Nadine Gordimer - La Hija De Burger
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– ¡E incluso en la aldea!
– No hay nadie que haga ese tipo de trabajo.
– Un momento, un momento, ¿qué me decís de los documentos? -Madame Bagnelli miró a Rosa alegremente por el entusiasmo de Georges y Manolis-. Tiene que tener permiso de trabajo, un…
Georges descartó toda divagación sobre la despreciable burocracia.
– ¡Bobadas! No pide permiso. Nadie se entera. Le pagan en efectivo y se mete el dinero en el bolsillo -los dedos melindrosamente extendidos, con el anillo de sello del reinado de Alejandro Magno, usado a modo de alianza con Manolis, secándose la palma de una mano con la otra.
Katya llevó a Rosa a escuchar los ruiseñores. Cerraron el portal pero las habitaciones quedaron abiertas a sus espaldas, las velas ahumaban la mesa desordenada. Podían estar todavía en la terraza, las voces flotaban bajo la noche tibia y serena.
Bajaron las empinadas calles suavemente empujadas por la fuerza de gravedad, bajo farolas donde diminutos murciélagos aleteaban como gallardetes, abriéndose paso junto a las paredes de las casas de sus amigos, a través de melodiosas voces entrecortadas por la música de la place, ráfagas de olor a caca de perro y a pis humanos en arcadas sarracenas, risueños arpegios en el tintineo de cuchillos y platos desde el restaurante donde un grupo de franceses tardíos ocupaban una mesa bajo el soto de un parral con hojas tiernas y translúcidas a las saltarinas sombras de sus gestos. (Nunca entendiste qué los vuelve tan eufóricos en el ritual de las celebraciones… ni siquiera cuando llegaste a entender perfectamente su idioma; Katya experimentaba una orgullosa fascinación por la impenetrabilidad tribal de la gente entre la cual vivía.) Más allá de las pequeñas villas de los muertos con las urnas de sus jardines marmóreos que difundían el perfume de claveles cortados, como si estuvieran en el florero de cualquier salón familiar; la algarabía de parejas abrazadas que se acercaban y se alejaban trotando, los estertores de las motos, los gorjeos de los mayores que deambulaban por la aldea como si estuvieran ante una exposición de piedra, luces, puertas orladas con cortinas de plástico a rayas, las caras talladas de los leones fundidos por siglos que retrocedían hasta marcar los contornos de un feto. En el vestigio de barranco forestal este elemento conocido desapareció de pronto como un papel que se hace humo azotado por el lengüetazo de las llamas. Se había disipado por encima de las almenas iluminadas del castillo suizo como un dragón domesticado. Katya se precipitó entre matorrales sucios como un raposa o un tejón, que coexiste ingeniosamente con caravanas aparcadas y carreteras. Rosa paseó por la inofensiva jungla europea.
– Espera. Espera.
La respiración de Katya la rozaba como las agujas de pino. Alrededor de las dos mujeres estaba a punto de ser audible un penetrante y dulce tintineo. Una nueva percepción recogía la suprema oleada cuyo centro debe ser un éxtasis inalcanzable. Los temblores de la oscuridad se intensificaban sin acercarse. Ella se movió, inquisitiva; Katya volvió la cara para aquietarla. El vibrante cristal en el que estaban retenidas se hizo añicos en cantares. La sensación de recibir la canción era cambiante; ahora una cuesta celestial en la que planeaban, se ladeaban, navegaban, caían sinuosamente hacia la tierra; después un aliento detenido hasta el desmayo que pasó a ser, más allá, un golpe arrebatador, otra vez, otra vez, otra vez.
Katya tomó a la chica del brazo cuando la senda se ensanchó. Sus pies las llevaban hacia la aldea.
– Así toda la noche. Todos los veranos. Si no puedo dormir, salgo a las dos o las tres de la madrugada… Los tengo conmigo todos los años.
En pleno invierno, embarazada de siete meses, dando clases nocturnas en alguna vieja fábrica helada… de acuerdo, me «disciplinaron». ¡Qué avergonzada estaba! Tuvieron que disciplinarme a causa de mis tendencias burguesas a poner mi vida privada por delante. Recuerdo que lloraba…
Murmuraban, arriba, como escolares debajo de la ropa de cama. Risas.
