Bailó con ella, más mal que bien, crispando las mejillas por la deplorable música que salía de un estrado decorado con guirnaldas. Estaba al otro lado de la mesa cuando ocho o diez de los amigos comieron en un restaurante después de audibles y serias discusiones acerca de los platos y los precios.
Gaby Grosbois se había hecho cargo de la situación.
– Arreglaré un buen precio con Marcelle. Moules marinieres, ensalada… ¿Qué bebemos, Blanc de Blancs? -se alejó a majestuosas zancadas, silbando la Marsellesa, contoneando la espalda en un burlón pavoneo militar.
El pequeño restaurante era un unánime alboroto íntimo. El camarero de Marcelle cantaba en argot y durante una de las canciones arrebató de la panera una ficelle curva y pasó por las mesas a saltitos, manteniéndola levantada entre las piernas en jubilosa erección. Blandía la barra de pan delante de las mujeres, que empezaban a chillar. Katya, Gaby… Mesdames, se mira y no se toca. Con un floreo y el aire de quien pone una flor en un ojal, la introdujo en la ingle de Pierre Grosbois, desde donde éste, entre aplausos y risas, apretando los músculos de las nalgas, logró hacerla dar golpes sobre la mesa.
En medio del desorden de sillas echadas para atrás y los abrazos de despedida con balanceos de la cabeza, el desconocido se detuvo apenas delante de Rosa.
– Iremos a tomar un copa.
Perdieron a los demás en el tumulto de la place.
– ¿Dónde? -se detuvo para encender un cigarrillo en una arcada oscura; para él, era la lugareña.
Fueron al bar de Arnys, quien no dio muestras de reconocer a la chica extranjera separada del contexto de sus compañeros habituales. La vieja cantante siguió jugando al solitario con el vestido de gasa que cubría unas piernas enormes brotadas de pequeños escarpines ceñidos parecidos a cascos de raso. Su perro maltes ciego y de pelaje enmarañado, se acercó y babeó un poco el asiento del hombre: Chabalier, estaba escribiendo para Rosa en el margen de un periódico olvidado sobre la barra, Bernard Chabalier.
– ¿Dónde vives cuando estás en París?
– Nunca voy a París.
– Fue allí donde creíste que te seguían.
– Ah, eso. Fueron dos noches; venía hacia aquí. La primera y única vez.
Con la cara entre las manos, él aceptó que no le respondiera.
– ¿Quieres más vino? ¿O café? -se dirigió al barman sencilla y severamente, anticipándose a cualquier objeción irritante-. Ya sé que es verano. También sé que es Catorce de Julio. Pero, ¿tenéis limones? Quiero zumo de limón… caliente.
– No quiero más vino. Tomaré lo mismo.
– ¿Estás segura de que te gustará? No se trata de una exótica bebida francesa, es puro zumo de limón agrio.
– Eso es lo que entendí.
– Cuando yo estudiaba en Londres solía pedir que me orientaran hacia algún lado en el autobús. Diez personas amables me respondían al instante… Sí, sí, les sonreía, muchas gracias… pero estaba perdido. Es una cuestión de orgullo, nadie se resiste al chauvinismo del idioma extranjero. En las conferencias de prensa oyes a un estadista que visita París hablar con gran elocuencia en su idioma; de pronto intenta decir unas pocas palabras en francés y se transforma en un idiota que habla, un analfabeto de algún caserío miserable que aprende a leer a los setenta años.
La chica no se sintió intimidada.
– Estoy acostumbrada. He hablado dos lenguas maternas toda mi vida y siempre estuve rodeada de otros idiomas que no comprendo.
– Yo hablo inglés.
Ella expresó con un gesto que lo hacía con toda competencia, pero él no se dejó impresionar por un triunfo.
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