Nadine Gordimer - La Hija De Burger

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Rosa era una niña cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revolución en Sudáfrica. A partir de entonces, empezará un camino que la llevará a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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– ¿Y si los socialistas acceden al poder? -ella tenía que construir las oraciones mentalmente antes de hablar.

– ¿Mitterrand? Se vendería a los comunistas.

– Entonces los trabajadores serán fuertes, no los patrons.

El dejó de bailar, interrumpió el ritmo. La alejó de su cuerpo.

– Yo quiero lo que es mío, eh? Para eso trabajaron mis padres. Cuando mi padre muera, su casa será mía, eh? Los comunistas no lo permitirían. Me robarían la propiedad de mi padre, lo sabes, ¿no?

Katya lo llamaba «el albañil de Rosa»:

– Apuesto a que es la primera vez que sales con un albañil -las dos mujeres se divirtieron con este ejemplo de infancia protegida.

– Quiero ver la casa que vas a heredar.

Comment?

Una vez más, ella no se había aclarado; finalmente él comprendió, pero siguió sorprendido.

– Nada que valga la pena ver. Es la casa de unos viejos sin dinero y necesita muchas reformas.

Era una pequeña granja-casa-villa, con la tierra de sombra chamuscada, las baldosas rosas que siempre ha utilizado la gente de la región, y una lavadora automática en la cocina. Su madre sacó unos vasos estrafalarios y el padre llevó una botella de vino hecho por él mismo; intercambiaron sonrisas con esa chica extraña pero no intentaron hablar con ella, que a su vez no lograba descifrar el dialecto en el que hablaban con su hijo, aunque percibió que era ese tipo de conversación que todos los padres aprovechan para plantear diversos temas cuando tienen la oportunidad de consultar a sus hijos o hijas adultos. Fugazmente los tres se convirtieron en una familia, mientras ella bajaba a su lado por el jardín en pendiente: el hijo saltando acequias con sus botas elegantes, los padres andando con sus zapatillas embarradas; todos hablaban, escuchaban, ponían reparos. Padre e hijo se sumieron en un desacuerdo sobre la forma de tratar un árbol que amenazaba caerse. La madre llevó a Rosa a ver los surcos de verduras tiernas que se agachaba para levantar, aquí y allá, ajando el suelo gris; a través de frondosos refugios y desvencijados cobertizos donde los semilleros eran verdes y transparentes, canastas con nueces almacenadas y un cubo -vivo como un queso con gusanos- rebosante de caracoles que habían juntado para comer. Bajo algunos olivos y cerezos había una mesa larga cubierta con plástico floreado, encima de la cual colgaba una lámpara conectada en las ramas: había una oveja doméstica amarrada para que cortara la hierba dentro del radio de su cuerda y un columpio para los nietos. Rosa se sentó a comer las cerezas con que el padre había llenado su regazo y el hijo arremetió hacia ella con la cabeza baja, para hacerlos reír a todos; la levantó en el aire hasta que finalmente ella logró ponerse de pie riendo, sujetándose la garganta como si algo estuviera a punto de echar a volar desde el interior.

– Me gusta tu herencia.

– Cuando empiece a soplar el mistral ese árbol aplastará los cables de la electricidad. ¡Nos costará un dineral! Ya se lo he dicho a mi padre. En Francia es un delito obstruir las instalaciones.

Madame Banelli invitó a Georges y Manolis a compartir los espárragos de cosecha propia que le regalaron a Rosa. Una de las íntimas «los olió mientras se cocinaban», como dijo Madame Bagnelli, y llamó a la puerta precisamente cuando Rosa llevaba las cosas para poner la mesa en la terraza. Bobby era la altísima inglesa de hermosas piernas que a los sesenta todavía usaba, sin parecer ridícula, pantalones de torero hasta las rodillas, las uñas de los pies pintadas y cortadas como las de las manos. Si en le place Rosa la encontraba sentada en su banco acostumbrado, daba la sensación de creer que se habían citado; se levantaba de un salto, movía la boca acogedoramente, besaba a la chica e insistía en invitarla a tomar un café, reanudando alguna habladuría local sobre una disputa o una crisis en la aldea, como si ambas la hubieran presenciado.