Una vez me suspendieron del Partido por «inactividad». Cuando dan nombre a algo, qué quieres que te diga, significa lo que ellos deciden. «A cada uno según su capacidad.» Yo bailaba en una maldita revista musical seis noches por semana… ¿Puedes creerlo? Tenía que hacerlo, Lionel era interno y no ganaba prácticamente nada; paseaba por el piso con el bebé cuando volvía. Pero los domingos, con el pequeño grupo teatral callejero que había logrado formar, me iba a los distritos negros en la parte de atrás de un camión de mudanzas… bebé incluido. Me castigaron. No asistía a sus famosas charlas sobre el marxismo-leninismo… podía leer por mi cuenta. Pero no, se supone que debes ir a escuchar su sermón. Una pobre infeliz, ya no recuerdo su nombre… llegaron a acusarla de haber intentado envenenar a los camaradas hirviendo el agua para el té en una lata de aspecto sospechoso. Una de las trotskistas expulsadas…
¿Qué dijo él?
Nunca hablé con nadie como contigo, sin ningún tipo de continencia, femeninamente.
Dick fue el único que… bien, no me defendió exactamente, nadie podía hacerlo… supongo que en realidad yo no era buen material. Pero hubo una especie de asuntillo… (una pausa divertida, mutuamente culpable en la comprensión de nuestro sexo), algo ocurrió en un momento dado. Mucho después, durante la guerra. Yo sabía que le gustaba de verdad. El pensaba que yo era una criatura extraordinaria… unos cuantos besos en las circunstancias más inverosímiles. ¡Oh, el inocente Dick! Despreciábamos el sometimiento de las mujeres a la moral burguesa pero él le tenía miedo a Ivy y experimentaba sentimientos de honor pueriles y no sé cuántas cosas más hacia su enmarada. A él lo adoraba. Una vez me dijo: Lionel será nuestro Lenin. Creo, ahora que lo pienso, sí, no me dejes mentir, que una vez nos acostamos. ¡En la cama de Ivy! Dios mío. Son curiosos los estímulos que excitan a los hombres, ¿no? Es raro, pero recuerdo las sábanas. Nunca he olvidado las sábanas de Ivy. Estaban bordadas, cadeneta de margaritas y todas esas cosas, en azul y rosa brillantes… siempre usaba una ropa horrible. Se había ido a una conferencia en Durban, con los indios. Nosotros teníamos que hacer panfletos en la multicopista. ¡Querido Dick! Aunque comparado con alguien como Lionel,… la aventura no tenía muchas perspectivas. No era inquietante. No logro imaginarme qué aspecto tendrá ahora… Siempre llevaba la chaqueta subida en el trasero, totalmente despreocupado de sí mismo, yo oía las risillas…
¿Qué dijo él?
Nunca me preguntaste por qué vine y yo tampoco te pregunto eso. Me cuentas anécdotas de tu juventud que podrían ser mías. Varias veces podría haber aportado de manera semejante alguna anécdota sobre la forma en que solía ponerme de punta en blanco para ir a visitar a mi «prometido» en la cárcel, usando el anillo de compromiso de Aletta. Sabía imitar el habla de los carceleros y tú reías con el placer de las reminiscencias atenuadas. ¡Es exactamente eso! La brutalidad y la sentimentabilidad sin tapujos del taal de la abuela Marie Burger en sus bocas. Por supuesto sé cómo somos cuando hay un asuntillo… cuando Didier me dio una oportunidad tomando mi dedo del pie por pezón o clítoris. ¿Qué dijo tu marido cuando disciplinaron a su bailarina? Debió de parecerle algo tan mezquino… los zapatos blancos, tus lágrimas. O tal vez consideró esta «limpieza» ideológica como un aprendizaje fundamental para la aceptación incondicional de acciones incondicionalmente realizadas, cuya necesidad se manifestaría en el porvenir. Quizá sonrió y te consoló haciéndote el amor; pero vio que los leales seguían adelante y te sometían a castigo porque preferías el teatro de aficionados a la educación marxista-leninista.
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