– Al fin y al cabo ese gran acontecimiento no se produjo ayer. Esperaban una llamada telefónica, pero sólo cuando apareció el cuñado… ya sabes, el gordito de Pegomas, poco apetitoso si quieres que te diga la verdad…

En el cesto de paja llevaba guantes de goma y con frecuencia un periódico, revistas (ésa era la fuente de los números de «Vogue» y «Plaisirs de France» que Katya dejaba en la habitación de su huésped) o una rama florida de la casona cerrada, con una virgen de mayólica en la fachada, que cuidaba en ausencia de los dueños. Por lo que Madame Bagnelli sabía, la había hecho entrar clandestinamente en Francia un oficial francés que se había enamorado de ella cuando la conoció en la marina femenina británica durante la guerra. Las arpías de la aldea se mofaban de su pretensión de haber participado en la Resistencia.

– Ya estaba en la aldea cuando llegué. El tenía una casa y solía venir cada tantos meses… me dijeron que alguna vez vivió realmente allí con ella. Desde que estoy aquí sé que venía cuando podía, lo mismo que Ugo. Esperábamos que su mujer muriera. Estaba tan enferma… Nos interesábamos por la salud de esa mujer, parecía un caso desesperado, tenía todas las enfermedades imaginables. El murió antes. Entonces yo no pensaba… Bobby nunca esperó… lleva viviendo aquí tanto tiempo que tiene sus manías. A veces, si le mencionan a su coronel, te responderá como si supiera de quien hablas, pero es una forma de disimular que no ha caído en la cuenta de quién se trata.

La voz de Manolis precedió a la pareja invitada, dando instrucciones en su francés-griego como si aconsejara la forma de guiar un bulto poco manejable a través de la casa pequeña y oscura de Madame Bagnelli. La frágil carga era Georges maniobrando su propio cuerpo.

– Se ha hecho daño en la pierna. Ya le he dicho que no debería subir escaleras -Manolis pasó al inglés que había aprendido de Georges, de modo que ahora hablaba con acento francés y griego. Su delicada y estrecha cara amarillenta, con sus lunares oscuros y los brillantes ojos negros apesadumbrados, se veía dramática por la arrogante desaprobación y angustia. Georges apareció en escena apoyado en un bastón-. Tuve que preguntar en todas partes hasta conseguírselo… por fin me lo prestó el viejo Seroin, aunque me planteó todo tipo de dificultades: es de su papá, de cuando era gouverneur en lndockine, si se estropeara bla bla bla…

Georges sonrió y extendió el brazo libre para que las mujeres se acercaran a besarlo.

– Manolis tenía listas las cortinas nuevas, yo estaba de pie arriba del armario, ese tesoro que Katya descubrió para nosotros en Roquefort-les-Pins… debí de caer dos metros -olía a ante (la camisa flexible que llevaba) y a colonia de limón; sus ojos azules y el pelo blanco cortado a la Napoleón estuvieron cerca de Rosa, una presencia segura de su vitalidad andrógina, mientras hablaba junto a su oído y la abrazaba.

Bobby los miró con la cabeza libre de las preocupaciones que arrastraba cómodamente por doquier como si de una labor de aguja se tratara.

– En la puerta de mi casa las cosas están así desde hace un mes. Podrías romperte el cuello. No hay una sola luz. Todo está oscuro como boca de lobo. La cuadrilla de árabes deja los picos y las palas a las cinco en punto… no les importa nada.

– Pues aquí tienes exactamente a la persona que necesitas. Deja que te vea Rosa, Georges. Ve despacito a mi dormitorio, métele en la cama y deja que te examine una fisioterapeuta titulada… ¡gratis! -Madame Bagnelli presentó otro aspecto de su huésped, para los demás tan digno de credibilidad como las historias de salvajes de su país de origen.

– ¿Eres enfermera? -Manolis era estricto.

– El único que lo puede tocar es un médico -dijo Bobby con tono confidencial a Madame Bagnelli, frunciendo la nariz. Cuando creía susurrar su voz sonaba más fuerte que nunca.

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